ENRIQUE
LÓPEZ VIEJO

En
la vereda junto al río se yerguen los chopos desnudos, sin hojas, chopos
plateados sobre su manto de hojas caídas escarchadas aún por la helada nocturna.
El cauce del río subido, muy subido, anegando en parte a estos enhiestos
chopos, algunos sumergidos en unas aguas verdes, de un verde tan oscuro que
parece marrón, como el pardo de los páramos que se abren en el horizonte
inmediato, llanuras y leves valles, cerros, oteros.

Las
altas mesetas. Trigo, brezos y rocas al norte, las sierras del Duero, pinares
al este y sur. Estepa castellana. Frío en el rostro y en las formas. Un frío
que realmente todavía no ha llegado, pero que sus nieblas se instalaron al
final del otoño y cuya presencia ha sido absoluta en las dos últimas semanas.
Unas nieblas que no había vivido en los últimos años, primero porque no fueron
pertinaces como la de este año y por parecer había una renuncia de éstas a
instalarse en las ciudades, enemigas de su monóxido de carbono o lo que sea,
las nieblas parecían haber soportado los embites de las chimeneas de casas e
indusrias, pero no del humo de los coches. Las nieblas tiendes a desaparecer
dice, pero lo cierto es que este año han vuelto con omnímoda presencia.
Este
es un año de nieblas, como hay años de nieves. La nieve es optimista, la niebla
su contrario. Pero para los que vivimos en climas tan amables como los de las
islas mediterráneas, donde siempre luce un sol generalmente apacible, el verse
inmerso en nieblas y no ver la luz del sol es una verdadera delicia. Un placer
entre nieblas, incluso estando entre tinieblas, juego de palabras con su
espíritu cursi y tenebroso. Tinieblas, luego podemos hablar de ellas. De
momento, la niebla. Esta niebla que nada tiene que ver con la niebla
dickensiana de las bulliciosas ciudades de ladrillo y acero. Valladolid pudo
ser Capital del Imperio cuando no se ponía el Sol, pero no era, no es, Londres
o el Nueva York del Alienista. En Valladolid es una niebla de Gregorio
Hernández, trentina, del XVII, real, recia, severa, pertinente con sus cielos,
con su valle entre tres ríos y coronada por los cerros que se elevan por encima
de las llanuras del páramo. Una tierra antigua, mil siglos roturada por hombres
y ovinos. El Pisuerga pasa por Valladolid y como nadie es testigo de estas
nieblas que él mismo conduce desde los Picos de Europa hasta el Duero, para hacer
río al que escasamente lo es antes.
Entre
nieblas. La niebla es asunto serio en estas tierras. Niebla pertinaz. Grises
muy grises. Todos los grises, claros y plúmbeos. Impávidos como su propio color
que no es. El gris se conoce a sí mismo, sabe que no es un color, pero que se presenta
con la fuerza de una dama poderosa que frente a ti, sentada con brazos y
piernas cruzados observa tu debilidad o tu tristeza. He visto nieblas glaciares
y patagónicas inmensas, nieblas en las Green Mountains y en el Colorado,
tremendas. Pero ninguna como las de esta ciudad castellana donde paso estos
meses sin luz solar. Por mi elección. No quiero ver el Sol. También raro en
esto. Todo enfermo quiere ver la luz del Sol salir, y que los días sean radiantes
y  atenúen sus sufrimientos, pero yo no.
Adoro estos días grises que parece que ni despertasen. Como que el tiempo fuese
más lento, días de cámara lenta. Silenciosos. (Era la película Días del Cielo
donde hasta los incendios eran lentos, eran Néstor Almendros con su cámara y
Malick con su locura.)
Nosotros,
en esta ciudad de santos polícromos, tenemos las nieblas de Thomas Hardy, las
nieblas polacas, como la figura de Jude del novelista inglés, como cualquier
relato de la estepa polaca, tenemos una niebla muy sielnciosa, contundente y
nada parecido a esa niebla de crema de guisantes que dicen, que por más que sea
una verdura, me resulta un calificativo almibarado. Nuestra niebla castellana
es rotunda y rigurosa en su presencia, sin devaneos ni pretendidos encantos
nórdicos. No hay duendes en las nieblas de esta región.

Unas
nieblas que más al norte, en las tierras burgalesas, aún más altas las mesetas,
surgen de los sierras que estriban los Picos Nevados, figurando verdaderas
fumarolas sobre sus erosionadas cumbres. Nieblas que ya se funden con las nubes
cantábricas siempre presentes llegadas de remotas latitudes, llegando de todas
partes por el inmenso Atlántico. La niebla de Valladolid es baja, las de
Burgos, Palencia y León son altas y también muy poderosas. Pero la niebla más
niebla es la de Valladolid.
Enrique López Viejo (Valladolid, 1958-Madrid 2016). Es el autor
de  Tres rusos muy rusos. Herzen, Bakunin y Kropotkin (Melusina,
2008) Pierre Drieu la Rochelle. El aciago seductor (Melusina,
2009) y La Vida crápula de Maurice Sachs (Melusina, 2012),
Francisco Iturrino, memoria y semblanza y La culpa fue de Baudelaire (El
Desvelo, 2015).