INTRODUCCIÓN

La caída del Occidente romano es, sin duda, el tema más abordado por la historiografía y uno de los que más atraen la atención general. Si hacemos una búsqueda en la red nos encontraremos con que existen más de cinco millones de entradas que abordan el tema. Y lo abordan de todas las formas imaginables: miles de libros, de artículos científicos, de divulgación y de prensa, de pódcast, páginas web, cómics, películas, series televisivas, novelas históricas y obras de arte se ocupan de la caída de Roma. Es, pues, tarea imposible conocer, o tan siquiera enumerar, el total de trabajos dedicados a la caída del Imperio romano y, por ende, es un ejercicio arriesgado atreverse a afrontar la empresa de tratar de comprender y explicar por qué un imperio tan poderoso y en apariencia tan sólido, se debilitó y cayó en el espacio de la vida promedio de un ser humano: setenta años.

Y es que Roma, y muy en particular su caída, nos fascinan. No es de extrañar, pues hasta la propia palabra imperio, o imperium, remite a ella, a la lengua de Roma. Roma es el patrón, la medida de lo que todos entendemos por imperio. Roma es raíz fuerte y poderosa en la historia y ha condicio- nado y condiciona, el devenir de los pueblos de Europa, del norte de África, de Oriente Próximo y, a través de la colonización europea, de América y Oceanía, alzándose siempre como modelo, obsesión diría yo, al que siempre se aspira a imitar en mayor o menor medida. Baste aquí con señalar como ejemplos visibles de emulación imperial, el Capitolio de Washington, el Arco de Triunfo de París o los títulos imperiales que se dieron los emperadores del Sacro Imperio, Alemania, Austria, Rusia o el Imperio turco otomano: káiser, zar y kayser i rum, esto es y en los cuatro primeros casos, «césar» y en el tercero y con más contundencia aún, «césar de los romanos». Del mismo modo, en un eterno e imperial retorno, Carlomagno, Otón I, Mehmet el Conquista- dor, Carlos I de España, Felipe IV, Iván el Terrible, Napoleón, Adolfo Hitler, Mussolini… Todos, de una manera u otra, se creyeron continuadores del Imperio romano y trataron de enlazar con él o de revivirlo. Vendrán otros,no lo duden. O puede que ya estén aquí. ¿Acaso no es la Unión Europea un imperio asimétrico de bajo perfil? ¿O es que acaso no se puede considerar la firma entre Francia y Alemania del Tratado de Aquisgrán en 2019 en la sala de la coronación de su ayuntamiento, como un guiño a uno de los émulos de Roma: el Sacro Imperio Romano Germánico? ¿No será que simplemente hemos cambiado el controvertido término de Imperio por el de Unión?

A lo largo de los últimos veintidós años, me he formado como especia- lista en la época que los historiadores llamamos Antigüedad Tardía o también, Alta Edad Media. Las denominaciones que acabo de utilizar expresan que la época en cuestión es un «territorio disputado» y, por lo tanto, move- dizo y adecuado para el debate historiográfico. Un debate que da continuos frutos. Es por eso que esta obra se ha beneficiado mucho de la investigación más reciente sobre los aspectos políticos, militares, económicos, religiosos, sociales y climáticos del periodo final del imperio, sin duda la época más transformadora y controvertida de cuantas vivió la milenaria Roma. Unos años que se extienden, grosso modo, entre el 250 y el 750, abarcando siglos convulsos plenos de imperios y bárbaros. Mi tesis doctoral, «Bizantinos, sasánidas y musulmanes: el fin del mundo antiguo en Oriente. 565-642», me llevó más de siete años y tras ella he publicado cinco libros sobre la época y más de cincuenta artículos dedicados a distintos aspectos y periodos de la Antigüedad Tardía o Alta Edad Media. Muchos de esos trabajos se centraron en las relaciones y guerras sostenidas entre tres imperios: el Imperio romano de Oriente, el Imperio sasánida y el Imperio árabe. También me han interesado otros imperios de la época como el de la dinastía Tang en China, los imperios de los turcos kok, el de los ávaros, el Imperio gupta de la India o el Imperio tibetano, y creo que eso me ha permitido desarrollar una mirada diferente, un enfoque comparativo y valorativo, si se me permite la expresión y en suma y simplemente, distinto, al que con frecuencia se adopta al abordar la caída del Imperio romano de Occidente.

