Ha tenido que ser este verano de records de calor,
adormecidas las neuronas y harto de pavores nocturnos cuando he tomado
verdadera conciencia del error que ha sido mi vida entera, el querer ser lo que
no debiera haber sido. (…)
Mi existencia hubiera sido otra si desde niño me hubiera
empeñado en ser lo que ahora todo el mundo quiere ser y que genera a los más
prominentes seres humanos del mundo actual: los chefs de cocina. Yo
tendría que haber sido un buen chef, de toque
blanche
, sombrero alto de cien hojas, de chaqueta filipina abotonada, con
autoridad y sapiencia de todo sin límites determinados. 
Ser chef hoy día es alcanzar una categoría muy elevada, es
convertirte en un ser muy especial y líder social.
Pasas a ser guapo, interesante y a
veces rico, muy rico. A comer como dios. Adiós a las estrellas de Hollywood,
adiós a los Pulitzer y los Planeta, al rock galáctico y a los grandes
deportistas olímpicos. Lo verdaderamente grande es ser chef; son los personajes
más influyentes en el panorama social y dominan los medios todos. Hay grandes
chefs en cada esquina, en todas las pantallas, en periódicos y revistas, al
volante, en la guerra, en palacios y alcantarillas (cuando el chef es underground), a donde mires y te
encuentres, son los reyes de la escena.

Hoy en día no hay espacio en el que no aparezca un chef
atendiendo cuestiones de todo tipo, dando consejos sabios sobre la sal del mar,
el azúcar del Caribe, los bollos de las monjitas de la Santa Madre Iglesia, o sobre
los antioxidantes que te garantizan la vida eterna. La kilocaloría, las
proteínas y los aminoácidos son el pan nuestro de cada día. Todos los chefs,
grandes o pequeños, intelectuales o de combate, presentan fantasías y placeres
animados por el sabor, el olor, la salud, las maravillas nutricionistas, y
tienen el valor y orgullo (cuando no el atrevimiento) de mostrarnos distintos
cielos sobre fogones, brasas y planchas brillantes y relucientes.

Los nuevos altares son las cocinas, la revolucionaria elite de
los chefs son los paradigmas de la ética de una sociedad rica que
los sitúa como iluminados profetas, artistas, cuando no patriarcas
intelectuales. Yo quiero ser chef.

Hay chefs filósofos, chefs científicos, los hay líderes
ideológicos, los hay críticos de la Razón pura y adalides del sentimiento
lúdico de la existencia y el pensamiento posmoderno. A mí no me importaría ser
como muchos de ellos, aunque fuera solo como jefe de partida, sous-chef
o lo que fuera con tal de tener la sartén por el mango y mis pantalones a
cuadritos negros y blancos.

Claro que me gustaría ser como los grandes chefs históricos,
Carême, Escoffier, y hacerme con una posición inquebrantable,
hasta algo más sencillo como lo fue Cándido, el asador segoviano amigo
de mi padre. Pero bueno, llegar a ser uno de esos franceses tan de moda en los
noventa, Paul Bocuse y Alain Ducasse, o mi amigo Gerhard
Schwaiger
, que posee dos estrellas Michelin, sería mi ideal, un sueño,
sería corregir el rumbo de mi vida para encontrar la felicidad. Yo quiero
ser chef.

Maldita la gracia ser un escritor pobre, bajito y enfermo.
Ser chef, como muchos estupendos lo son y hacer con una tortilla lo que me
venga en gana es lo que más puedo desear en este momento de mi vida tal como
están las cosas.

No sé si estoy a tiempo, pero hoy mismo me pongo a
deconstruir la ensalada que preparará mi mujer, la jarra de gazpacho que nos
íbamos a tomar, y al filete de ternera lo destrozo, os lo juro. Pero hago de él
una estatua de Fidias, si el corte es gordo y grande. No sé si llegaré a ser
gran chef con lo tarde que empiezo, pero ya me veo con mi guayabera, mi
delantal impecable y mis crocs coloridos
que es lo que inevitablemente te tienes que calzar. Sin crocs no eres un
ser erecto y pensante, opinión que tengo que aceptar por más que me horrorice
este calzado.

Voy a ser un chef innovador, eso seguro. En la medida de que
mis conocimientos de cocina son los que son, voy a experimentar con lo que será
una cocina de repercusión y triunfo inmediatos. Avalado por mi licenciatura en
Historia y Geografía me lanzaré primero a resucitar la cocina del Paleolítico
Superior, para ir evolucionando al dulce medieval cenobítico y acabar en
reproducir las buenas mariscadas que se tomaban los borbones franceses en
Versalles, los que le preparaba Vatel al príncipe de Condé y a Luis
XIV
, preocupado por su ingesta de sabrosos alimentos y por sus heces que
exponía diariamente a su médico y asistentes en esos despertares que el rey
Sol
se preocupaba de tener y en los que estaba muy acompañado. (El Estado
era él y quería que hasta que lo que defecaba matinalmente estuviera bien
observado.)

Inauguraré mi gastronómico quehacer con el entrecote australopiteco con carne de
cebra, de jirafa o de lo que me vendan en Botswana o los primos de Obama en
Kenia. Sopas Neanderthal, encurtidos Cromañón, frituras de fusión
como el pescaito sinantropus pekinensis
con tempura gaditana en aceite de Marsala. ¿Quién me discutirá tan sabrosos
platos históricos? Como enfermo de osteoporosis haré una exaltación del calcio
y del potasio que son los que nos mantienen como homo sapiens erectos. Haré
platos bíblicos como el cordero de Dios
que quita los pecados del mundo
, la salsa Mikerinos que comercializaré como Ra Mon, el aceite Ulises
de esencias egeas, verdaderas delicatessen que es el nombre fino que hay
que preocuparse por poner. Cosas así me garantizarán un éxito inmediato y puede
que rapidito me veáis en la tele con alguna it
girl
, que me han dicho que son los ángeles actuales.
Si con la cocina prehistórica no tengo el inmediato éxito
que espero, me dedicaré a lo contrario, a la cocina digital o “digicual” (que me da igual mientras
rime), “la gastronomía de la telefonía” que
en su misma esencia… suena bien (si hay buena cobertura para la misma). Susi al Smartphone, beefsteak al Ipodloquesea, brioches Mp 3. Tú pasas el corte de la
merluza por la pantalla y tienes un plato exquisito, conectas una taza de
chocolate al cargador y tienes el más rico de los postres. Cualquier artilugio
de Apple lo metes en el horno, con o sin mantequillas, con o sin aceite,
simplemente con agua y una hoja de laurel como hacen con el lechal en mi
tierra, y tienes el más sabroso de los platos, si tienes buena dentadura. Si
las cosas no fueran como pretendo, pues me haré un sencillo tortillero “de
constructor”, que tanto lo uno como lo de constructor y su contrario, también
se llevan mucho.

En fin, amigos, no ser un chef es frustrante para mí, pero
pondré inmediato remedio al asunto. Insisto, me entenderéis… quiero ser feliz,
quiero ser chef.