Francis Bacon. Detalle de Un hombre bajando la escalera, 1972

 

Si el marido de Julia no hubiera estado tan preocupado por todas aquellas ideas que le venían a la cabeza le hubiera divertido aquella situación. Aunque se sentía excitado por el hecho de seguir a su mujer por todas aquellas calles, la angustia no le dejaba disfrutar de aquella pequeña aventura.
Mientras caminaba detrás de ella con cuidado para no ser visto empezó a  enumerar mentalmente los cambios producidos en su mujer últimamente. Al principio, estos fueron tan leves que le pasaron casi  inadvertidos, pero poco a poco se fueron haciendo tan evidentes que le llevaron a sospechar que algo estaba pasando  en la vida de su mujer. No sabía que había hecho, pero parecía haber rejuvenecido por lo menos diez años. Había adelgazado y con esta excusa había renovado por completo su guardarropa. Empezó a utilizar faldas más cortas, pantalones más ajustados y escotes más amplios, y lo que más le llamó la atención fue que empezó a utilizar otra vez zapatos de tacón alto.
No es que le molestara que saliera más, ya que esto le permitía quedarse en casa solo después del trabajo sin tener la obligación de acompañarla a interminables conferencias o aburridos conciertos de música clásica, a los que a ella ahora le gustaba asistir.
En los últimos meses además se había fijado un día de la semana para ir a unas conferencias. Asistía a un ciclo de literatura y ficción en una conocida librería donde cada semana un escritor de renombre elegía hablar sobre una obra de la literatura contemporánea. No había ningún motivo concreto para que el marido de Julia pudiera dudar de ella, pero se preguntaba cada martes cuando la veía salir, para qué se arreglaría tanto.
En una ocasión tuvo que acompañarla a una de las conferencias. Fue porque ella se empeñó. Insistió diciéndole que sería muy entretenida ya que el conferenciante era muy ameno. Para no contrariar a su mujer, esa vez asistió para que ella se diera cuenta que a él también le interesaban los temas culturales y que no se limitaba a ver la televisión continuamente o asistir  a algún que otro partido de fútbol  los domingos  con los amigos de la oficina.
En aquella conferencia se durmió. No pudo soportarla. El conferenciante que habitualmente era un buen orador, se limito a leer los  papeles que traía escritos y  además, parecía que le costara hacerlo. Ella lo achacó a su mucha edad y a una prolongada sobremesa cuyos vapores intuía que aun no se habían desvanecido. Después de aquella experiencia desafortunada, ella no volvió  a insistir para que la acompañara a ninguna conferencia más y decidió que a partir de entonces iría con alguna de sus amigas.
Una tarde de martes cuando el marido de Julia volvió del trabajo, ella le dijo que esa tarde se iba a retrasar un poco, ya que después de la conferencia se quedaría a cenar con Menganita porque le tenía que contar no sé que cosa y que luego la acompañaría a la vuelta. El marido de Julia, no le dio mayor importancia, Había estado todo el trayecto hasta su casa pensando que  en cuanto llegase, se tomaría una cerveza bien fría, así que no prestó   atención sobre lo que le estaba contando su mujer acerca de sus  planes para esa tarde.  Solo le preguntó:
-¿Queda alguna cerveza fría en la nevera?
Solo cuando se sentó en su sillón del cuarto de estar con la cerveza en la mano y se aflojó un poco el nudo de la corbata, se dio cuenta de lo que ella acababa de decirle. Fue entonces cuando empezó a ponerse nervioso, elucubrando fantasías acerca de lo que podría hacer su mujer aquella tarde en vez de ir  a la conferencia como le había dicho que haría.
Cuando la vio salir del dormitorio con un vestido blanco ajustado y los zapatos haciendo juego,  pensó que no era posible que se hubiera puesto así solo para ir a una conferencia con una amiga, que la única explicación era que le estaba engañando, que no había ninguna conferencia, que se  lo había dicho porque estaba segura de que a él no se le iba a ocurrir aparecer por allí, porque sabía de sobra que a él la literatura no le gustaba y que le aburría soberanamente. Y fue en ese momento cuando sin pensarlo demasiado decidió que la próxima vez la seguiría hasta descubrir la verdad, aunque no le gustase saberlo, aunque no soportase aceptar que su mujer le estaba engañando.
