Malaparte. Dibujo de Flavio Costantini
Los libros del escritor italiano Curzio Malaparte (Prato 1898-Roma 1957), cuyo nombre era Kurt Erich Suckert, nunca han desaparecido de las estanterías
de las librerías. Kaputt y La piel, sus dos obras más conocidas,
tuvieron en España una temprana traducción y bastante difusión en los años
cincuenta del siglo pasado. No se puede
negar que el toscano Malaparte fue un escritor de grandes dotes, efectista,
claro y que supo dar en la diana cuando nos contó el horror y el
espanto de la segunda guerra mundial en la retaguardia. Un escritor cuya
ambigüedad política le permitió sortear la censura de la España franquista con
más o menos acierto. Luego, tras su temprana desaparición, dejó de ser un autor de masas. Desde luego la muerte no ayuda a ningún escritor a mantenerse en el candelero y, menos aún, a un excelente propagandista de su obra como fue Malaparte. Ya no podía promocionar sus libros, aunque fuera con alguna fanfarronada típica de él o una idea más o menos brillante. ¿O no se le ocurrió recorrer los Estados Unidos en bicicleta patrocinado por la Coca Cola para darse a conocer? En los años sesenta, su fama empezó a decaer. Pasó
de moda y las aduanas ideológicas dominaban las fronteras literarias sin abrir
los libros para saber qué había dentro de cada obra antes de condenarlos al olvido. Sin
embargo, la obra malapartiana venció prejuicios injustos y se siguió reeditando. 
Por eso, toda biografía Malapartiana (y las hay variadas y en distintas
lenguas) viene un poco a iluminar una posición determinada de este autor de
vida camaleónica, y que otros biógrafos suyos ven como la quintaesencia del italiano, el arcitaliano. La última en aparecer la ha escrito, y bien, Maurizio Serra, un
diplomático italiano afincado en París, y especialista en figuras y época de
las entreguerras del siglo anterior. Serra ha ido desbrozando el terreno de
hierbas y hierbajos para enseñarnos el verdadero camino malapartiano, no tanto
lo que no se sabía sobre Malaparte, como encajarlo en su época para entenderle
mejor. Tal vez por eso su libro lleva por subtítulo Vidas y leyendas, pues si en algo abundó este escritor fue en lo
uno y lo otro.
Malaparte en los años cincuenta

¿Quién fue entonces Malaparte?
De entrada un devoto de la fuerza, acorde a esa línea de pensamiento de comienzos
del siglo XX influenciada por Nietsche, Sorel y compañía, y que le catapulta
como voluntario en la primera guerra mundial. La guerra, higiene del mundo que
diría el fundador del futurismo, Marinetti, le atrajo  lo mismo que a otros
hombres de letras y artes, como Jünger o Apollinaire. Mas la guerra
de trincheras se convirtió pronto una carnicería donde la única higiene permitida
es la de quitarse los piojos mientras se sobrevivía hundido en el fango y amenazado por los gases enemigos que tanto daño hicieron a los pulmones de Malaparte en el frente
francés. Además, el horizonte de alambradas presagia el salto hacia la muerte bajo el fuego
enemigo cuando llegue la orden de ataque.
Cuando regresa a casa, el antiguo combatiente de la trincheras es un
hombre que ha sobrevivido gracias a la suerte y su fuerza.
Mira a su alrededor y ve una sociedad débil y enferma. Sólo basta dar un empujón
para cambiarla. De las ideas se ocupan los diversos totalitarismos que nacen y
se desarrollan con el amanecer del siglo. Malaparte se adhiere al fascismo revolucionario de la primera hora y en
él seguirá hasta que el régimen se ablanda sin conseguir las ansiadas recompensas
en el campo de la diplomacia o la prensa.
Malaparte en los años treinta

