Queridos lectores: hace algunas semanas
escribía en este
blog sobre mi
presunta llegada al cielo,

mis planes en el mismo y sobre algunos aspectos
relativos a tan celestial ambiente. Debo decir que el texto que os presenté
provocó determinados revuelos en el ámbito de mis amistades, pensando que les
estaba anunciando el final de mis días y que mi enfermedad se había agravado.
Me disculpo por ello. Era un mero juego literario tratando de divertir a
quienes me leéis, a quienes estoy tan agradecido. Hoy compensaré, brevemente,
el cierto desatino provocado con una sucinta
entrée al Infierno, del que tantos tan bien hablan, y que tiene su histórico
interés.
El Infierno.
Cuántas veces decimos que mejor el Infierno, que es mucho más divertido, que
allí está “el ambiente”. No voy a repetir lo que tan manido tenemos en nuestras
interlocuciones al respecto.

Cierto
que el Infierno tiene otra perspectiva, que para eso es el Inframundo, algo que
suena como suena: fatal. Más subterráneo, menos luminoso, menos refrigerado,
con muy distinto confort que el divino Cielo en el firmamento sin límite. El
Infierno, se nos ha dicho, es tórrido, humeante, lóbrego, y demás. Que el
famoso Hades no son los verdes campos del Edén, paraísos, valles
tranquilos, montañas nevadas y jardines encantados. El Infierno parece situarse
en territorios de dificultades orogénicas, tectónicas, magmáticas y todos esos
calificativos que mis amigos de la Ciencia manejan tan bien y de los que, en
cambio, yo soy tan profano.

No sé
cómo son los avernos en otras culturas, religiones y paisajes, pero en nuestro
occidente tiene como perfil al Monte Erebus, la montaña picuda y erecta
del Terror, en el que se empiezan a escuchar ecos desoladores y estruendos
patafísicos, dicen. Luego, los Campos Asfódelos, donde transitan las
almas, algo que tiene que ser un espectáculo escalofriante, regados por el río Aqueronte
que nos lleva a los Campos Elíseos (nada que ver con los parisinos),
aunque dicen que son muy apacibles; no sé yo. También de estos infiernos
greco-latinos nos hablan del Tártaro, que es zona de tormentos.

Pero ya
me conoce el lector: me rebelo contra muermos y sufrimientos gratuitos en la
práctica del verso, y quiero presentaros una buena perspectiva del Infierno en
el que pienso en estos momentos difíciles para mí. Me olvido de ángeles
malditos, de Mammón y Belial, de Azabel, un tal Sheol,
de la bestia marina de Leviatán, ángeles caídos de nombres
desagradables. Tampoco me pondré a escribiros sobre el Dante, John
Milton
y su Paraíso Perdido,
autores a los que no he leído, y que no conozco a nadie que lo haya hecho; ni
me remitiré a Rimbaud, que ya nos hartó de jovencitos con sus venenos, a
los miles de asuntos del diablo y lo diabólico, de lo mucho estudiado y bien
tratado por Giovanni Papini, maestro de periodistas y estudioso del Diablo
y su obra como ninguno, que fue una de mis lecturas este verano. Al diablo con
el demonio.

Como los
últimos avatares que he sufrido han sido en tierras castellanas, quiero pensar
en una recepción absolutamente deliciosa. 

Recuperado
del susto de ver las tres caras del can Cerbero, de su dueño Caronte,
acompañado de los psicopompos y, tras soportar los truenos, relámpagos y
estruendos que sean, quiero encontrarme, tras un gran pasillo de antorchas, con
unos buenos hornos de asar, algo que me parece propio en medio tan incendiario
como al que se llega. Dorándose los cochinillos, los tostones segovianos, los
lechazos de corderos churros de dios -del diablo en este caso-, que nos van a
recordar los pecados cometidos, motivo por el que parece se nos reclama en
estas tórridas simas infraterrestres. Acceso, entre campanas de hornos, de
sarmientos candentes, infiernillos sobre los que riquísimas chuletillas de
lechal se doran. No solo eso. También el fulgor de bollos y pastelillos, de
dulces flamboyanes, gratines y brillantes fondant. Todas esas delicias
infinitas que desde niños nos han hecho acariciar escaparates, vitrinas y rebañar
platos.

