LÓPEZ VIEJO
Al salir de la sala y
cruzar el cortinón negro del vestíbulo, me topé con el acomodador. En el
sobresalto, alcé la mirada y encontré la amable sonrisa de aquel del que
conocía su perfil, pero no su rostro, la persona a la que tantos días seguía en
el pasillo del patio de butacas, yendo tras él y su linterna indicándome el
asiento, y que sabía mi preferencia por las primeras filas, por comerme la
pantalla.
Conocía su sombra iluminada
por el proyector, una sombra que seguía ensimismado… tanta era mi ilusión por
vivir las historias que el cine me ofrecía: sus aventuras y fantasías, en el
Oeste o en la China, en los mares, las selvas y los desiertos. Las películas me
trasponían y trasfiguraban. Resultaba mucho más alucinante y divertido que la
transustanciación en la Santa Misa. El séptimo arte era el séptimo cielo, y
para mí ya no había más santos y mártires que las estrellas y héroes
cinematográficos. Adoraba todo lo que salía del proyector y mi firmamento no
era otro que el de los protagonistas que vivían en la pantalla grisácea y
deslucida, deshilachada por las muchas batallas sufridas. Habría seguido al
acomodador al fin del mundo. En aquellas sesiones continuas… era mi ángel de la
guarda.
había heredado de mi madre, reunía cientos de cromos de películas que me
gustaba esparcir sobre la alfombra, y que muchas tardes suponían mi mejor
entretenimiento. Me fascinaba observar durante horas aquellas tarjetas que
guardaba en una caja de cartón. Sabía que no había otra colección como la mía
en todo el colegio. Tumbado entre mis affiches, sus tintas y colores, con sus
títulos y leyendas, se convertían en estrellas en mis manos, y suponían el
cielo que tendría en las paredes. Magia en aquellos vulgares cromos. Tardes de
sueños. Sueños de cine.
esmaltes colgados que no me gustaban, uno reproducía los Borrachos de
Velázquez, y el otro una virgen de Murillo. También había un óleo de una tía
mía, y una foto de un lago alpino junto a la estantería con los libros. Había
iniciado mi redecoración ilustrando la cabecera de mi cama con un corcho en el
que colgaba fotos cogidas de las revistas: Marlene Dietrich en “Morocco”,
Bogart rodeado de humo, Gregory Peck luchando contra el viento. También los
poetas que me soliviantaban, un retrato de Lord Byron vestido a la griega, el
joven Rimbaud, Baudelaire, Dylan que ya era mi ídolo. Quería quitar casi todo
aquello, los cuadros y el póster del lago. Quería tener mi pequeña sala, mi
camerino cinéfilo, aunque todavía no supiera lo que esta palabra significaba.
Quería a mis héroes junto a la cama, detrás de la mesa, frente a ella, en las
puertas del armario, en la entrada, en el mismísimo techo.
varios carteles. Suponía que en algún sitio los venderían, pero, por el
momento, no sabía como obtenerlos que no fuera con la sustracción de los
mismos. Podría pedirlos en los cines, pero no confiaba en esa posibilidad. Lo
inmediato era el latrocinio al que acudí una mañana temprano con la excusa de
ir a comprar churros. Un domingo, vacías las calles, quise extraer el cartel de
la vitrina enrejada, y sólo conseguí su vértice de papel roto en la mano,
dejando el cartel arrugado y saliendo disparado a esconderme tras la primera
esquina. Se había frustrado aquel intento.
de la sesión doble, el acomodador me paró. Vestía su gastada chaqueta azul y
tenía un rostro dulce en el que lucía un mal afeitado bigote. Me puse nervioso.
Pasó por mi cabeza que me hubiese visto tratando de robar el cartel. Pensé que
me habían pillado, que era detenido sin haber consumado el delito. Me temblaron
las piernas y, rojo como un tomate, casi me echo a llorar para suplicar
clemencia. Pero no fue necesario. No se trataba de eso. Ocurría justo lo
contrario, el acomodador sonriente me dijo: Ve a taquilla, Marilé te va a
dar algo.
a dar. Primero un ataque de nervios, segundos después, un pasmo ante la emoción
de saber de qué se trataba. Sólo había que recorrer unos metros y llegar hasta
la ovalada cabina de madera y cristal. Pasaba del pavor al éxtasis. Lo que me
iban a dar era justo lo que quería, lo que me hacía sospechoso, lo que colmaba
mi ansia. Me iban a dar un cartel. No sabía cual, no me importaba. Podía ser el
que había intentado robar, podía ser alguno de la sesión que acababa de ver,
dos de vaqueros. Podía ser otro.
taquilla, de pie bajo el quicio de la puerta, hojeando una revista. Vestía una
falda de tubo granate, y un jerseicito de perlé. Me miró por encima de sus
gafas. La tenía bien vista, aunque hasta hacía unos instantes no conocía su
nombre. Encontré su sonrisa aguardándome, y girándose sacó de debajo del
mostrador un tubo de papel, un cartel enrollado, recogido con una goma verde.
Se trataba de lo que había supuesto. Nervioso cogí el tubo con toda la
felicidad del mundo, y tras darle dos veces las gracias, busqué al acomodador,
al que vi desapareciendo tras el cortinón en la oscuridad de la sala.
iniciaba una tormenta. Tenía que llegar pronto a casa, no se podía mojar mi
tesoro que ya veía colgado en la pared. No podía pararme para saber de que
película se trataba. Tenía que ir rápido, evitar cruzarme con mis padres, que a
esa hora iniciaban su paseo o iban a un estreno al Roxy o al Capitol.
Encontrármelos me retrasaría. Podía ponerse a llover, y sólo podría guarecerme
en la marquesina del Bar Rojo. Tenía que recorrer tres calles, una bastante
larga. Decidí correr. Llegué a las Jesuitinas, crucé los Carmelitas y, en cinco
minutos, entraba en casa.
llegué arriba, la puerta estaba abierta y me encontré a salvo en mi cuarto.
Respirando profundamente y calmando mi palpitación, me senté en la cama, y
desplegué el cartel. ¡Ajá!, era una de mis películas favoritas. Casi que lo
había sabido a pesar de que siendo verano, no se me ocurrió pensar que pudiera
tratarse de un cartel con un paisaje nevado. Pero sí. Era fantástico. La había
visto el pasado invierno. Adoraba aquella historia tremenda. La película era
fabulosa, pero esto no era lo importante. A mí lo que me gustaba era el cartel
mismo, que me disponía a colgar como una ventana a las pasiones y aventuras.
Mi vida se trastornó un poco, se trastornó bastante. Ya no sólo serían las
estampas y affiches, ahora serían mis particulares lienzos, mis pantallas, mis
proyectores, tendría mi cinerama privado. Con aquel cartel se iniciaba una
pasión, una pasión inmensa, gracias a aquella sonrisa del acomodador y la
amable disposición de mi amiga la taquillera.