Sylvia Plachy. Barbie, Mattel Factory, 1993
La verdad es que tenía pensado
escribir sobre otro tema, pero un avatar definitivo me torció el rumbo y vino a
confirmarme -más allá de la teoría- que la racionalidad occidental, que la planificación,
las estrategias y tácticas que empleamos para hacernos creer que podemos
garantizarnos el futuro en esta sociedad del riesgo no nos sirven para nada en
absoluto. Que viene la muerte y, de un plumazo, nos tira abajo el castillo de
naipes del tarot de Marsella que nos armamos para darle un norte a nuestras
vidas minúsculas.

Varios meses atrás escribí una
reseña sobre una novela de Ángeles Mastretta. En primera persona narraba las
memorias de la escritora, su familia, la noción de finitud en la mitad de la
vida y los muertos familiares que la acompañaban. Recuerdo que decía algo así
como que su padre “era el muerto” -porque hacía muchos años que había
fallecido- y que a su madre, de tan recién muerta, no sabía cómo nombrarla.
Mi suegra se está muriendo de un
tiempo a esta parte. En torno a su partida definitiva se han construido
innumerables relatos desde el entorno familiar. Las piezas se mueven por el
tablero de lo cotidiano de manera alocada, sin lógica aparente. Las culpas, las
excusas o las invectivas son lanzadas directo al corazón de las víctimas
familiares en un fuego cruzado donde no es posible adivinar quién dispara ni
quién recibe. Mi suegra se está muriendo y la puesta en escena de este último
acto que la tendrá como protagonista distribuyó los actores, una vez más, de
prepo y a la fuerza por no poder mirar la propia fragilidad y sembrar culpas
hacia fuera.
Mi suegra se está muriendo, como en
el genial filme “La flor del cerezo”. Sin embargo, la persona que murió primero
no fue la que se esperaba. En aquella película alemana la que se murió primero
fue la mujer que recibió la noticia de la enfermedad terminal de su marido, o
sea, su esposa. Mi suegra se está muriendo y, sin embargo, la que ayer se murió
sin avisarme antes fue María Inés, mi amiga.
Silvia Plachy. Cypress Hill Cementery, 1986
La vida no tiene lógicas, ni planes,
ni proyectos. La vida deviene, se transforma, es cíclica, como la naturaleza.
No por nada tenemos tantos conflictos para convivir con ambas.
María Inés y mi suegra no recuerdo
si se conocieron, o puede que sí, en algún cumpleaños de mi hija. Una y otra
vivieron a 200 kilómetros de distancia, a veces habitaron territorios cercanos
(porque una vive en el barrio de Liniers y la otra tiene familiares en
Caballito) pero en vidas paralelas, sin cruzarse, o si se cruzaron nunca lo
supieron. Es extraño eso de transitar los mismos lugares sin tener la capacidad
de vernos.
Ayer, cuando fui a despedirte,
desorientada intenté respuestas. A mal sitio fui por ellas. La casa velatoria,
atiborrada de gente, no era el espacio propicio para preguntar cómo había sido.
Lo definitivo era lo que había ocurrido, la muerte echaría por tierra
-literalmente- la necesidad de hacer cualquier pregunta. Ya no hacía falta. En
la puerta, encontré a su nuera, le dije cuánto la quise a María Inés, que ella
había sido mi amiga. La nuera y yo nos miramos a los ojos y supe desde el fondo
de su mirada clara del dolor y cuánto también mi amiga me había querido. Entré
a la habitación donde la velaban, me acerqué a saludarla y allí, de cara a una
María Inés tan amarilla,  dije: “Adiós,
querida amiga, hasta siempre”.
Mi suegra se está muriendo y María
Inés se murió y ya.
El oftalmólogo me recomendó usar
lágrimas porque dijo que, a mi edad, es común padecer de sequedad en los ojos,
en particular, los que nos pasamos muchas horas frente a la pantalla de un
ordenador. Hoy no hizo falta que me las pusiera.
Sylvia Plachy. After the Funeral, 1980
  Verónica Meo Laos es
licenciada en Ciencias Sociales y Humanidades, periodista y docente. Escribe
reseñas para Los Lunes de El Imparcial
de Madrid; es corresponsal de la revista HABITAT
de Arquitectura y Patrimonio y colaboradora de La Capital de Mar del Plata. Premio Ensayo Fondo Nacional de las
Artes 2007.