Ernesto
Dulbert Iriarte no fue un escritor común y corriente, de esos que debaten
largas horas en mesas de café con sus colegas sobre la política del país o
sobre dilemas semánticos; no fue un hombre dispuesto a ataviarse con traje y
corbata para recibir premios sino más bien a declinarlos en jeans y remera; no
contestaba a las invitaciones presidenciales por acercarse a la Casa Rosada a
dialogar con el dirigente de turno con
la reputación bien ganada de agudo pensador y ágil orador y si lo hacía, como
con Héctor José Cámpora en 1973, se explicaba muy cordialmente que “mi casa
está infestada de ratas, Sr. Presidente de la Nación. Sabrá comprender que en
este momento, mis gatos y yo estamos en el frente de batalla las veinticuatro
horas del día, sólo descansando brevemente a tomar leche y vino, según el caso
que corresponda a cada uno. Cuando esta escaramuza termine estaremos
posiblemente muy felices, muy agotados o muy vencidos y sin el vigor que usted y
yo desearíamos para sentarme en su despacho. Casi con certeza tendré un olor
tan repugnante a sangre de roedor y transpiración de pantera que deseará no
haber convocado a una reunión de modales exquisitos a un salvaje que al final
del día no es ni tan listo ni tan bonito ser humano”. Ernesto fue, muchas veces, dentro de la literatura
argentina, un agradable inconveniente, un personaje caricaturesco y hasta un
pervertido inofensivo. “Todo es sangre” decía, “no entiendo la vida y no
concibo a la literatura sin ese ingrediente o sin ese exceso. De sangre, vale
decir, de vida.” Sangre. De rata muerta, de gato herido o de hombre, Ernesto
nunca supo cuál valía más.
Hueyorón por el 1935, antes de posar sus dedos inquietos en una máquina de
escribir, encontró en las armas de fuego un raro placer, que en la mayoría de
los casos supo ser lisa y llanamente masoquismo. Una mañana, con sólo seis años
de edad, robó la escopeta de su padre para disparar a los patos de la cañada
cercana a su hogar y accidentalmente se voló el dedo pulgar de la mano derecha.
Por miedo al castigo no advirtió a sus padres del desafortunado suceso sino
hasta el día siguiente cuando obligadamente tuvo que mostrarle sus otros nueve
dedos rojos de sangre seca a su madre que insistía en saber si se había lavado
las manos para comer. “Un escritor que necesita en igual medida de los dedos
como de las ideas no puede llamarse escritor, ni siquiera puede llamarse
cazador” sentenció en una entrevista al diario “El País” antes de contar que el
lugar de su pulgar había sido reemplazo por un broche para colgar ropa o en
este caso, para pulsar la barra espaciadora de su Underwood. “No conocí las
teclas de la máquina de escribir de otro color más que de rojo. Siempre las
golpeé muy fuerte, por lo que no era raro que mi muñón sangrara mientras
escribía. Y si no era yo, era alguna paloma que alguno de mis gatos traía y me
ofrendaba justo entre mis papeles, una linda paloma degollada o con la panza
abierta de un zarpazo. El cuento “Roja Argentina, caliente báratro” lo escribí
entre sábanas manchadas, la noche que intenté suicidarme”. Tal vez Cámpora no
lo entendió, no podía pretenderse siquiera que la sociedad argentina que se
encaminaba a una más encarnizada que larga dictadura comprendiera su relación
con la sangre sin pensar que se trataba de algo enfermizo o demoníaco o
demencial; pero Ernesto disfrutaba de un idilio, una ligazón mística, y es
posible que se encontrara una rendija existencial en aquella frase de José
Martí que pronunciaba que “los grandes derechos no se compran con lágrimas,
sino con sangre”, porque en el caso de Dulbert Iriarte su sangre compraba
siempre más y más sangre.
amigo del periodista Robinson Pouierres con quien compartía su gusto por las
armas, la Hesperidina y claro está, las letras. Fue Pouierres quien atendió el
extraño llamado de Dulbert Iriarte la noche fatídica de 1988 donde se escuchaba
la voz del enigmático escritor argentino en una grabación de mala calidad,
repitiendo como loro al Nietzsche de Zaratustra, “quien escribe con sangre, y
escribe sentencias, ha de ser no leído, sino aprendido de memoria”, a sabiendas
que él, que escribió con sangre, tan literalmente que cada ejemplar de lo que
sería su último libro traería como souvenir un señalador con gotas de su sangre
impresa, nunca sería reconocido ni admirado por el gran público, en esa
búsqueda por ser un genio del auto boicot y las extremas campañas publicitarias.
