KATHLEEN TURNER EN ‘LOS ASESINATOS DE MAMÁ’
   El verbo matar lo utilizamos desde niños. Es un verbo fácil y sonoro. Yo
mato, tú matas, él mata, nosotros matamos, vosotros lo mismo, ellos matan.
Se
conjuga sin especial dificultad. No todos lo hacemos, pero sí es un verbo que
utilizamos con frecuencia, convirtiéndose en expresión común en muchas
interlocuciones de la vida diaria. Con todo lo malo que se le presupone a la
acción de matar es una palabra que tenemos casi todos los humanos en la boca y
en el pensamiento.
  Casi todo el mundo dice que matar no es bueno, otros lo ven como una
necesidad o como algo inevitable. No hablaré de matar moscas, algo que hacemos
encantados, más si es con matamoscas, como el que exhibe Sidney Greenstreet
en la película “Casablanca”, o de cucarachas, actividad nocturna que se realiza
con saña y bostezo, armados de una zapatilla. Tampoco trataremos de cinegética.
Lo haremos de matar humanos.
  Quiero hablar de homicidios y asesinatos, un asunto que puede resultar
complejo y, sin duda, delicado, que puede herir sensibilidades, pues la muerte,
generalmente, no se desea, ni para uno mismo ni para los demás. Mayormente,
matar es algo que no es fácil, y no por falta de ganas, sino por los frenos
morales, por los sentimientos propios del ser humano tendentes a la bondad (al
menos formalmente), y por las dificultades que desde siempre nos hemos
impuesto, como sociedad, a esto de matarnos los unos a los otros.
  Tanto para un sencillo homicidio -y mucho más para un asesinato-, hemos
establecido un montón de coerciones, fijado sanciones, y desarrollado sistemas
de defensa. Siendo algo común y a veces necesario, no resulta sencillo
acometerlos. Además, al asesinato le otorgamos una fatal consideración, está
bastante mal visto. El “No matarás” es una premisa fundamental, religiosa,
ética, un principio moral con una vigencia eterna desde que el animal social
quiso entenderse de mejor manera que a palos, como tenían por costumbre todos
los homínidos desde la Creación.
  Hasta que aparecieron dioses buenos (pues los primeros eran unos liantes),
la violencia imperaba entre los grupos nómadas que fueron poblando la tierra,
descubriendo el fuego, puliendo piedras para fabricar armas, tratando de
descubrir en las estrellas y los vientos que los guiaban, de qué se trataba
esto del Planeta Tierra. Los humanoides antecesores mataban pero no conjugaban
el verbo, fueron los dioses quienes les hablaron de ello, y con las distintas
experiencias guerreras, fueron valorando sus efectos, los positivos y los
negativos. Saciar el hambre, el placer del triunfo y el dominio, el poder, la
sumisión, el dolor.
Cartel de la película de Brian de Palma, Dressed to kill
  Pero por el momento, olvidémonos de historias y volvamos al verbo matar al
que un exquisito escritor como Thomas de Quincey dedicó una obra con tan
hermoso título como es El asesinato considerado como una de las Bellas Artes,
divina literatura de la “moribundia” del opio, droga perversa y también
homicida.
  “Por poco lo matas”, “es que los mataría”, “te vas a matar”, son
expresiones muy útiles en la interlocución, se dicen de continuo y no resultan
ofensivas. Es más, son muy prácticas. Resulta una contradicción, pero
utilizamos muchos tiempos de este verbo para un mejor entendimiento, y su
acepción no es tan dramática. Otras expresiones como “Mátenlos” o “matadlos” sí
tienen un efecto un tanto trágico, pero afortunadamente se dicen mucho menos.
  Puedes decir con bondad “te mato” y “te mataría”, o “no me mates”. Puedes
decirlo sin necesidad de pensar en la acción y los resultados de la misma; son
frases que se expresan con cariño. Románticamente se puede decir sin que suene
raro: “mátame”, “me estás matando”, “moriría por ti” si surge una disposición
suicida. “Se mata lo que se ama”, decía Oscar Wilde. Expresiones como
estas, “te mataré” o “yo mato”, son familiares, las escuchamos cada día.
¿Cuántas veces nos han dicho nuestras encantadoras abuelitas o nuestras madres
“te voy a matar” o “me vas a matar a disgustos”? ¿Cuántas coplas y canciones
tenemos que platican desde que me mates suavemente con una canción a que lo
hagas gastronómicamente con bacalao en vez de con tomate? En los corridos
mexicanos la sangre corre raudales y se están queriendo apasionadamente.

  Matar, lo que se dice matar de verdad, puedes hacerlo de muchas maneras,
pero casi todas requieren de cierta violencia. Es lo malo, es casi inevitable.