Y es que en historia la perspectiva es fundamental y la posibilidad de poder comparar, también. Quizá por ello, para mí, la gran pregunta que hay que hacerse a la hora de sopesar la caída de este gran imperio de Occi- dente es la de por qué su «imperio gemelo», la Roma de Oriente, Bizancio, sobrevivió y prosperó a la par que Occidente se hundía y disgregaba.

Lo que el lector encontrará en este libro es un relato a la vez que una reflexión. El relato es con toda probabilidad el que más ha condicionado la historia de Europa y del Occidente, la reflexión quizá nos ayude a to- dos a ser más prudentes y humildes, a valorar más la paz, la estabilidad y la seguridad y, con suerte, a observar con más desconfianza a nuestros gobernantes y a ser más exigentes con nuestras élites.

 

 

«LA SANGRIENTA TEMPESTAD DE LA BATALLA»

Atardecer del 5 de septiembre del 394. Doscientos mil hombres que sirven bajo los estandartes de Roma están a punto de matarse entre sí. Los dos ejércitos romanos, el oriental y el occidental, se hallan separados por las aguas del río Frígido (actual Vipava, en la frontera italoeslovena). Unas aguas que, acudiendo a las palabras de un contemporáneo, pronto «humearán con la sangre»2 de los combatientes, pues está a pun- to de librarse la mayor batalla de todo el periodo.

En efecto, la más significativa y dura batalla librada entre el 350 y el 550, fue la sostenida no entre romanos y bárbaros, sino entre ro- manos y romanos. Pues ni tan siquiera en los Campos Cataláunicos, el 20 de junio del 451, se reunirían ejércitos tan poderosos como los convocados en las orillas del río Frígido.

El combate fue en verdad brutal. Teodosio I (379-395) había reu- nido lo mejor de los ejércitos de Oriente y le había sumado veinte mil federados bárbaros, en su mayor parte godos, pero también alanos y hunos y, en menor medida, íberos del Cáucaso y árabes, hasta sobrepasar la cifra de cien mil efectivos que, tras atravesar el Ilírico y tomar al asalto y por sorpresa los pasos de los Alpes julianos, tenían ahora enfrente a las duras unidades de los ejércitos del Occidente romano congregadas allí por el pagano magister militum Arbogastes y su emperador, el inteligen- te y afable gramático Eugenio. Eran aquellas, las occidentales, tropas aguerridas, pero en su mayor parte bisoñas, así que Arbogastes había tenido el buen tino de disponerlas en excelentes posiciones defensivas situadas tras el cauce del Frígido y consolidarlas con fosos, terraplenes y torres. Unas posiciones que sería una locura atacar. Y Teodosio cometió esa locura. Sin detenerse, tras coronar las alturas y pasar de inmediato de la columna de marcha al combate, su vanguardia, constituida por los veinte mil federados que servían en su ejército y por varios millares de arqueros e infantes ligeros, se precipitó hacia el cauce del Frígido para superarlo y lanzarse al asalto de las inexpugnables posiciones de las tropas de Occidente.

Fue una matanza. Los comandantes de la vanguardia de Teodosio, el godo Gainas y el viejo príncipe íbero caucásico Bacurio, lanzaron una y otra vez a sus tropas de federados bárbaros e infantes ligeros romanos sobre las defensas del ejército de Occidente solo para ver cómo eran deshechas y diezmadas. En efecto, las aguas del Frígido tuvieron que «humear» con la sangre derramada y quedar taponadas por los cadáveres que en ellas queda- ron, pues al cerrarse la noche, diez mil de los veinte mil federados bárbaros de Teodosio se habían dejado ahí la vida mientras trataban de superar las posiciones de las legiones del Occidente romano.

La victoria parecía tan completa que Arbogastes ofreció esa noche a sus hombres un festín en el que se sirvió abundante vino y durante el cual, el augusto de Occidente, Eugenio, entregó condecoraciones y premios a los oficiales y soldados que se habían destacado durante los feroces combates que se acababan de librar.