Fue Pouierres el que fotografió su cuerpo muerto de un balazo dado en la sien,
ensangrentado los zapatos de sangre de ratas, en una batalla que según parecía
aún mantenía, sus gatos cargando en sus bocas a la plaga convertida en
cadáveres, ensangrentadas las paredes, aunque luego las pericias confirmaran
que se trataba del tónico hecho a partir de cáscaras maceradas de naranjas que
tanto le gustaban a Dulbert Iriarte, ensangrentado todo menos el bigote,
raramente cubierto de leche, como si a última hora le correspondiera a él tomar
ese trago y divorciarse del alcohol.
primer día en que Ernesto puso nueve dedos y un broche pulgar en la máquina de
escribir planteó la duda de cuáles son los límites entre la literatura y la
vida, entre la literatura y la muerte, entre la literatura y las ratas. Cuando
un periodista del “”New York Timeless” lo consultó sobre sus hábitos de
escritor, Ernesto dijo no tener ninguno. El periodista, incrédulo ante la
respuesta del prolífico escritor, insistió en compartir algunos días con él
para observar su manera de trabajar. El periodista que hasta ese momento se
alojaba en un hotel prolijo y limpio de la ciudad, debió mudarse a la casa de Ernesto
que vaya uno a saber por qué motivo, siempre contaba con una legión de enemigos
que iban y venían entre tramperas con queso y veneno dispuestos en las entradas
de las habitaciones. Dulbert Iriarte se levantaba cerca de las seis de la
mañana, recogía los cuerpos de las ratas y llamaba a su amigo Pouierres para
desayunar con Hesperidina o vino, dependiendo de los ánimos. Ernesto llevaba
consigo una libreta en el bolsillo de la camisa en la que tomaba anotaciones o
realizaba observaciones. Luego de alguna charla sobre chismes del pueblo y
antes de un almuerzo que generalmente disponía de mucha carne, mucho caldo y
mucha sal, ambos amigos competían a tiros con sus escopetas a botellas vacías o
a ratas del tamaño de un perro que caminaban por los tirantes de la casa. Las
tardes pasaban entre siestas, alguna escritura esporádica y una visita a la
ciudad a comprar veneno y otras provisiones que nunca superaban la prioridad
que suponía el exterminio. El periodista norteamericano no aguantó más que tres
días esa extraña manera de vivir. De vuelta a Estados Unidos escribió una nota
demoledora en el periódico que Ernesto leyó y dicen que ese fue el principio
del fin. Unos años después del suicidio de Dulbert Iriarte, Pouierres invitó a
aquel periodista a visitar la casa del
escritor. Comentan que el reportero lloró al ver las decenas de plantas de
naranja que habían crecido inexplicablemente y el pasto del jardín donde
Ernesto dormía sus siestas entre ratas y botellas rotas, cubierto por
redondeadas frutas aloques y azafranadas. Cuando Pouierres le preguntó qué
sucedía, el periodista le respondió que había recordado repentinamente a Mijaíl
Bulgákov: “Hace mucho que la sangre empapa la tierra. Y allí donde se ha
vertido, crecen racimos de uvas.” En la casa de Dulbert Iriarte creció buena
literatura y nadie duda que con aquellas naranjas se pueda hacer la buena
Hesperidina que él disfrutaba cada mañana entre disparo y disparo, entre sangre
de rata, sangre de gato o sangre de hombre, la que él nunca quiso discriminar.
1983) es poeta y escritor. Ha colaborado en diversos medios y publicado en
diversas antologías y ha obtenido primer premio «Pluma de Plata» en
el certamen de poesía organizado por SADE. En la página
de Facebook “Rata Carmelito” pueden encontrarse retales de su
poesía.