Banksy
El reloj de pared hizo un ruido
sordo, un estertor. Ambos miraron desalentados. (…)


El ruido los había traído de
regreso de algún lugar solitario y silencioso en el que pasaban las tardes, sin
hablarse, sin mirarse. La casa se precipitaba al vacío de la quietud. La mesa
en la que estaban cenando era un abismo oscuro, desde donde ascendían ecos de
otras eras. La muerte del reloj, ese ronquido mecánico y metálico, de péndulo
estático y de tránsito de agujas abolido, hizo que aquellos dos pares de huecos
contenedores de ojeras y poco brillo, adormecidos, se encontraran al mismo
tiempo y en el mismo espacio. Yago fue el primero en tomar el celular. Sus
dedos se deslizaban con pericia sobre las teclas, como un atleta entrenado y
avezado.

– Creés q tnga arreglo?
El celular de Lyla vibró sobre la
mesa como si lo hubiesen revivido con electroshock.
Lyla se apresuró en contestar,
con el mismo dominio del aparato que demostraba su marido.
– Es la 4ta vez q s dscompone en
el mes. Creo q no sirve más.
– Hagamos un último intento
–escribió Yago. 
– Lo mejor será q compremos otro.
– O no. Sólo está como
decoración. Nunca miramos la hora.
– Como kieras… -tecleó Lyla, a la
vez que llevaba una porción de pastel a la boca.
Yago leyó el mensaje y se detuvo
a pensar si sería conveniente preguntar lo que estaba pensando que debía
preguntar, la verdadera finalidad por la que había comenzado la conversación.
Finalmente lo hizo, cabizbajo, desesperanzado.
– Y si sucede lo mismo cn ls
celulares? Desde la central no disimulan los desperfectos técnicos q existen.
Hace varios días recibo mensajes que dicen “disculpe los inconvenientes. Estamos
trabajando para solucionarlos”. –Yago mandó el mensaje, pero quería decir más.
Su mujer observó que iniciaba un nuevo texto y esperó para contestarle.- T
acordás q estuvimos una semana sin hablarnos la última vz q s cayó el
sistema?… Si dejan d funcionar para siempre??
– Algún día ocurrirá –arremetió
Lyla, quien ya sabía qué responder antes de recibir el mensaje.
– Pero q pasará luego? –inquirió
Yago.
El “que” no se diferenciaba del
“qué”, con el ahorro que constituía escribir sólo “q”, así como “xq”
significaba por igual, “por qué” y “porque”; o “sn” que podía ser “sin” o “son”
indiferentemente; o “vz” que de idéntica manera podía interpretarse como “voz”
o “vez” pese a las ambigüedades. La tecnología o tal vez ellos mismos sin darse
cuenta, sin la plenitud de su consciencia, habían tomado decisiones que los
construían, destruían, formaban y transformaban en personas o pseudo personas
en constante estado hipnótico y como parte de la red invisible que los
trascendía. Esclavizados. Dependientes.
– Lo q pasará es q volveremos a
la época de las cavernas – sentenció Lyla.
– NO!!! CMO PUEDES CREER ESO???
–el ceño fruncido de Yago acompañó los caracteres gigantes que aparecieron al
instante en el celular de su esposa.
– Es inevitable. Como lo es q s
descomponga el reloj, la heladera, el auto o cualkier aparato. S vuelven
obsoletos, anticuados, in-ser-vi-bles. –La conversación casera, indudablemente
se había tornado en discusión. 
– Debe haber una solución. Sólo q
todavía no podemos verla.
– Una solución??? Cómo cuando ns
prometieron q nuestros genioglosos, estiloglosos, hioglosos y no s cuantos
otros músculos de la lengua no s atrofiarían?? 
– Es otra cosa… -los puntos
suspensivos indicaban que Yago no estaba tan convencido de su propia postura-.
No podemos volver a hablar hasta mañana -cambió de tema. Voy a cargar la
batería del celular.
Lyla escribió un último mensaje,
que Yago alcanzó a leer con el último aliento de carga de su celular: “Hasta
mañana. Q dscanss.” 
La noche, como todas las noches