Nos
preguntaremos: ¿por qué este acceso tan gastronómico? ¡Qué gracioso! No,
amigos, son parte del mundo de las Tentaciones mayúsculas, de esas que llamamos
del Mundo, del Demonio, de la Carne, como bien se quiere ver horneada en su
fuente de barro. O del dulce mal de
las dulces delicias que a todos nos gustan, pues quién niega los posibles
perjuicios para la salud que generan tanto la ingesta de tocinillos de Cielo
como de huesos de santos. ¿Unas delicias turcas? Tan infieles y profanas, miel
y azúcar. También, por supuesto.

Ante la
deriva de este artículo, me dice mi querida cuñada, persona científica de
perspectivas objetivas, que puedo continuar tranquilamente con este tipo de
presentación, pues no dude que, de existir el Infierno, el horno siempre estará
para bollos.
Sea,
entonces, que continúe. Tamaña recepción humeante y sabrosísima se completa con
una visión fulgurante de alambiques destilando los espirituosos embriagadores,
los aguardientes tan propios en semejante ámbito, caldos y vinos, barricas
dionisíacas, báquicos cálices y toda la parafernalia que desde Adán hasta
nuestros días podamos imaginar. En el Infierno hay abundancia, lo sabemos.

Pensaré
que, seguidamente a este ágape que supongo, vendrán distintos diablillos,
íncubos y súcubos, a informarnos de qué debemos hacer en el nuevo emplazamiento
eterno, cuál es nuestra condena, y las maldiciones que de una u otra manera
tendremos que soportar. No me cuesta imaginarlos ligeritos de ropa y en las
actitudes que en vida nos han mostrado: seductores y, siempre, un tanto
lúbricos.

Puede que
sean las chicas ofidias de aquella serie de televisión que eran todas unas
lagartas explosivas. Puede que combos y sambas nos reciban con todo el mambo, salsa
y morbo, y lo que se quiera esperar en estos respectos. Ligeritos de ropa toda,
seguro… valoremos las temperaturas. Si en el Cielo todo está bajo el ojo
supervisor de Dios, en el Infierno puede que sea puro Poisson de Dior. Por decir una gracia.

Y lo
mismo que ocurrió en el Cielo. Desconozco si Belcebú, Lucifer o Satanás
están allí de guardia, pero seguro que pronto conoceremos a malos y malísimas,
a una alta concentración de facinerosos de todas las épocas y condiciones. A
figuras eternas que podremos ir observando, rindiendo la pleitesía obligada.

Prefiero
saludar primero a fundamentales, al famoso Vlad el empalador, el valaco
conde Drácula por todos conocido, tan gótico él; siguiendo con
presentaciones, a la sangrienta Isabel Bathory, estupenda condesa
sangrienta eslovaca. Al más moderno Landrú, el asesino de viudas
francés, del que, muy jovencito, leí una estupenda biografía que conservo. Lo
primero: estos ineludibles históricos con mando en plaza. A Wanda la perversa, a Cruella de Vil,
a la familia Adams, gente muy entretenida. No me interesan a priori
personajes de la envergadura de Nerón o el salvaje Diocleciano,
gente tan ridícula como malvada. A salvajes como Atila ni verlo de
momento, ni tan siquiera al sicópata personaje tan seductor que fue Lope de
Aguirre
o tipos así por mucho interés que hayan suscitado. Ni hablar de
gente como los de la Matanza de Texas
o bestias pardas similares.

A los
históricos pactistas que todos conocemos, será inmediato. A Dorian Gray,
que no estará tan guapo como lo estuvo en vida, al barroco Giuseppe Tartini,
que nos interprete su Trino del Diablo
con su violín maldito, al extravagante Niccolò Paganini, a Dragonetti
y sus Danzas Satánicas, a las
representaciones que de Faustos y Mefistófeles hayan destacado
allá los excelsos Goethe, Thomas Mann y otros. Al pobre Robert
Johnson
sin poder celebrar su fabuloso éxito póstumo.

(A los
sicópatas dictadores y asesinos genocidas que serán omnipresentes en aquellos
lares, a estos mierdas… aire -o humo-. Cuanto más tarde se les conozca, mejor.
Un infierno con hornos de asar y copas rebosantes no debiera aceptar horrores
como Hitler, Stalin, Mao o cualquier de los grandísimos
hijos de puta de dictadores sudamericanos, africanos o extremo-orientales.
Sobre ellos cal, más cal.)