Ello es una lástima y complica siempre las cosas en cualquier homicidio. Mejor
sería que la mayoría de estos fueran limpios, rápidos, “estéticos”. Pero
desafortunadamente no suele ser así. Asesinatos se pueden cometer de distintas
formas y por motivos distintos. Por odio, por ira, por venganza, por fobia, por
justicia, por nada. Estos días recordamos al bueno y guapo Albert Camus
en el centenario de su nacimiento. En su novela El extranjero, el
protagonista mata a un desconocido en una playa, solo porque hacía calor. Tal
cual. Johnny Cash cantó que disparó y mató a alguien en Rhino,
únicamente por verlo morir. (Bien es verdad que esta gloria nacional
norteamericana ingería un exceso de anfetaminas en aquellos días. Quizás por
ello, en memoria de este luctuoso hecho, vistió de negro toda su vida, “man in
black”.)

 Querámoslo o no, los homicidios y asesinatos son naturales, tristemente
comunes desde que el ser humano tuvo razón de ser, razón intelectual. Dicen que
cuando matas pierdes la razón, que es una locura, una absurda maldad. Contesto
a ello que también hay mil razones lógicas para hacerlo y muchas de ellas en
absoluto reprobables. Hay cierta cordura y buena lógica en algunos actos
criminales. Dígame el lector: ¿No hay gente que mejor estuviera muerta, que
bueno sería eliminarlos de entre nosotros, hacerlos desaparecer de la faz de la
Tierra? Hay gente que no merece vivir. ¿Quién duda del beneficio histórico que
se hubiera producido si las madres de Hitler o Stalin hubieran
abortado en los primeros meses de gestación?
Lindsay Lohan en la película Machete 
  Matar no es un asunto baladí. Está muy complicado. Se conjuga con facilidad
como hemos observado, pero su ejecución tiene sus severas complicaciones.
Además, si no lo haces bien, eficaz y pertinentemente, chocas con la Ley, que
se dice ciega y muy justa, aunque todos sabemos hasta qué grado está sometida a
los poderes fácticos y al vanidoso ego de quienes la imparten, especialmente en
estos tiempos donde ambiciosos ególatras han accedido a las máximas
instituciones que controlan la Justicia.
  Hay una larga historia de asesinatos, una historia fabulosa. Tenemos
muertes trágicas y agónicas, misteriosas, alucinantes, muertes tontas,
innecesarias, tantas injustamente justificadas. Se ha matado al hermano desde
la protohistoria, al padre, a los amantes, a los amores, a los vecinos de al
lado y a los de enfrente, a miles, a millones de personas absurdamente, y la
historia ha continuado. Por más que nos decimos repetidamente que los unos
debieran amar a los otros, la muerte cruenta es eterna y omnipresente, y tal
como es el estado de las cosas y el futuro que nos espera, quizás habría que
matar más. A mí no me cabe la menor duda. “Si hay que matar se mata” es algo
que se ha dicho siempre y con cierta euforia.
  Entiendo que la gente mate, se mate o quiera matar. Seamos sinceros: muchos
quisiéramos hacerlo alguna vez. No le haríamos demasiados ascos. No nos
importaría demasiado. Bien es cierto que con algunos límites, con determinadas
formas, según a quiénes y de qué manera. Nadie me negará que muchos días, desde
el despertar, cantando bajo la ducha, cuando salimos de casa felices y
contentos, mataríamos a alguien por distintos motivos, algunos tontos, muchos
razonados, tantos incomprensibles. Ya le digo, querido lector, yo mismo
quisiera matar muchas veces.
  Sin milongas y cuentos chinos, al hilo de la actualidad. La realidad es que
uno eliminaría sin excesivos miramientos a terroristas sanguinarios, a esos
violentos violadores, a los sicópatas irredentos asesinos, a los que llaman
asesinos múltiples. Sé que no se puede hablar de pena de muerte en la
actualidad más que en algunos países salvajes y otros pocos bastante civilizados;
no está bien visto. Pero no creo que sea una solución exagerada. ¡Qué quieren
que les diga! La ley del Talión me parece humana, demasiado humana quizás, pero
de una lógica aplastante. Lo de ojo por ojo, diente por diente, es algo que
entendemos en los primeros recreos escolares. ¿Mundo de fieras? Claro. ¿No te
vas a poner como un enfurecido tigre de Bengala, si ves cómo se ríe quien ha
matado a tu persona querida? O pensando en plural, ¿no te gustaría ejecutar a
quienes han causado millones de víctimas en un Holocausto como el que se vivió
en la II Gran Guerra? Tener a tiro a Pol Pot y dispararle, a Mengele
y retorcerle el pescuezo, poder taladrar la frente con un grueso berbiquí a los
asesinos sicópatas reincidentes. Por qué no torturar al que ha torturado y que
se entere de que le claven un peine. ¿Estoy haciendo una apología incivilizada,
pecaminosa, terriblemente reprobable, detestable moralmente? Quizás. Salvaje me
llamarán algunos, frívolo otros. Realista los más.