Mientras, en Ad Pirum, esto es, en el peral en donde Teodosio I ha- bía instalado su cuartel general, el ánimo no estaba para banquetes. Las pérdidas habían sido tan brutales y las posiciones enemigas habían demostrado tal solidez que la mayoría de los generales y consejeros del augusto de Oriente abogaban por aprovechar lo que quedaba de noche para retirarse. Pero Teodosio se negó. Esa misma noche dispuso un nuevo ataque y antes de que la madrugada fuera día, lanzó a sus mejores tropas romanas contra las tropas de Occidente.

Estas fueron cogidas por sorpresa. Muchos estaban borrachos tras el festín, otros dormían ajenos a la muerte que se les echaba encima. Pese a todo, la disciplina y espíritu de combate de las legiones y unidades del Occidente romano quedó evidenciada una vez más en su rápida respuesta y pronto se desencadenó una feroz batalla en toda la línea. Los estandartes de los dos ejércitos romanos, el oriental y el occidental, avanzaron y retro- cedieron alternativamente, mostrando así la dureza de la lucha. Ni siquiera la deserción de algunas unidades occidentales situadas en los flancos quebró la resistencia de la mayoría de los soldados de Arbogastes y Eugenio que continuaron luchando con denuedo y sosteniendo sus líneas.

Mas, entonces, un feroz ataque de los orientales llevó a algunos de ellos a romper la línea enemiga, superar las defensas de las legiones de Occidente y llegar hasta la tienda ocupada por Eugenio, de modo que el augusto, que pasaría a la historia como usurpador, fue capturado y linchado hasta la muerte, antes de que su cuerpo fuera llevado ante Teodosio y decapitado.

 

 

Tremissis del emperador de Occidente Eugenio (reg. 392-394), derrotado de forma decisiva en la sangrienta batalla del río Frígido. 

 

Pronto, la cabeza seccionada de Eugenio fue convenientemente dispuesta sobre una larga lanza. Al ver ondear tan macabro estandarte sobre la punta de un spiculum, los soldados de Occidente se desmoralizaron y comenzaron a entregarse o a huir. Arbogastes, el magister militum de Occidente, de origen franco y tan pagano como cristiano era su recién decapitado emperador, trató de huir, pero acorralado por los hombres de Teodosio, optó por el suicidio.3

Terminaba así la batalla del río Frígido, una batalla destacable tanto por cerrar una época, como por abrir otra, la de la caída del Occidente romano. Pero, ante todo, la batalla del río Frígido es una suerte de belicoso y trágico cuadro que contiene muchos de los elementos que explican el dramático proceso que, ochenta y dos años más tarde, terminaría con la deposición del último augusto occidental.

¿Cuáles fueron esos elementos o causas? En primer lugar, la continua, violenta y creciente inestabilidad política, que minó, literalmente y en mucha mayor medida que las guerras contra los bárbaros, la fortaleza militar romana, a la par que debilitó el poder central frente a los poderes regionales y locales y forzó al límite las finanzas del Imperio; en segundo lugar, la creciente influencia de los altos mandos del ejército sobre los augustos hasta el punto de que estos últimos pasarían a un segundo plano ante el poderío de sus generalísimos; en tercer lugar, el progresivo peso de los bárbaros en los conflictos civiles romanos; en cuarto lugar, la impotencia de los augus- tos y sus administraciones para gestionar y controlar de forma eficaz los territorios y gentes que en teoría dominaban; en quinto lugar, la crecien- te desafección y desconfianza de las élites occidentales hacia un gobierno imperial que, desde el 337 y con suma frecuencia, les fue impuesto desde Oriente; y, en sexto lugar, la ascendente incapacidad del gobierno central para garantizar la seguridad, lo que terminó impulsando a las élites regio- nales y a las comunidades locales a buscarla por su cuenta, bien poniéndose bajo la protección de señores de la guerra romanos, bien situándose bajo el gobierno de jefes bárbaros.

