ENRIQUE
LÓPEZ VIEJO
LÓPEZ VIEJO
Cirros y
altocúmulos. Cúmulos blancos y nimbos oscuros. A todos los lleva el
viento, cada uno en su altura, unos
rápidos, otros lentos. No recuerdo bien ahora si era De Quincey o Baudelaire,
quien decía algo así como que el opiómano mide la inmensidad del cielo por la
altura de las nubes. Era de Quincey quien amaba los largos inviernos, que
esperaba con ansia la llegada de las oscuras nubes que traían el largo invierno
a los páramos y montes que rodeaban a su cabaña junto al lago, en la que vivía
con sus cinco mil libros. Leer y pensar. Qué buen invierno. (Sí sé por qué este
autor vuelve y revuelve a mis escritos.)
Estratos,
nubes altas, muy altas, masas de nubes en la bóveda tormentosa sobre nuestras
cabezas. Unas están a kilómetros de distancia en el cielo, arriba, a dos, tres,
cinco mil metros y más. No lo sé y me da igual. Otras están justo encima,
tenebrosamente, cargadas de agua, observándote. Me gustan las nubes todas, me
gusta como visten el cielo y transforman el tiempo. Verlas llegar, tenerlas en
el horizonte, presentarse desafiantes, ponerse encima de mi cabeza. Amenazantes,
sean de denso algodón, sean marengos o turquís. Me gustan todas las nubes,
incluso la más negra y tremebunda, la gota fría, el tornado, verme sumido en la
lúgubre oscuridad sobrevenida, en la plena estampida de lluvia y vientos giróvagos.
Como ahora, que los truenos y relámpagos no tardarán en iluminar los cielos,
este cielo oscuro que tengo encima y que respiro con cierto ahogo y una
desasosegante ansia.
nubes altas, muy altas, masas de nubes en la bóveda tormentosa sobre nuestras
cabezas. Unas están a kilómetros de distancia en el cielo, arriba, a dos, tres,
cinco mil metros y más. No lo sé y me da igual. Otras están justo encima,
tenebrosamente, cargadas de agua, observándote. Me gustan las nubes todas, me
gusta como visten el cielo y transforman el tiempo. Verlas llegar, tenerlas en
el horizonte, presentarse desafiantes, ponerse encima de mi cabeza. Amenazantes,
sean de denso algodón, sean marengos o turquís. Me gustan todas las nubes,
incluso la más negra y tremebunda, la gota fría, el tornado, verme sumido en la
lúgubre oscuridad sobrevenida, en la plena estampida de lluvia y vientos giróvagos.
Como ahora, que los truenos y relámpagos no tardarán en iluminar los cielos,
este cielo oscuro que tengo encima y que respiro con cierto ahogo y una
desasosegante ansia.
Nubes
barrocas y rococó, nubes románticas. Las celeste, las azul coeli, las azul cosmos. Las nubes rosas con un sol de poniente, las
perla sin sol, hijas del amanecer. Los cúmulos que se alejan rápidos
arrastrados por el viento del norte. Las que, más cercanas, se envuelven unas en
otras, las que como algodones se entremezclan; los cirros y estratocúmulos jaspeados
en lo más alto rasgándose como sedas en la inmensidad inalcanzable. Las que son
blanco puro, algodón, las que brillan casi, las que no; las marengo, las
cobalto, las plúmbeas, las tintadas por el alba, el orto, las que apaga el
ocaso, cuando se convierten en pantallas de horizontes lejanos, de horizontes
de grandeza, perdidos, o todos esos emocionantes panoramas que -como pantallas
de la eternidad- ahora disfruto. A mí me gustan todas, todas las nubes. Soy un
obnubilado.
barrocas y rococó, nubes románticas. Las celeste, las azul coeli, las azul cosmos. Las nubes rosas con un sol de poniente, las
perla sin sol, hijas del amanecer. Los cúmulos que se alejan rápidos
arrastrados por el viento del norte. Las que, más cercanas, se envuelven unas en
otras, las que como algodones se entremezclan; los cirros y estratocúmulos jaspeados
en lo más alto rasgándose como sedas en la inmensidad inalcanzable. Las que son
blanco puro, algodón, las que brillan casi, las que no; las marengo, las
cobalto, las plúmbeas, las tintadas por el alba, el orto, las que apaga el
ocaso, cuando se convierten en pantallas de horizontes lejanos, de horizontes
de grandeza, perdidos, o todos esos emocionantes panoramas que -como pantallas
de la eternidad- ahora disfruto. A mí me gustan todas, todas las nubes. Soy un
obnubilado.
Enrique López Viejo (Valladolid,
1958-Madrid 2016). Es el autor de Tres rusos muy rusos. Herzen, Bakunin y
Kropotkin (Melusina, 2008) Pierre Drieu la Rochelle. El aciago
seductor (Melusina, 2009) y La Vida crápula de Maurice
Sachs (Melusina, 2012), Francisco Iturrino, memoria y semblanza y La culpa
fue de Baudelaire (El Desvelo, 2015)
1958-Madrid 2016). Es el autor de Tres rusos muy rusos. Herzen, Bakunin y
Kropotkin (Melusina, 2008) Pierre Drieu la Rochelle. El aciago
seductor (Melusina, 2009) y La Vida crápula de Maurice
Sachs (Melusina, 2012), Francisco Iturrino, memoria y semblanza y La culpa
fue de Baudelaire (El Desvelo, 2015)
Creo q uno de los mejores relatos. Bravvvvoooo