Al verla llegar ante la puerta de la librería se tranquilizó al comprobar que sus sospechas eran infundadas, pero a pesar de todo espero un poco y también entró. La vio sentada en una de las primeras filas. La conferencia ya había empezado y todo el mundo estaba escuchando atentamente. Buscó un sitio libre lo suficientemente alejado para no ser visto, pero donde pudiera observarla.
Pegó un respingo en su silla cuando  vio  como el hombre que estaba junto a su mujer le cogía la mano y se la llevaba despacio a los labios. Se incorporó un poco para ver mejor lo que sucedía allí delante y se sentó bruscamente cuando se dio cuenta de que sus vecinos de asiento le miraban insistentemente. Con la mirada clavada en la espalda de su mujer  vio como aquel hombre después de besarle la mano le ponía la suya encima de la falda con total familiaridad. No quiso ver más.  Se levantó con cuidado y se deslizó hasta la salida de la librería. Buscó un bar y apoyado en la barra pidió un whisky que se tomó casi de un trago, pidió otro que mantuvo entre sus manos mientras pensaba en lo que había visto. Había mantenido la esperanza todo el tiempo de que sus sospechas fueran infundadas. Solo había querido seguirla para comprobar que la falta de confianza hacia su mujer era una paranoia suya y que no tenía suficientes motivos para sospechar de su infidelidad. Pero ahora había comprobado que era cierto,  que su mujer le engañaba, y él no sabía como actuar ante aquello.
Quizá no habían tenido un matrimonio ejemplar. Quizá la rutina se había adueñado del mismo demasiado pronto y sus gustos se habían distanciado hasta llevarles a compartir cada vez menos cosas, pero él se había acostumbrado a este tipo de vida y no estaba dispuesto a cambiarla en este momento. Inmerso en sus pensamientos mientras volvía a casa no reparó en la gran cantidad de gente que había en la calle o las voces que daban un grupo de adolescentes junto a él, solo podía pensar en qué le diría a su mujer cuando volviera y cómo debía decírselo. En lo que cambiaría su forma de vida. Si llegarían a tener una gran discusión donde se echasen en cara todos sus defectos, equivocaciones  y carencias pasadas y futuras. Si sería él quien tendría que abandonar la casa en la que se habían hipotecado pensando en un futuro juntos o cómo sería la casa si ella decidía irse con el hombre que había mostrado tanta familiaridad con ella en la librería. Pensó que él también tendría que dejar la casa porque era muy grande para una persona sola y que estaría mejor viviendo en un pequeño apartamento mientras rehacía su vida. Entró en su casa despacio, sin ganas de enfrentarse a esta nueva situación. Se calentó la cena. Se dio cuenta de que lo único que había hecho en la cocina durante estos últimos años había sido encender el microondas y que no se había molestado siquiera en aprender el funcionamiento de la vitrocerámica. Aprendería, no tenía que ser muy difícil, solo tendría que leerse el manual de instrucciones, pero se dio cuenta de que no quería aprender, sino ya lo habría hecho las pocas veces que Julia había caído enferma en vez de dejar que viniera su suegra a encargarse de todo. No, decidió. No quería aprender. No quería que cambiase nada en su vida. Quería que todo se mantuviera como hasta ahora y si tenía que dejar que su mujer fuese sola de vez en cuando a alguna conferencia, lo haría. 

Después de cenar se preparó otro whisky y se sentó en su sillón pensando en lo que le diría cuando volviera. Le preguntaría como había ido la conferencia para que se diera cuenta de que mostraba interés por lo que hacía. Incluso le vino a la cabeza  que podría preguntar por Menganita. Pensó que cuando llegase le diría que esa tarde la había echado mucho de menos. Pero no se lo dijo.

Mareta Espinosa
Licenciada en pintura por la Facultad de Bellas Artes de Madrid, Mareta Espinosa es pintora y fundadora del Festival Miradas de Mujeres del que también fue directora. Vive y trabaja entre Villaviciosa de Odón, España y Cabo Negro, Marruecos. Su obra abarca distintas técnicas que van desde el grabado calcográfico o la serigrafía hasta la ilustración.
Mareta Espinosa. El cementerio de los imprescindibles