Pero ¿y los cambios sociales? ¿Y la crisis económica? ¿Y el cambio climático? ¿Y la insoportable presión de los bárbaros en las fronteras? ¿Y la perniciosa influencia de un cristianismo que se volvía más y más intransigente? ¿Y el cambio de paradigma político e ideológico? ¿Y los cambios en la producción y el paisaje? ¿Y la corrupción? Sí, todo eso también y, por supuesto, dos centenares o más de causas que podrían sumarse a todo lo anterior y a lo que aquí propondremos.4

La vida tiene la mala costumbre de ser compleja. Y la historia solo es, en esencia, vida. No obstante, aunque son muchas las causas que participan en el devenir de cualquier proceso humano, desde una simple decisión o acción personal a la complicada interacción de los múl- tiples elementos que participan de una sociedad o de una construcción estatal, lo cierto es que solo una o unas pocas de ellas poseen el peso o el impacto necesarios para alterar significativa o irremediablemente, el destino de algo tan grande como una estructura imperial. Y si hubo una estructura imperial grande y sólida, esa fue la romana.

Ahora bien, todos los modelos explicativos, todas las tesis sostenidas sobre la decadencia y caída de Roma, engloban un gravísimo problema: la supervivencia de la parte oriental del Imperio. Y es que el Imperio romano sobrevivió en Oriente por otros mil años y, como mostraremos a su debido tiempo, en el siglo V comenzó a experimentar una notable estabilidad interna, continuó con su virtuoso ciclo de crecimiento demográfico y económico iniciado a finales del siglo III, afrontó con éxito una profunda reforma militar que le permitió volver a ejercer su hegemonía en todo el Mediterráneo frente a los estados bárbaros y logró un mejor y mayor dominio sobre sus élites regionales y locales, otorgando al augusto y a su administración un mayor control sobre los recursos del Imperio. Pero ¿por qué Oriente superó la crisis iniciada tras la derrota romana en Adrianópolis y reapareció como potencia hegemónica en la segunda mitad del siglo V? Y lo que es más, ¿cómo se explica la imparable expansión del Imperio romano de Oriente en la primera mitad del siglo VI? El cambio climático, la conflictividad social y religiosa, los problemas de relación entre el centro y la periferia, la presión bárbara… Todas esas circunstancias también las sufrió Oriente en el 395 y/o en el 450 y, sin embargo, Oriente pervivió, se renovó, se fortaleció y, a partir del 533, se expandió, mientras que Occidente se debilitó, fraccionó y desapareció.

Por lo tanto, cualquier causa, cualquier explicación, cualquier respuesta a la pregunta de por qué Roma cayó en el siglo V, debe de tener en cuenta por qué la parte del Imperio capitaneada por Constantinopla, la segunda Roma, no solo sobrevivió, sino que prosperó.

NOTAS

  1. Claudio Claudiano, Panegírico al tercer consulado de Honorio, 75-80.
  2. Ibid., 95-100.
  3. Ibid., 85-105; Zósimo, Nueva historia, IV, 53-58; Orosio, Historias,VII, 35.1-22; Eunapio de Sardes, Historia, frag. 60, en Blockley,
    R. C., 1983; Sozómenos, Historia eclesiástica, VII, 22-24 y Sócrates Escolástico, Historia eclesiástica, V, 25, en Migne, J. P., 1864, vol. 67; Teodoreto de Ciro, Historia eclesiástica, V, 24, en Migne, J. P., 1860, vol. 80, t. III; Filostorgio, Historia eclesiástica, XI, 2, en Amidon,
    Ph. R., 2007; Crónica gala a. D. 395, en Mommsen, Th., 1982; Crónica del conde Marcelino a. D 394, en Croke, B., 1995; Juan Zonarás XIII, 18, en Grigoriadis, I., 1995; Jordanes, Getica, XXIX, 145; Rodríguez González, J., 2005, 201-202; Ferrill, A., 1989, 72- 76; Soto Chica, J., 2020b, 135-139.
  4. Para obtener más información sobre las más de doscientas causas que se han aducido para la caída de Roma, vid. Goldsworthy, A., 2009, 31-32.

 

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José Soto Chica fue militar profesional. Es doctor en Historia Medieval por la Universidad de Granada, profesor contratado doctor e investigador del Centro de Estudios Bizantinos de Granada. Es autor de más de cincuenta artículos y capítulos de libro en obras especializadas y ha publicado seis libros de historia, entre los que destacan Imperios y bárbaros. La guerra en la Edad Oscura y Los visigodos. Hijos de un dios furioso. También es autor de novela histórica y recibió el Premio Edhasa 2021 por El dios que habita la espada.