http://www.alternativateatral.com/obra36647-las-chicas-de-flores
Nací en 1968. Como Las chicas de Flores del poema de Oliverio Girondo, a veces tengo los ojos dulces como las almendras azucaradas de la Confitería del Molino y a veces tengo que apretar las piernas para evitar que se me caiga el sexo en la vereda, de puro miedo nomás. (…)


Me crié en Villa Crespo y mi infancia transcurrió entre correr en patas tirando bombuchas a los pibes de la cuadra y los piropos que, al pasar, les gritábamos con mis vecinas “las Piccinini” a los galanes del barrio para después salir corriendo. La primaria y secundaria transcurrió entre la dictadura militar y la dictadura intramuros de las monjas del Divino Rostro, frente al Museo de Ciencias Naturales  Bernardino Rivadavia en Parque Centenario. “Afuera habrá llegado la democracia pero, acá dentro, no cambió nada”, vociferó la hermana Assumpta, rectora de la escuela, ante el estupor de todas nosotras que usábamos la boina blanca con la misma actitud de rebeldía de aquellas mujeres que, en los años sesenta, habían arrojado sus corpiños en protesta frente a la dominación masculina. Por supuesto, la sentencia de la monja nos borró de un plumazo el entusiasmo libertario.

Así las cosas, entré a la UBA sin examen de ingreso, hacía tan solo dos años que el gobierno de Alfonsín había puesto el CBC. Tras deambular por varios intentos fallidos, ingresé a la facultad de Arquitectura, Diseño y Urbanismo a estudiar Diseño Gráfico. Fue una época de vino y rosas. O de drogas, cine experimental, rock ‘n’ roll y arte alternativo. Del San Martín al Parakultural, de Mediomundo Varieté a Nave Jungla, una lóbrega San Telmo era el paso obligado para robar maníes en la bañera del bar frente a la plaza Dorrego o para ver alguna performance (todavía no sabíamos que se llamaban así) en la placita Serrano antes de que Palermo viejo se transformara en Palermo Hollywood. Nos llenábamos el culo de tierra en el sótano del Parakultural para ver a las Gambas al Ajillo, nos reíamos con Urdapilleta, Barea y Tortonese o nos hacíamos los excéntricos distantes en el bar Bolivia.
La calle Corrientes era como un sendero de vacas -para los urbanos, quizás sea desafortunada la comparación- porque todos seguíamos el mismo derrotero. Despolitizados, nihilistas, usábamos raros peinados nuevos, los pelos oscuros parados con gel, largos gabanes, minifaldas de cuero, medias con portaligas y borceguíes. Fuimos oscuros -oscurísimos- con Bauhaus y New Order. Rollingas de pañuelo “gatito” al cuello y topper rojas o negras o  melancólicos con los DoorsLou Reed y la Velvet Underground. Los sábados el cine Select Lavalle eran la cita obligada para ver Pink Floyd, The Wall en trasnoche con la cerveza en la yica o el morral que usábamos cruzado. No hablábamos de política, pero si esta última es inherente a lo humano, el lugar simbólico donde construimos nuestras identidades colectivas, entonces hicimos política desde el desamparo.
Mis amigas fueron hijas de desaparecidos y sufrieron en carne propia los ecos de la fracasada revolución de sus  padres. Antes que exorcizar las atrocidades que, por aquellos años eran cicatrices demasiado cercanas, prefirieron el silencio o embotarse en las fiestas privadas y los recitales de amigos que, posteriormente, se transformaron en estrellas de rock y fueron tapas de revistas de espectáculos.
Pasábamos sin dormir escuchando la Rock and Pop mientras hacíamos láminas porque al día siguiente teníamos entrega. Llevábamos las maquetas gigantescas en el colectivo 42, todas apiñadas una arriba de la otra, al lado del chofer del bondi. ¡Todavía en esa época, el chofer nos hacía un lugarcito mientras cortaba los boletos!
Fotos de desaparecidos
Mis amigos tuvieron padres militantes yo, no. Yo soy hija de burgueses de clase media que se alegraron con el Proceso porque volvía el orden. Los mismos que miraron con desconfianza a los hippies subversivos de pelo largo y, si no los veían más, seguro era porque “algo habrán hecho”. Mi madre solía repetirme como una letanía: “Tuviste suerte que fuiste chica durante la dictadura porque sino, te hubieran desaparecido”. En fin, todavía hoy trago en seco cuando me acuerdo de aquéllo.
