LUCAS DAMIÁN CORTIANA 

I

No sabía qué esperar de una
aerolínea llamada Láser ni del trecho final, más allá de las obviedades: un
vuelo de cabotaje, una hora bancando la ansiedad de llegar, nada de snacks ni
café, los celulares seguirían apagados y el equipaje de mano un poco más pesado
con cada kilómetro que se avanza. 

El trecho Caracas-Pampatar no amerita
demasiados lujos ni asientos confortables ni muñequitas aeromozas. En el caso
de que hubiese entretenimiento a bordo, los minutos previos a despegar, los
minutos previos a aterrizar, las sombras chinescas que ensayan las azafatas
bajo el mote de “demostración sobre la localización y uso de Salidas de
Emergencia, Chalecos Salvavidas, Máscaras de Oxígeno y Cinturones de
Seguridad”, no permiten a uno más que un par de canciones, con suerte, de latin
jazz o música para ascensores. Nada increíblemente bueno ni nada especialmente
malo sucede, nada que sea particularmente recordable como anécdota de
sobremesa. Sólo que siempre hay una sospecha que ronda de neurona en neurona,
generando una sinapsis primitiva que nos hace creer que todo va a estar mal.
Ese pensamiento es un mecanismo de defensa pseudo troglodita que nos dice:
“tenés dos piernas, quedate en tierra firme”. Sucede básicamente cuando uno
empieza a paranoiquearse, ve fantasmas en el espejo del baño, revisa el
pasaporte a cada instante, chequea el ticket, cambia de lugar los dólares (de
la billetera a las medias, de las medias al bóxer) y esquiva la mirada de los
pastores alemanes busca coca y del cana que los chumba detrás de la correa. Entonces
lo veo llegar. Es un tubo blanquiverde equivalente a una pasta dental
estrujada. Chirridos, humo de fumigar, calcos despegados y todo lo que uno no
quiere ver o escuchar en un avión. Y adentro no es mejor. Hace calor, hay
humedad, la temperatura no coopera y la gente menos. Quienes hacen este
trayecto regularmente (venezolanos vacacionando a Margarita, tan común como
porteños a Mar del Plata) lo detestan y lo demuestran a fuerza de caripelas, comentarios
rencorosos, empujones indisimulados y axilas sudorosas apoyadas en plena nariz.
Falta un pibito insoportable, una nena llorona y malcriada y estamos listos.
Ah, ahí están…

II
Dicen que el veinticinco por
ciento de la población teme a volar, lo cual es muchísimo y más si cuento
velozmente cuántos somos en este avión. Estoy justo a la mitad, junto al
pasillo, aunque debería estar junto a la ventanilla, pero a mi esposa le gusta
eso de ver la ciudad empequeñeciéndose a medida que se toma altura. Si estoy a
la mitad, pienso que los del pasillo hacia allá no tienen miedo a volar, se los
ve bastante conversadores y confiados, como aquellos despreciables que todo en
la vida les sonríe. Un grupo de chicas parece más preocupada por tomar buenas
selfies y acomodarse el cabello que de un posible desperfecto técnico; otros
dos señores hablan de negocios que habrá que hacer a la vuelta de las
vacaciones y no tanto de si una tormenta eléctrica puede llegar a azotarnos en
medio del mar caribe y aquella pareja de por allí acusa luna de miel en sus
besitos lascivos pero tiernos, en cuyo caso sus preocupaciones estarán en el
día a día de su regreso a casa, cuando sean Señor y Señora y no estos dos
tortolitos recién casados.
Por lo tanto, los del
veinticinco por ciento estamos de este lado del pasillo. Pienso en cuántos
serán primerizos en esto de viajar con alas, observo cuáles creo que tendrán
ansiedad y cuántos están solos. Mi esposa me ofrece agua y me pregunta si me
siento bien. Le digo que sí, sin embargo insiste en consultar por mi estado, lo
que parece ser un indicio de que algo ha perdido  su estabilidad, en este caso, mi sosiego.
Sabe que los itinerarios son mi debilidad y demanda un repaso de lo
planificado. Por un momento caigo en la trampa, me olvido de morir en una
catástrofe aérea y verifico en voz alta: “en Playa El Agua tomamos sol, nadamos
como delfines desde el amanecer hasta el anochecer, hasta que se formen en los
dedos esas arruguitas incómodas; pausas sólo para tomar jugos exprimidos y
cervezas, ir a buscar al hotel camarones y parguitos y caminar descalzos antes
de dormir con el agüita que roza los pies vergonzosa y se mete de vuelta al
mar. Las excursiones que ya hablamos, a menos que una propuesta más que
interesante se presente, serán las de conocer las islas: Los Frailes para
bucear, Isla de Coche para relax y Cubagua para recordar cuando éramos niños.
Sí, habrá uno o dos días para hacer shopping y no olvidemos que hay un par de
castillos en la ciudad que leí que son muy bonitos”.
Dicen que el veinticinco por
ciento de la población que teme volar no tiene miedo a los aviones en realidad,
sino a la pérdida de control, al temor de no ser capaces de afrontar el vuelo y
hacer el ridículo frente a los demás. En la superficial percepción de los
rostros no es tan sencillo definir cuál es la proveniencia de los temores ni
mucho menos la de sus talantes. Ni siquiera puedo clasificar a ciencia exacta
de dónde surgen los míos, si en el avión modesto, en la precariedad de mis
humores (negro, de perros, de mil diablos, de porquería) o en la vana
superstición (¿es mi vuelo número doce o trece?). No lo sé.
Ahora mismo, cuando los
pasajeros están todos abrochados al asiento y el avión se mueve y se mueve a su
vez el cielo como un ánima apacible, la azafata bosteza y se suena las
vértebras con un movimiento certero. Hay un vaso cerca con alguna gaseosa cola
que bebe con impostada delicadeza casi como si estuviera filmando un comercial.
Otra azafata le dice al oído algo que la hace reír. Creo percibir una mirada y
trato de adivinar su conversación, algo así como “mira aquel tonto, ¿no te da
lástima?” Pero después pienso que no, que deben estar hablando de algún novio
en tierra o de alguna incomodidad de ropa interior o del perfume que compraron
en el duty free. Entonces sí, el avión despega en ruidosa maniobra y en
tumultuoso ejercicio, tan inquieto y agitado que por arte de igualación
matemática me duermo apacible en al aire y creo posible que las aves también
puedan dormir sonámbulas en pleno vuelo.   
 Lucas
Damián Cortiana
(Chivilcoy,
Argentina, 1983) es poeta y escritor. Ha colaborado en diversos medios y
publicado en diversas antologías. En la página de Facebook 
“Rata Carmelito” pueden encontrarse retales de su
poesía y su locura.