Foto de Andre Bulber

La ruta adelante. Adelante
hacia el vacío. Las horas atrás. Atrás junto con la maquinaria insidiosamente
claustrofóbica de la ciudad. La noche arriba (…). 

Sacudiendo los árboles,
manoseando las ojeras, atiborrando el cuerpo con sigilo y ansiedad, la noche
arriba, flameando entre las estrellas como un emblema icónico de libertad. La
ruta, las horas, la noche… y en todos lados, el silencio. ¡Otra vez
desafiándome! ¡Otra vez amordazándome en las orillas de un abismo! ¡Y otra vez
yo, cayendo en este segmento autista de la realidad! ¡Otra vez en este
paréntesis maldito de silencio y su maldita intencionalidad! Me acerqué a la
moto. La rueda trasera denunciaba un camino polvoriento.

¿Sabés lo que hace falta? -le dije a mi padre, que
permanecía sentado al lado de un surtidor de combustible- algo que quiebre
en dos este silencio insoportable
. De una patada encendí la moto y mi mano
derecha estrujó hasta el fondo el acelerador, ya no para sentir el rugido del
motor deshaciendo el sueño de las palomas ni para desencadenar un misterio más
allá de las llanuras visibles del horizonte más próximo, sino por algo más vil
y metafórico, para consumar mi venganza y sacudirle la modorra a esta noche que
se insinuaba eterna.
Por esa época yo estaba
buscando el significado del término grand tour en la pequeña
enciclopedia ilustrada de las rutas argentinas y sentía que era un desafío
digno de Marco Polo o Ibn Battuta atravesar algunas planicies
bonaerenses, cortarle el dedo meñique a la bota santafesina, rodar sobre el sur
de Córdoba hasta plantar la bandera en Merlo, San Luis,
subido a mi chopper 250cc. Digamos, estaba muy lejos de recrear la
aventura del Rally Dakar o la peregrinación a La Meca, tampoco
sería la vuelta al mundo en ochenta días… no sería la vuelta a nada en
realidad, pero más allá de los kilómetros, más allá del método y sobre todo,
más allá de la conciencia, está el alma del viajero, su corazón y la
transformación que logra con el viaje como conducto y como excusa. Y en este en
particular, ya que los viajes iniciáticos siempre han llevado consigo el germen
del nomadismo en su médula. ¿Germen? ¿Nomadismo? El retorcido y estremecedor
sueño de tomar un camino de ida y no mirar para atrás, de vivir llegando y
vivir partiendo, la desafiliación del entorno conocido y su antagonismo cruel,
la construcción de nuevos momentos que apabullen a los viejos.
Ya había pasado la ruta
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y nos habíamos adentrado en una ruta provincial que servía de limbo hacia
la ruta 8 que nos llevaría a Río Cuarto. Laboulaye, como
sitio de referencia, ya había quedado algo lejos, perdida en un codo del
camino, y la posibilidad de encontrar una indicación de que estábamos yendo en
la dirección correcta era igual o más agorera que la posibilidad de quitarnos
de encima la rabia y desazón. ¿Y qué es lo que hace que un viaje se convierta
en un trip de los otros, en un incoherente, adhesivo e intrincado
vagabundeo donde antes había, al menos, cordura? Ah… ahora las expectativas
estaban severamente trastocadas. ¿Y dónde empezó el derrape? ¿Dónde la
transfiguración? La quimera no solo fue perderse, sino el misterio de encontrar
la quintaesencia de los viajes, eso que nadie jamás dice, que nadie comenta,
pero que todos quieren hallar, lo que subyace en cada huída y hace que un viaje
se convierta en sideral: descifrar el paradigma de uno mismo y del mundo,
descifrar los secretos, enredarse en los secretos, escuchar el grito prolongado
y onomatopéyico de la moto machacando el camino cuando ya no es posible
concebir tantas palabras, tantas maneras académicas de definir el mundo, tanta
crítica malintencionada, tantos discursos mentirosos, tantas promesas de amor
malogradas.
¿Y qué se halló? O ¿qué se
perdió, en todo caso? ¿Hay algo concreto que mostrar, algo palpable para
acallar a los escépticos? ¿O todo lo que hay y todo lo que queda es otra
hipótesis vehemente, otra habladuría, otro chisme, otro farsante? Hubo derrape.
Fue el té raro que tomaron en Iriarte -dijo mi madre al oír la historia-
los drogaron y tuvieron alucinaciones. En Río Cuarto todos los años
se registran avistamientos de ovnis
-se animó a decir un amigo al escuchar
el relato-, seguro crearon una brecha espacio-temporal… Punto. Y
aparte.
En Bouchardo fue
