Foto de Eduardo Szlendak

En
esa época teníamos  entre doce y
trece años, ya hacía más de tres que estábamos allí. Buscábamos diversión, tal
vez porque éramos niños o quizás para olvidarnos de la suerte que nos había
tocado a cada uno de nosotros… el destino hizo que nos juntáramos allí. El
flaco, Armando y yo solíamos escapar hacia la arboleda ubicada  a doscientos metros al este del  establecimiento. No éramos los
estudiantes más diablillos,  habían
otros que se dedicaban a saquear 
fruta de la cocina y sustraían el pan recién llegado del camión, porque
se sabían todos los horarios 
y  los movimientos. Éramos
noctámbulos. Durante las clases nos quedábamos dormitados y a causa de eso nos
mandaban a dirección en penitencia, y Rita, la señora directora, nos hacía a
fregar los baños. Una vez pelamos papas toda una semana, ¡eso sí que fue una
tortura!, ¡nos salieron ampollas en los dedos!. Lo que menos queríamos era
instruirnos.
 La barra del Chancho, Rinogordo y Gula,
los tres eran tremendamente opuestos a nosotros. Ellos eran de Boca Juniors y
nosotros de River Plate. Peleábamos por estupideces y temas ajenos a nuestra
realidad, discutíamos y confrontábamos 
por el territorio como animales, era más que nada por el liderazgo
dentro del instituto. Había problemas sobre todo con Armando y el Chancho que
se despreciaban porque Armando decía que el Chancho era un farsante, un
exagerado. Yo estaba en medio de los dos, hacía de mediador, y fácilmente podía
darme cuenta de quién era quien. El Chancho era un gordo bueno, tenía debilidad
por la comida, un poco delirante, pero no hacia mal a nadie. Armando era un
pibe no que sabía mentir,  no tenía
picardía, por eso le molestaba que el Chancho fuera tan exagerado en todo. Pero
la verdad que cuando nos poníamos de acuerdo se armaba una buena barra y la pasábamos
réquete bien.
Me
acuerdo que el Chancho una vez descubrió que el guardia de aquel instituto
escondía cervezas en una aula en desuso. A Rinogordo, entre todos, lo obligamos
a buscar  esas cervezas en el aula
y nos encontramos con que tenía un gran candado. Aquella noche fuimos todos, el
Chancho, Rinogordo, Gula, el flaco, Armando y yo. Ayudamos  a Rinogordo a trepar por una ventana
desde afuera pero como el gordo no cabía 
tuvimos que ayudarlo a subir a Gula que era flaco como un palo. Esa
noche escondimos las cervezas en la guarida secreta. Días más tardes nos
juntamos en el vestuario del 
gimnasio, y nos dimos tal curda que llegamos caminando en cuatro patas
directo a la cama. Tuvimos que callar de una piña a Rinogordo, el alcohol le
había pegado mal y se le dio por reír de cualquier banalidad, temíamos que los
demás  internados despertasen. Y el
flaco cada vez que tomaba un poco moqueaba y lloraba, decía que a él lo habían
tirado ahí, en esa escuela para no criarlo, que tenía demasiados hermanos, “yo
sé que mi familia vive con lo justo pero yo quiero estar con ellos, cuando voy
a verlos los sábados, me tratan como a un extraño, son mis padres pero nunca
voy a terminar de conocerlos”… decía.
Foto de Eduardo Szlendak
Debo
confesar que cuando dejábamos nuestras diferencias de lado  la pasábamos muy bien y solíamos ser lo
más similar a  una gran familia.
Armando le gustaba hurtar cigarrillos, él nos enseñó  a fumar  a
todos, a pesar de que era asmático. Nos escapábamos de noche por la ventana del
baño, siempre a la misma hora, a veces nos pescaban…la que se armaba !!!
El
flaco, Armando y yo descubrimos la piscina doscientos metros al sur del
establecimiento, para nosotros fue una admiración, era un desafío  explorar los cuatro puntos cardinales
para escapar de las horas de algebra y geometría. Después sabíamos que vendría
el castigo, la penitencia, pero no nos importaba, ir a dormir sin comer o
arrodillarse por horas en granos de maíz, no tenía precio comparado con el
placer que nos producía escaparnos, reírnos hasta sentir el dolor en las
costillas y divertirnos. Éramos unos rebeldes, todos nos conocían. El instituto
era un enorme edificio que alojaba cientos de niños con problemas de conductas
y problemas sociales, éste era un especie de lugar donde los padres solían
depositar a los hijos como objetos, muchos de ellos salían los sábados y
regresaban los lunes a primera hora, otros eran abandonados prácticamente a la
buena de Dios.
Tiempo
después que descubrimos la piscina nuestros vidas cambiaron, porque al
principio, lo de ir a nadar era algo que sabíamos el Flaco, Armando, y yo.
Aunque Armando sólo se mojaba los pies desde el borde la de la pileta,
acostumbrábamos a venir todos los días a darnos un chapuzón. Nadábamos de
punta  a punta y salíamos corriendo
para que el guardia no nos agarrara, siempre era lo mismo, meternos, nadar de
una punta, llegar hasta la otra y salir corriendo.
Foto de Eduardo Szlendak