Pero me
olvido de salutaciones. Hay otros aspectos que me interesan en este articulito
infernal. Adentrándonos en las simas en las que uno se moverá per in secula seculorum si allá es
condenado, no queda otra que valorar lo que el otro día me decía un amigo
físico tomándonos un whisky de más. Por supuesto que yo no entendí nada
de lo que brillantemente me exponía con esa emoción sobria que la gente de
Ciencia tiene. Pero me hablaba del Vacío Cuántico, de la nada de la nada de la
nada. La Nada mayúscula supone la inexistencia de moléculas, partículas y, en
consecuencia, te deriva a lo que yo entiendo una tranquilidad fabulosa, la
anhelada Paz perfecta. En el Vacío Cuántico, ocurre algo así como que la
energía está en su “punto cero”. La “nada madrina” que precede a todo o en la
que todo concluye, algo por el estilo, pero que es esencial, y que se me ocurre
tiene que ser un asunto fabuloso, aunque no tenga que “ser”, pues “no es”, pues
es nada, cero coma cero, el vacío mayúsculo, cuántico.

Así que
el Infierno puede que nos conduzca, después de tanto crematorio y rigores
ígneos y, tras las posibles indigestiones causadas por la ingesta de las
sabrosísimas tentaciones culinarias, a ese vacío cuántico, y podemos pensar,
soñar, en el disfrute de un silencio perfecto, del mayor sosiego y la laxitud
máxima. Me pregunto, entonces, si el Infierno, efectivamente, puede no ser tan
malo.

Que
primero cause pánico, pues a sufrirlo un poco. Que sí, que al principio son
todo rubores, sopores, sofocos, calentones y calenturas, quemaduras de primer
grado… pues habrá que fastidiarse. Pero si luego, tras ese horror metido en el
cuerpo uno pasa a la nada de nada, pues fenomenal: nada de ti, nada de mí, nada
de nadie, como decía la canción, y después, bendito sea Dios, perdón, el
Diablo.

No hay
que despreciar tanto al Infierno. Gastronomía, historia, cultura, ambiente, dance; hay de todo en los avernos.
Tienen su parte de razón quienes afirman que mejor irse condenado que estar
haciendo la pamplina por los firmamentos con unas y con otros.

Tras esta
reflexión creo que me voy a ir al espejo, me pondré el pelo a la moda de hoy,
con esos cuernecillos erectos que tanto gustan a los jóvenes, y luego por el
pasillo, en este hospital donde me encuentro, ensayaré unos pasos de aquellos
temas funk de Disco Inferno de
The Trammps, que se pusieron de moda cuando el Sonido Filadelfia, y encargaré
que me traigan una preciosa chaqueta de terciopelo rojo, un punto brillante y
atrevida para ir probándome como llegar a tan especial ámbito, porque con capa
a lo Bela Lugosi no me presento.

Queridos
amigos y lectores: observen si esta perspectiva dual de los infiernos tiene su
interés, la gastronómica y la cuántica. A mí ambas me interesan. Un atracón
mortal de colofón vital (algo que rima fenomenal) y luego, luego, el tránsito
del alma a la nada, que aunque resulte algo fantasmal y escalofriante, puede
que sea tan ideal como el asunto celestial, que rima de lujo también.

Por otro
parte, ¿opinarían si es mejor llegar a los infiernos con terno de terciopelo
rojo tipo dandi, o una de seda carmesí al estilo soul music? ¿O lo harían con la excesiva capa transilvana, negra y
fucsia, que no puedo negar es lo propio a su manera
clásica?

  Enrique López Viejo (Valladolid, 1958) es licenciado en
Historia Antigua y Geografía por la Universidad de Valladolid. Cursó también
estudios de Ciencias de la Información en Bellaterra (Barcelona) y ha
ejercido como docente, profesión que abandonó para emprender negocios privados
que le llevaron a Mallorca, donde reside. Es el autor de Tres rusos muy
rusos. Herzen, Bakunin y Kropotkin (Melusina, 2008) Pierre
Drieu la Rochelle. El aciago seductor (Melusina, 2009) y La Vida crápula de Maurice Sachs (Melusina,
2012).