Carlos Alcolea. Retrato de Javier Utray, 1987-88 |
El sol le quemaba los ojos al brotar en abundancia la luz por la ventana, soñaba con la luz pero ahora lo despertaba, le interrumpía filosamente la mirada y se le metía hasta el alma, la luz lo obligaba a despertar, a tomar posición en la mesa vacía, otra vez a escribir para el editor, con esa paga miserable que alcanza sólo para el pucho y la droga para diluir en el pañuelo para seguir escribiendo y pensar que ayer nomás era cuando me estaban a punto de rajar a patadas del departamento por falta de pago, escribía cada día más, aumentaba la cantidad de hojas por día para que la vieja aplaudiera cada novela como si fuera la última y presagiaba un pulitzer por mi faena, escribía entonces para morfar y ser el mejor, hoy sólo soy un flaco drogadicto, escritor, Baudelaire de las pampas para los críticos que jamás vienen a entrevistarme y el editor es un mecenas que pide hojas y más hojas todos los días y fiestas de guardar, quiere ver como sigue la saga, la historia, la novela, el folletín literario de un genio, además de ganar plata a costilla mía siempre quiso a la mujer que se escondía en mis páginas, desnuda, violentamente descripta, azucarada la sentía cuando apoyaba los dedos mojados de saliva en los bordes de las hojas manuscritas, a veces a mano, a veces en papel amarillo, pero todas tenían la ternura, los pechos erectos de Lucía, ese personaje, esa mujer de carácter que enamoraba a todos los genios de la literatura, Joyce, Maupassant, pasaban todos en fila por su cama, era una prostituta literaria y el editor no la poseía pero tenía las manos empastadas, pegajosas por el azúcar de su deseo, de su amanecer, la ansiedad por recibir esas hojas diarias, volver a continuar, adentrarse con el cuerpo y el alma en el perfume tibio del relato y zambullirse sin tiempo en esas sábanas que olían a madera húmeda, a un barco cargado de cebollas por tantos hombres que habían dormido allí, el editor olía dulces todos los olores de Lucía, no le importaba nada, se metía igual en la cama, se sentía duro y frágil al mismo tiempo, la poseía con los sentidos, pero luego le venía la frustración cuando intentaba dibujarla en el cuerpo rengo de su mujer, le hacía el amor igual a pesar de que se depilaba sin ganas, que tosía sin parar por la santa alergia de todos los alérgicos en primavera, a pesar de la sopita de fideos de los domingos y ningún gusto ni olor le sabía a la Lucía, hacía el amor con las uñas amargas después de chuparse los dedos con la lectura del mediodía, el tiempo no era de chicle, volver a casa, a pasar la noche, a cumplir con la cuota del deber conyugal, el tiempo era una yunta de bueyes en el pensamiento multiplicado de deseos ocultos, otra vez a resignarse a contar las horas como si fuera lo mismo que romper galletitas de agua con la mano, imaginar que el falopero mañana mandaría las benditas hojas sin la ropa interior de Lucía, cuando dormía el editor el escritor escribía porque no sabía hacer otra cosa más que drogarse y escribir, escribir para pedalear el tiempo, para comerse la noche, el sol, la dulzura, los poemas de Keats, el poema de aquel blog del que no me acuerdo el nombre, sólo escribir y matar a la vieja, más no fuera sacarse las ganas y a la Lucía que me dejó paradito en un kiosco con un chupetín y unos caramelos tic tac que tanto le gustaban, siempre era mi venganza escribirle con mi birome casi sin tinta, con mi garabato de palabras sacado de un esquema de pizarrón, de un dibujo tonto, también cuando escribo tengo ganas de reventar al psicólogo que me enseña a ordenarme aunque tiene cara de bueno, a todos destrozo cuando tengo ganas de escribir porque no tengo agallas para matarlos en serio, sólo se escribir y con esta ansiedad me como de nuevo otra noche, otra luna y las pocas hojas que me quedan debajo del colchón y al editor también lo voy a cruzar una noche de la literatura argentina, ese tipo que come gracias a mis novelas porque otra cosa además de ganar guita no sabe, ni corregir, ni consejos sabe dar, sólo sabe contar billetes que nunca quedan para mí, ni leer dos renglones sin tartamudear puede, pensar que a la Lucía le gustaban los hombres grandes porque le daban plata y se podía dar los lujos que ella quería, que el jacuzzi, que el country y además le gustaba más el alcohol que la droga, como tomaba la flaquita y al final totalmente ebria lo fue a encarar al editor diciéndole que era la Lucía que yo escribía y enseguida le vio el brillo en los ojos y se encamó nomás con él para que no dejara de publicar mis libros y el tipo se dio cuenta que no era la Lucía porque yo la había descripto enterita en las páginas y el viejo se vino a dar cuenta cuando le vio el tatuaje de leopardo bien chiquito en la nuca y yo le dije que era un pájaro en la narración, apenas se dio cuenta sacó un rifle de esos de cazar y le voló la cabeza, pobre Lucía por lo menos sigue viva, desnudita y coleando entre las páginas y por eso la escribo hasta el fin de los días, me asumí culpable del asesinato y en la cárcel cuando las rejas serruchan la luna contra la ventana que miro siempre me acuerdo de la flaquita y la cabeza volada por el impacto de la bala y para seguir escribiendo no me quedo otra que dejar que el editor siga vivo, libre, no lo maté porque quería la droga, el papel, la lapicera llena de tinta al menos una vez por semana para seguir escribiendo, total este preso o no otra cosa no sé hacer, aunque me den el Nobel, la vieja no me va a aplaudir y ya no me hincha como antes, dale nene escribí que la Lucía está esperando un pibe y se va a llamar igual que vos.
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Carlos Franco. La conversación, 1976 |
Atrapante…!!
Saludos.
…el viejo se vino a dar cuenta cuando le vio el tatuaje de leopardo bien chiquito en la nuca y yo le dije que era un pájaro en la narración, apenas se dio cuenta sacó un rifle de esos de cazar y le voló la cabeza…
Impresionante me encantó Santiago tu relato.MIS FELICITACIONES!