  No hace falta seguir proceso sicoanalítico alguno, ni estrujarse mucho la
cabeza, para concluir que en nuestros pensamientos, sueños y deseos está la
idea del asesinato. Ya no de un simpático homicidio compulsivo por
estrangulación en un ascensor a un hediondo desconocido, o matar a alguien a
bastonazos en la acera de enfrente de buena mañana. Sino del asesinato alevoso
y meditado en la insomne almohada, frente al espejo afeitándote, ajustándote la
chaqueta. Cualquiera de nosotros, en no pocas ocasiones, quisiéramos salir a
matar, incluso vestirnos especialmente para ello, para ver correr la sangre de
nuestros enemigos tras haberles clavado un florete en el corazón o meterles un
tiro entre ceja y ceja. Si la sangre afea el escenario, al menos poder observar
el último suspiro en el rostro azul de un enemigo, verle las mejillas de
mármol.
Artemisia Gentileschi. Judith decapitando a Holofernes.
  Muchas veces pienso que no somos ni debiéramos ser tan buenos, por más que
nos muevan estupendas intenciones. Que no dejamos de ser fenomenales seres
humanos por que queramos asesinar a alguien de vez en cuando. Que casi todos
queremos hacerlo en algún momento, que mataríamos a decenas y no nos importaría
mucho. Es darse una satisfacción (como antaño se decía de los duelos), el
reunir los espíritus de la justicia y el odio en un puño, y estrellárselo en la
cara del asesino de una niña púber o impúber.
  Que maldita gracia tiene el perdón. Es un poco absurdo no tener ánimo de
venganza. Lo de si no hay justicia humana, la habrá divina, es algo de lo cual
te quedas sin conocer sentencia y condena. Y además, ¿quién cree hoy en día en
la justicia? Pocos y poquito. Ahora es una palabra minúscula. ¿No son
verdaderas verdades esto que escribo? Son macabros comentarios, muy frívolos si
se quiere, pero reales. Es lo que pienso en esta soleada mañana con una suave
brisa de poniente, el mar levemente rizado. Hemos empezado hablando del verbo
matar, y acabamos soñando justicieros y románticos asesinatos. Así son las
cosas. Esta es la realidad.
  Matar es necesario. Es más, es posible que debiera matarse más, no tanto
como lo expresamos oralmente, pero más y mejor. Homicidas y asesinos ha habido
siempre, no dejará de haberlos, y hay que considerar que, en cierto modo,
pueden ser necesarios. Muchos han sido protagonistas de su tiempo. Hay
criminales y uxoricidas que han favorecido el progreso y la industria, la
cultura y las artes, no digamos la literatura y el cine, que lo ha magnificado
hasta grados extremos. En las pantallas hemos tenido millones de asesinatos y
perversos homicidios. Siglos de inspiración asesina sin límite, grandes hechos
crueles, estímulo de espléndidas aventuras, exploraciones, de grandes obras y
maravillas de la humanidad.
  En fin, que el escrito debe ser breve. Me despido y no lo hago matando. Lo
hago pensando lo inevitable que resulta hacerlo en muchos casos. Y como hemos
hablado de asesinatos y muertes, y ello tiene una consecuencia mortal, la brisa
y este humor de mediodía, me conducen a imaginar un tranquilo camposanto en una
colina coronada por un frondoso roble escarlata, batida su fronda por el viento
del otoño. Desde allí desearle a usted, querido lector de estos macabros
argumentos, una buena muerte en su día, a poder ser, cuando usted quiera, y sin
que medie homicidio alguno.
 Colofón. Marco Aurelio Antonino Augusto, al que llamaron Heliogábalo,
perverso emperador romano del siglo III, de la dinastía Severa, se entretenía
ahogando a sus víctimas, escogidas entre sus amigos, sumergiéndoles entre rosas
y violetas, entre sus pétalos y tallos de espinas. Era un degenerado, pero no
podemos negarle cierta originalidad en su manera de matar. Aburrido, rimaba con
su lira el maldito verbo, yo mato, tú matas, él mata, con el que hemos iniciado
estos comentarios.

Lawrence Alma-Tadema. Las rosas de Heliogábalo 

Enrique López Viejo (Valladolid, 1958) es licenciado en Historia Antigua
y Geografía por la Universidad de Valladolid. Cursó también estudios de
Ciencias de la Información en Bellaterra (Barcelona) y ha ejercido como
docente, profesión que abandonó para emprender negocios privados que le
llevaron a Mallorca, donde reside. Es el autor de Tres rusos muy rusos.
Herzen, Bakunin y Kropotkin
(Melusina, 2008) Pierre Drieu la Rochelle.
El aciago seductor
(Melusina, 2009) y La Vida crápula de Maurice Sachs
(Melusina, 2012).