desde hacía ya varios años, se deslizaba por las calles y se trepaba por las
paredes con la cadencia de una maquinaria repetitiva, la del ruido de los
motores de los automóviles, la de las sirenas de las ambulancias, pero carente
de la musicalidad de las voces. El griterío, los murmullos, los susurros, los
balbuceos, eran artes de una época que parecía tan lejana como la Inquisición.
Los satélites y antenas radiales hacía tiempo que eran considerados monumentos
históricos. No era raro que cualquier excursión por Buenos Aires incluyera al
obelisco, Caminito y cualquiera de los deshabitados estudios radiales. En París
la gente se sacaba fotografías en la Catedral de Notre Dame, la Torre Eiffel,
sin dejar pasar la oportunidad de posar con las gigantescas antenas de la Radio
Classique. Era costumbre pasear por La Habana Vieja escuchando sólo las músicas
de los salseros, sin aquellos cantantes de voces graves; era propio de Roma no
oír discusiones ni réplicas, aunque cualquier pantalla de celular guardaba un
insulto para el mozo que servía la pasta fría. ¿Piropos? No había. Las mujeres
eran perseguidas por hombres cuyas galanterías se anudaban en la punta de la
lengua. ¿Charlas de taxi? Olvidadas. Las avenidas eran atravesadas por
conductores y pasajeros con el alma sumida en la añoranza de los tiempos en que
el viaje se amenizaba con palabrerío pasatista, con superfluo bla bla bla.
¿Gritos de gol? Los estadios eran cementerios donde los cadáveres festejaban
escribiendo mensajes con eufóricos, luminosos, pero silenciosos GOOOOOLLLLL!!!!!
Yago se despertó a las 6:40
aquella mañana y lo primero que hizo, antes de preparar el desayuno o lavarse
la cara o siquiera levantarse de la cama, fue mandarle un mensaje a la mujer
que dormía a su lado, su esposa: “A q hora entras a la oficina?”.
El celular de Lyla vibró en la
mesita de luz. Lyla lo tomó con los ojos entrecerrados aún por el sueño y con
la mano que no tenía acalambrada por la posición en que había dormido intentó
la respuesta.
– 7:30 gracias x despertarme.
Preparas el desayuno?
Yago ya estaba en la cocina
cuando recibió el mensaje.
– Claro. Leche no queda. Debimos
hacer ls compras ayer. Café o té?
– Café –escribió Lyla quien se
encontraba al lado de su marido, buscando en la heladera alguna mermelada que
le gustara a los dos.
En completo silencio se sentaron
a la mesa. Encendieron la televisión. Sobre la pantalla, las palabras aparecían
y se esfumaban sobre un fondo completamente negro, con gracia coreográfica
aunque perversa. Lyla tenía ganas de contarle a su marido lo que había soñado,
también contarle que había pasado frío por la noche porque las frazadas no eran
suficientes y había que poner algunas más, también preguntarle por qué se había
levantado a mitad de la noche, también recordarle que había que llevar al
veterinario al perro, también contarle que iba a almorzar con una vieja amiga
de la secundaria e intercambiar algunos mensajes de texto… Pero debía desayunar
de prisa, ducharse e ir a trabajar y no tenía tiempo para escribir tanto. Yago
tenía ganas de contarle a su esposa que anoche había soñado con ella, también
contarle que había sacado algunas frazadas para llevarlas a la lavandería,
también recordarle que el veterinario estaba de vacaciones hasta la semana
siguiente, también contarle que le iba a decir a su jefe por mensaje de texto
que creía que merecía un aumento… Pero debía desayunar deprisa, vestirse e ir a
trabajar y no tenía tiempo para escribir tanto.

En la pantalla de ambos
celulares, luego de un beso que decía lo que las tecnologías no querían, se
leyó al mismo tiempo: “Te amo mi vida. Que tengas un hermoso día”, sin obviar
mayúsculas, puntuaciones ni tildes.