![]() |
Diego Armando Maradona |
es Napoleón. Mejor aún, imaginemos
que es William Wallace. O mejor aún,
supongamos que es Luke Skywalker. (…)
Un
héroe de esos que ya no existen, un héroe de esos de manual escolar, puro,
patriota, benévolo, osado, impávido; un héroe casi quimérico, porque en la
política los posibles paladines han sido corrompidos y en el arte permanecen
anónimos. Imaginemos que se estrena en las grandes salas del mundo su vida y
obra convertida en una épica película bélica, interpretado su papel por algún
carilindo astro de Hollywood, con efectos especiales descomunales y al FC
Barcelona como un ejército invencible conquistando cada campo de batalla
holgadamente. ¿La imagina? Los soldados enemigos atravesados a espada por centenas,
descorazonados por decenas, mutilados por docenas y por cada mil muertos un
rasguño a algún extra del ejército de Messi. Nada más aburrido, nada más
monótono ni nada menos atrapante. La crítica diría que rebalsa de acción pero
le falta dramatismo, que el guión se desarrolla continuamente en las trincheras
sin participaciones estelares de una doncella pacífica, sin la contrafigura de
un villano a la altura, sin la caída que deja sin aliento y permite la
resurrección del héroe. Siempre una victoria segura, nunca la irrupción del
caos. Un Napoleón sin Waterloo. Un Wallace
sin decapitación. Un Skywalker sin un Vader.
es por capricho ni desagradecimiento ni sencilla ignorancia: es por escases de
tragedia. El argentino medio no
considera victoria a la gloria poco afanosa, a lo fácil lo ve fútil y a la
coronación con escaso sudor, insignificante. Es por eso que al argentino medio no le
interesa que cada día de la vida deportiva de Messi sea un hito en la historia
del fútbol, no le importa que posiblemente sea el mejor jugador de la historia
y que sus goles, campeonatos, copas y récords sean hazañas imposibles de emular
por algún otro ser que camine por la tierra como un humano. No. Al argentino medio le interesa el drama.
![]() |
Leo Messi |
argentino se acercaba a los teatros a observar una zaga que lo tenía en vilo y
lo desvelaba por las noches y lo intrigaba en cada entrega. ¡Y en 3D! Podía
tocar al protagonista, podía sentir su sufrimiento, podía correr a su lado,
podía oler su sudor. Imaginemos que esta película era algo así como El
Padrino: miseria, intriga, misterio, dinero, mujeres, mafia, muerte,
llanto, persecución, venganza, gloria, drogas. ¡Y esa era sólo la primera
parte! La segunda, la tercera e incluso la cuarta entrega arremetían con una
historia cargada de confrontaciones a los poderes gubernamentales, entredichos
con la Iglesia, armas de fuego, más drogas, más dolor, más incertidumbre, más gloria.
La taquilla explotaba al ver al actor interpretar a un héroe de mediana
estatura, de rulos infinitos, de humilde cuna y posibilidades de triunfo casi
nulas, abrirse camino en la jungla del fútbol en un club modesto, alcanzar la
gloria en el equipo del pueblo, combatir y perder y sangrar y padecer en
España, derribar gigantes del norte italiano y el sin fin de tramas que
atravesaban su vida deportiva y nos atravesaba a nosotros, argentinos, que
vivíamos su vida como si fuera la nuestra.
la boca y pocas veces pudo negarse a las tentaciones. Maradona siempre estuvo del lado de
los plebeyos mientras él se comportaba como un indócil. Si la Italia rica lo
discriminaba, él los insultaba frente a las cámaras en la final de un mundial.
Si le regalaban una Ferrari roja, él la quería negra. Si su divina estampa le
compraba favores con la camorra, si sus gambetas le acercaban seductoras
propuestas ilegales, si los periodistas lo molestaban y él tenía un arma cerca…
él se comportaba siempre con la incorrección que ameritara la situación. Maradona siempre jugó para Maradona y para
el pueblo: “entré al Vaticano y vi el techo de oro. Y me dije cómo puede
ser que viva con un techo de oro y después ir a los países pobres y besar a los
chicos con la panza así. Dejé de creer, porque lo estaba viendo yo” dijo
refiriéndose a Juan Pablo II, cuando
pocos se atrevían a desenmascarar ciertas opulencias y señalar con el dedo
ciertas autoridades. «A los políticos les saco una ventaja. Ellos son
públicos, yo soy popular», decía, consciente de que las licencias las
concedían las masas. Maradona era el Ché
y el amigo de Fidel; Maradona era la izquierda en un mundo dominado por un
Clinton que le cortaba las piernas. Maradona
además jugaba al fútbol como sólo uno o dos lo hicieron en la historia y eso
producía la alquimia perfecta: la debilidad y la fortaleza, el yin y el yang:
un poco de miseria en sus medallas de oro, un poco de drogas en sus éxitos,
demasiada exposición para alguien que se sabía endeble y al que queríamos
indestructible. Un dios que era un humano. Un humano que convertían en dios.
en Argentina genera casi de manera natural un antagonismo hacia Messi, porque en Argentina no pueden
coexistir dos ídolos de idénticas habilidades, y aunque algunos se refieran a ciertas
diferencias deportivas (porque es más sencillo decir que a Messi le falta ganar
un mundial), en realidad la preferencia va más allá de ese detalle poco menos
que superfluo. En Argentina, cuando la familia y los amigos se juntan alrededor
del fuego para hacer un asado o cuando hay una ronda de mates o cuando se juega
al truco, se habla. Se cuentan desgracias, se cantan penas, se critica a los
indeseables. En esos ritos se narran andanzas, aventuras truncas, tropelías
desafortunadas. Con Maradona se podía hablar de igual a igual porque conocía
las cruces de la moneda de la vida como pocos; porque él se equivocó y pagó,
porque de los errores no se aprende tan fácilmente porque el ser humano es el
único animal que tropieza dos veces con la misma piedra. Y él era humano. Tanto
como para entendernos. Y él era poco más que un hombre. Tanto como para
redimirnos. Messi es fútbol. El fútbol
no es su profesión sino su adjetivo y más allá de eso, no hay más Messi, y si
lo hay no lo deja ver. Maradona era mucho más que eso: era el pibe del barrio
que se hizo millonario. Era el pibe del barrio al que le gustaba el dinero,
pero que prefería que las porciones de la torta fueran más parejas. Era el pibe
del barrio que cayó y se levantó. Era el pibe del barrio que fue la
representación alegórica de todas las fantasías. Era el pibe del barrio. El de
la villa, el de la orilla, el del barro. Y
esa película, de final incierto, que provoca lágrimas y risas, es la que compra
el argentino.
![]() |
Diego Armando Maradona |