MALCOLM
LARDER


Como lector de biografías, creo
que dentro de este género hay principalmente dos tipos, una el de las
biografías autorizadas que se escriben en colaboración con el biografiado, y
suelen ser ricas en documentos raros, valiosos recuerdos, chismes y que a
cambio de estos regalos el biografiado consigue la absolución y el libro se
convierte en una hagiografía…, y las biografías todoterreno, en la que el
biógrafo debe tratar de reconstruir la vida del biografiado contra «viento
y marea», como se dice en castellano que es el caso de esta obra sobre la
fotógrafa norteamericana Diana Arbus (1931-1971) escrita por la periodista
Patricia Bosworth y de la que hay edición en español.

Compruebo también en la red que
no es la primera biografía que escribe la antigua periodista Patricia Bosworth,
pues hay una sobre el actor Montgomery Clift por lo que deduzco que a Bosworth
le atraen el destino de cierto tipo de gente que lo tiene todo para ser felices
y, sin embargo, terminan mal, como fue el caso de Diana Arbus que el 28 de
julio 1971 se suicidó cortándose las venas en la bañera en la que se había
sumergida vestida. Como toda explicación de su gesto, dejó una entrada en su
diario y una nota a un amigo que éste nunca quiso enseñar a nadie.

El suicidio de Arbus fue el final
de la tragedia de una vida que empieza como un cuento de hadas y, tras brillar
con esa luz que despiden las personas especiales, la ayudó a convertirse en el
símbolo involuntario de una época y una forma de vida.

Pero si hablamos de su valor
artístico diremos que Diana Arbus tuvo un talento adelantado para su tiempo y
que supo sacar a la superficie el malestar de la sociedad del bienestar. Por
eso esta biografía nos cuenta muchas mas cosas que el trabajo fotográfico de
Diana. Lo curioso es que biógrafa y biografiada se conocían, pues cuando tenía
dieciocho años, Patricia trabajó para Diane como modelo y se entendió bien con
ella. Ya sabemos que cuando alguien decide emplear años de su vida en
investigar y escribir sobre la vida de otra persona debe sentir cierta empatía
con ella, lo cual parece que eso fue lo que ocurrió aquí ya que incluso
Patricia la siguió viendo después de convertirse en periodista y admiraba el
trabajo de Diana.

Diana cuando tenía 15 años

Para
su trabajo Bosworth no contó con la ayuda de la familia, salvo el de un hermano
de Arbus, el poeta y premio Pulitzer Nemerov Howard. Y tal vez por ello,
Patricia entrevistó a una gran cantidad de testigos y que en el libro conforman
un rompecabezas fascinante del mundo de Arbus y la Nueva York de los años
sesenta convertida en la capital cultural de cualquier posible movimiento
artístico. La lista es larga, pero entre otros desfilan Richard Avedon, Saul
Bellow, Stokely Carmichael, Emile De Antonio, Eileen Ford, Robert Rauschenberg,
Germaine Greer, Twiggy, Jane Fonda

Diana
Nemerov nació en una familia rica, de origen judío. Su progenitor era un
empresario y buen padre que estaba enamorado de su mujer, una heredera de una
rica familia judía de comerciantes de Manhattan, con tienda en la Quinta
Avenida. Por ello no se puede decir que el malestar de Arbus tuvo origen en una
familia desestructurada.

Diana
creció en una casa grande entre niñeras e institutrices. Hipersensible, su
primer tropiezo con el abismo se produce cuando la niñera le prohíbe explorar
ciertos barrios que descubre camino de Central Park. Su sentimiento de ser una
niña demasiado bien, una privilegiada, la empuja lenta pero irresistiblemente
hacia la curiosidad y el amor a lo distinto, así como el reto de aceptar todo
lo que es desagradable, peculiar e inquietante.

Diana y su marido en 1951. Foto de Frances McLaughlin-Gill

Poco a poco se aleja de la
familia. Casada más tarde con Allan Arbus, comparte con él una temporada en la
que los dos son fotógrafos de moda. Trabajan para las revistas, moviéndose en
un mundo competitivo y glamouroso. El matrimonio supera frustraciones y
depresiones, que Allan combate con el clarinete y Diane con el silencio. Se
separan en 1959. Entonces estalla la enfermedad secreta de Diana, esa
fascinación por lo monstruoso: el transexual con rulos y toallas en la mano,
los nudistas en zapatillas frente al televisor, los gigantes y enanos, los
obesos exhibicionistas. Arbus construye sus fotos y vive con sus modelos, que
también son sus cómplices y el exorcismo a su miedo, que tal vez no sea otro
que terminar con un trauma igual al de ellos. Cada vez más asustada, Diane
continúa su descenso a los infiernos. Utiliza la cámara como un medio de
seducción, como un pasaporte hacia lo prohibido. Se enamora de un amigo que
está felizmente casado y, entretanto, practica la promiscuidad con hombres y
mujeres, sanos y enfermos, enanos y parejas nudistas. No cabe duda que Arbus se
sentía a gusto entre los monstruos que fotografió. En el fondo, para ella era
igual que ir con la misma emoción cuando iba al circo en Coney Island de joven.

Arbus puede haber sentido una
enorme empatía con la gente que fotografió, pero ella no formaba parte de ellas
por mucho que se identificaba con su condición de forasteros en este mundo.
Ella tenía sus propios problemas, pero eran de un orden diferente. La obra que
dejó atrás sigue siendo poderosa, no sólo por su belleza formal o su visión
cruda, sino porque hace preguntas al espectador sobre los límites de la mirada.

Cuando miramos una fotografía de
Arbus, no podemos dejar de sentir que somos unos voyeurs, a pesar de que sus
temas están ligados a un tiempo y un lugar que ha desaparecido. Un sentimiento
de complicidad – la suya y la nuestra – se encuentra en el corazón mismo de
esas imágenes que nos mantienen en su dominio incluso cuando nuestros mejores
instintos nos dicen que debemos mirar hacia otro lado.

Diana en Central Park, abril de 1967. Foto de John Gossage