cuando percibimos que estábamos encerrados en un capítulo de la Dimensión
Desconocida
, cuando sin previo aviso y justo en la puerta de ese pueblo, la
ruta detenía su recorrido de pavimento para bifurcarse en caminitos de barro
entre árboles que se agigantaban de oscuridad. ¿Cómo…? ¿hacia donde…? No
puede ser…
La ruta ya no existía.
El pueblo tenía una calle
única. A los costados de la calle árboles como plaga y atrás de los árboles
casas humildes, sencillas, sin ostentaciones ni adornos. La recorrimos buscando
una salida. No la hallamos. De algún lado provenía un eco, un rumor de sangre
joven matando el tiempo. El bar era el único lugar con luz y adentro una manada
de pibes chillaban, tosían y flotaban en una nube de humo sobre los paños de
las mesas de pool. Desde afuera percibí el olor a cerveza. Quedémonos
en la esquina
, escuché decir a mi viejo. No habían pasado diez minutos
cuando la puerta del bar se abrió y un muchacho moreno salió poniéndose una
campera. Lo menos que dijo, en su balbuceo ebrio, fue que habíamos equivocado
el camino. Cien kilómetros equivocados. Eran las 3 de la mañana.
No suelo hacerle caso a los
sobrios (como toda lógica y experiencia indica; tampoco le temo a los muertos),
así que creí firmemente que el muchacho con olor a cigarrillo y aliento
cervezal estaba en lo correcto.
Recordé que treinta kilómetros atrás
habíamos pasado otro pueblito igual de ínfimo. Decidí regresar sobre mis pasos,
con la esperanza de encontrar alguna ruta alternativa en ese tramo que unía
ambos pueblos. En ese retorno lento (con poca nafta, con mucho sueño, con la
suerte en contra), pudimos observar un paisaje bañado de total ausencia, lo
divino de los detalles, la soledad que, quizá, debe de sentir Dios;
mientras una llovizna nos daba la bienvenida, a la madrugada y a nosotros. Llegamos
a Serrano. Un camionero -medio dormido, medio ensoñado- nos dio otra
versión de cómo llegar a nuestro destino. Dijo que debíamos atravesar el pueblo
y luego, tras marchar sobre algunas calles de tierra, estas nos conducirían a
una ruta nacional directo a Río Cuarto. Tampoco fue así. Volvimos a tomar el
camino del cual veníamos, de vuelta hacia Bouchardo, solo para encontrarnos
nuevamente con la ruta cortada y la imposibilidad de continuar. Totalmente
desganados regresamos a Serrano, con la idea de hablar con alguna otra persona
que nos pudiera guiar certeramente.
Foto de Braid 44
Un hombre (de increíbles ojos
violetas, aparecido desde la nada, salido desde un hueco de la noche) nos dijo
que el camino del cual veníamos era el correcto. No puede ser– le dije
sobresaltado y malhumorado, algo asustado también, debo reconocerlo, a causa de
un aura no demasiado humana que rodeaba a este personaje- venimos de allí y
la ruta se corta al llegar a Bouchardo
. Claro que no -dijo el
hombre- deben hacer ochenta kilómetros para encontrarse con la ruta nacional
que están buscando
. ¿Es decir que tenemos que hacer cincuenta kilómetros
en el barro? Puesto que a treinta kilómetros de aquí se corta la ruta, justo a
la entrada de…”
–un ademán detuvo mis palabras, sentí en el viento una mordaza
y en el canto de algunas aves, una pinza apretando mi lengua-. No me estás
entendiendo
-afirmó clavando sus índigos ojos en mi- … si llegan a
Bouchardo es porque se pasaron…

Tomamos la moto con total celeridad
dirigiéndonos nuevamente hacia ese pueblo hartamente maldito, burlón y grosero,
poseído por vaya a saber qué demonio itinerante, mientras nuestras mentes se
obnubilaban ganando lugar al desconcierto. Avanzábamos y ante nosotros se
desplegaban una innumerable cantidad de pueblos, pueblos que no estaban en
nuestras incursiones anteriores, cementerios en plena piel de ruta, gente
vestida de luto, gente cargando flores, gente cargando cruces, gente cargando
sus muertos. La ruta jamás se volvió a cortar. El pueblo en que el camino se
detenía nunca lo volvimos a ver.
No recuerdo qué fue
lo que hice cuando llegué a mi destino; poco valor tiene. Sí recuerdo el vano
intento de contar las estrellas, acostado a la vera del camino, aspirar el aire
fresco y genuino rociado de humedad. La ruta y la noche son ese limbo material,
pero valorativamente espiritual, que buscan, en un susurro expansivo y
acogedor, alimentarnos de respuestas a preguntas que sentimos comprendidas pero
que no podemos expresar.