No
te puedo explicar la alegría que tenía el Chancho cuando lo llevamos para ese lado
y le mostramos lo que habíamos encontrado, el gordo se  frotaba las manos de la emoción,
enseguida levantó el alambrado, lo ayudamos y se metió aunque había un cartel
en letras negras que decía claramente:
                                
Prohibido
Pasar
Propiedad
Privada
                                                                                   
Pasábamos
igual, nos poníamos en pelotas y nos bañábamos. Armando sólo se refrescaba los
pies, y el Chancho se metía vestido, 
le daba pudor. El tipo de seguridad alguna vez nos corrió. Una vez
Armando y el Chancho discutieron, 
el Chancho le dijo:
-¡Dale
Armando, vení a mojarte, no sabés lo linda que está el agua!
-¡No,
gracias! respondió Armando
-¡Ah
sos un puto! Con tono de voz sarcástico y carcajada macabra. Entonces Armando
se molestó, con toda la furia lo escupió en la cara y ahí… ya te imaginás, se
fueron a las piñas. Nosotros quisimos separarlos pero no hubo caso, Armando era
enérgico, valiente, el Chancho mucho más, le dio una trompada  y el  otro cayó al agua, todos sabíamos nadar menos él.
El
agua no estaba tan linda como decía el Chancho, estaba helada, era pleno  invierno. Armando  nunca se metía, nunca se zambullía,
pero cuando cayó al agua fue a parar al fondo de la pileta, cayó noqueado del
puñetazo, ninguno de nosotros, ninguno, tuvimos la capacidad de rescatarlo
exactamente a tiempo para poder salvarlo. (Reflexioné demasiado tarde).
Y
cuando pasó lo que pasó, al poco tiempo quisimos regresar. Había un gran
candado en la reja, el guardia de siempre ya no estaba, éste era otro, no nos
conocía,  nos hacía señas que nos
alejáramos de la propiedad. No sé cuánto tiempo pasó exactamente pero después recuerdo
haber visto máquinas topadoras trabajando, cubriendo la piscina con tierra.
Luego  de la tragedia nada volvió a
ser lo mismo. El Flaco pertenecía a una familia bien de Buenos Aires, ese era
el cuento (pero descreíamos de tal versión), y cuando supieron de la ocurrido
la familia vino repetidas oportunidades hasta que se lo llevaron a otro
establecimiento cerca de Luján. Cuando Armando murió y notificaron la terrible
noticia a su familia, nadie apareció. Luego de esto, el grupo se diluyó, el
Chancho intentó escapar repetidas veces hasta que finalmente lo logró. Dicen
que Rinogordo se fue con él.
Sólo
quedamos Gula y yo.
Foto de Eduado Szlendak