Ya en los años treinta juega a un paso hacia delante y dos atrás. Niño mimado
del régimen, le consienten cosas que a otros les costaría la cárcel. Él lo
pagará con el destierro, leve. Es un buen periodista y ha escrito algunos libros de éxito de los que “Técnicas de un golpe de Estado”, prohibido en Italia,
será su mayor éxito, sobretodo en Francia, su segunda patria y donde, no lo
olvidemos, ha ido a combatir como voluntario en la primera guerra mundial.
“Técnicas de un golpe de Estado” es un libro reportaje en el que se
analizan distintos procesos donde el poder ha sido tomado por la fuerza, tanto de un extremo como de otro, y que
servirá de manual a muchos de quienes desearon hacer lo mismo a lo largo del siglo pasado, por lo que entre sus lectores tuvo a muchos famosos revolucionarios, como el Che Guevara. 
En lo privado, Malaparte es un hombre vanidoso y narciso. Apuesto y entretenido, buen conversador, colecciona amantes de postín, aunque su corazón
nunca pertenecerá a ninguna mujer, sino a sus perros a los que adora y cuida con
mimo. El amor de Malaparte hacia los animales es el verdadero amor que sustituye
al de los hijos, mujeres y familiares directos. Sólo una vez pretende casarse
con la viuda del heredero de la FIAT, maniobra que no logra por el impedimento
del dueño de la casa automobilística y que años atrás le había nombrado con la aquiescencia de Mussolini director
del diario financiado por su empresa, La Stampa de Turín. Pese al  conservadurismo del periódico, Malaparte se atreve a enseñar incluso cierto barniz izquierdista.  Así llegará a hablar bien en sus páginas de la
Rusia soviética, país al que visitará en los años treinta sin percatarse de la
cara y cruz del estalinismo.

Malaparte en la Segunda Guerra Mundial
El régimen fascista le rescatará pronto de su destierro que nada tiene que ver con su posterior antifascismo, como dijo en la
posguerra, y si en cambio con un enfrentamiento personal con otro dirigente
fascista, Italo Balbo. Amigo íntimo del ministro italiano de Exteriores, Ciano
(casado con una hija de Mussolini lo que no le evitará ser fusilado por
traición en 1944), Malaparte acomete misiones especiales que no son
precisamente un éxito y alguna, como en el caso de Grecia antes de ser atacada
por Italia, deplorables.
Tiene mejor suerte con el periodismo. Seguirá la segunda guerra mundial
como enviado especial del Corriere della Sera, lo que ya hizo antes con éxito
en nuestra Guerra Civil y en la de Etiopía. Uniforme impoluto, siempre afeitado y cámara en mano, sigue a las tropas alemanas desde Ucrania a Finlandia, viaja por la Europa
del Eje y alaba su buen hacer. Cuando intuye que las cosas van mal e irán a peor,
empieza a cambiar, no tanto por ese mal italiano de acudir a
última hora en auxilio del vencedor, como por su desprecio hacia la debilidad.
Y por eso, a diferencia de tantos intelectuales fascistas que luego se hicieron
comunistas, él sólo hará profesión de fe comunista el tiempo necesario para
evitarse posibles ajustes de cuentas. Luego también se distanciará de ellos, pues su compromiso siempre es y será parcial salvo con sus perros. 
Malaparte sabe que Mussolini ha perdido la partida y que es un rehén de los alemanes. Por eso no le seguirá a Saló, la sede capitalina de la  República Social
Italiana.  Permanecerá en el sur de
Italia al lado de los aliados, donde escribirá La Piel, sobre la ocupación aliada en el Nápoles hambriento de
1944. Otro éxito mundial.

«Casa come me». La casa que Malaparte se construyó en Capri

Después de la guerra recalará en París, ciudad que conoce bien y en la
que ha vivido en la época de entreguerras. Incluso se atreve a escribir
 un par de obras de teatro en francés, que no tienen éxito y  le obligan a una polémica con un crítico al que reta a un duelo. El
ambiente le hace comprender que es mejor regresar a Italia, donde probará suerte con el cine. Pese a dirigir alguna buena película, los productores no quieren saber nada de su cine intelectual.
Refugiado en la casa que se ha construido en Capri y a la que ha
bautizado “Casa como yo”, una especie de buque de amplia terraza que se asoma al
mar sobre las rocas, Malaparte trabaja sin olvidar a amigos y enemigos, mujeres y perros,
polémicas y  alimentar su mitografía, en un totum revolutum que fue la
verdadera revolución de este combatiente de su tiempo y que convirtió la
habitación del hospital donde murió de cáncer de pulmón, la última trinchera y
un lugar mundano al mismo tiempo.
Por allí pasaron unos y otros, mientras contaba maravillas de la
China de Mao, país que visitó y del que regresó enfermo grave. Alrededor suyo,
democristianos y comunistas, curas y laicos, libran la última batalla por
conseguir su adhesión, pero Malaparte, espíritu libre y hombre independiente
por encima de todo, se deja querer hasta que por fin muere. Lo hace sin despeinarse demasiado  según asegura la leyenda e invocando a sus queridos perros, como suelen hacer las personas que buscan en el ladrido de su can la fidelidad que ellos no otorgaron a personas e ideas en sus vidas de acción sin tregua.

Malaparte con uno de sus perros en la casa de Capri