En esa época no militaba en ningún partido político. Me incomodaban las injusticias, mucho menos de lo que me disgustan hoy día, pero ni por las tapas se me ocurría viabilizarlas en ningún partido político de los tradicionales. Sabía que el peronismo no me interesaba -quizas debido a mis padres radicales- pero tampoco me interesaba la UCR, tan alejada del radicalismo en términos ideológicos. Recuerdo que, a fines de la década de 1980, mi padre me llevó al local partidario  en Villa Crespo para que me afiliara, por supuesto, contra mi voluntad. En esa ocasión estaba el “Chacho” Jaroslavsky dando una charla, aquel viejo caudillo cercano al alfonsinismo. Aproveché la ocasión para preguntarle por qué la democracia había sido recuperada en la misma época en casi toda Latinoamérica, pero no supo o no quiso responderme. Razón suficiente para abandonar mi fugaz experiencia en la Unión Cívica Radical.
El padre de mi mejor amiga y compañera de la secundaria era socialista. No sé si habrá sido porque porque era un hombre bondadoso y empecé a indagar sobre el socialismo. Para esa época tenía poco menos de veinte años. Casi tres décadas después, continúo siendo socialista pero ahora, convencida.
“Tuvimos padres que nos castigaron, tuvimos hijos que nos criticaron”, dice la canción de María Elena Walsh. También tuvimos amigos muertos por sobredosis a los veinte años porque, como nuestros ídolos Morrison, Hendrix, Brian Jones o Janis Joplin, la vida corría a alta velocidad, en la trasnoche y acababa pronto. Pero el destino de póster dejó de darnos risa justo cuando nuestros sueños fueron sepultados en la Chacarita. Con los años, los que quedamos, cuando nos encontrábamos nos abrazábamos y repetíamos a coro: “Estamos vivos, loco”.
No pertenecimos a la “gloriosa juventud de los setenta”, ni se nos pasó por la cabeza intentar hacer la revolución porque sabíamos muy bien que no valía la pena porque otros habían pagado con su vida de manera ínútil. Fuimos de la cama al living escuchando a Charly García o salimos corriendo en el recital de The Cure, escapándole a la policía. Con los años, los curadores de arte redescubrieron que los ochenta fue la época del despertar artístico de las vanguardias. Lo mismo que la España post franquista, habría de ser el semillero de la renovación estética tras la larga noche de la dictadura militar.
Ahora  peinamos -o teñimos- canas y calvicies incipientes. Lo mismo que un personaje de Peter Capusotto, nos cuesta ser adultos porque nos detuvimos en una adolescencia sin tiempo  pero ahora nos diferenciamos de nuestros hijos porque el rock ‘n’ roll ya es para los viejos. Ellos escuchan cumbia o sudan y menean las caderas al ritmo del reggaeton, legado de la hermandad latinoamericana globalizada.
No sé si haremos la revolución. En algún lugar leí hace tiempo que el concepto es un tópico desactivado. Muchas cosas han cambiado mientras que otras como la inequidad, la pobreza, la contaminación o la desesperanza se han agravado. Parece que camináramos en círculos pasando por períodos de euforia y de depresión inmediata como espasmos de una bipolaridad social que nos impide proyectar a largo plazo. Tenemos la asignatura pendiente de contribuir para transformar estados de cosas tan injustos, de entrar en los intersticios de una trama social deshilvanada, deshecha y autista. Sé que se puede, creo con firmeza que es así.
Somos el tiempo que tenemos. Todo tiempo pasado habrá sido mejor o peor -mejor, lo dudo- pero el único tiempo que tenemos es éste. Y solo cambiará, aunque sea apenas, si intentamos hacer algo al respecto. Y si nos rehusamos a hacerlo, también cambiará de todos modos, porque lo único permanente es el cambio. Pero, vamos, por lo menos urge no dejar el protagonismo de las transformaciones en manos de los guardianes del status quo porque ya sabemos de sobra lo que pasa.
Como dijo el viejo filósofo y economista José Luis Sampedro seamos como las termitas, metámonos en las vigas de los edificios y nos los cargamos de una. Porque la transformación es posible, tiene que serlo. Como plantar un árbol, quizás no lo veamos crecer hasta que alcance a dar sombra pero, por lo menos, lo plantamos. 
Mucho peor habrá sido no haberlo, ni siquiera, intentado.
Verónica Meo Laos es periodista y docente. Colabora en diversos medios de comunicación y fue premio Ensayo Fondo Nacional de las Artes 2007