Cuenta la historia y la magia de Navidad que ese año dos familias se reunieron de casualidad. Hacía años que no se veían por viejos rencores. Esa noche hubo armonía y los rencores desaparecieron, quedaron disueltos como la leña que se consume en el fuego.
Cerca del árbol decorado con luces de colores que titilaban cada medio segundo había un mueble con las fotos de aquellos que ya no estaban. Ahora los recordábamos como cuando estaban sanos y bien. A las doce y dos minutos todos alzaron sus copas y brindaron. Fue alegría, risas, emociones. La mesa estuvo llena de bocados deliciosos típicos, los niños corrían alrededor de la mesa, los adultos conversaban de sus logros, de sus proyectos, de sus planes, compartían fotos viejas y tomaban otras nuevas para capturar los momentos.
Los niños se sintieron felices al abrir los regalos que supuestamente había dejado Papá Noel (las mujeres de la casa juntaron dinero entre todas y compraron los regalos para cada uno de los niños; los envolvieron y cuando los niños se distrajeron los colocaron debajo del pequeño árbol navideño, cada paquete con un color diferente, cada envoltorio con una etiqueta: “Para José”, “Para Juan”, “Para Francisco”, “Para Juliana”, “Para Martina”, y así todos).
¿Por qué los adultos solemos volver el corazón de piedra cuando algo nos hiere y nos lastima? ¿Será una forma de protegernos? El encuentro no fue planeado, pero los corazones de ambas familias se ablandaron al ver a los más
pequeños. Esa navidad hubo un cambio de página, como quien dice, un empezar de nuevo, todo lo demás quedó atrás. Todo sucedió como un milagro navideño. Cuando se despidieron, hubo abrazos y besos; hicieron planes para volver a verse, volver a juntarse en una mesa larga que cobijara a todos. ¿Por
qué esperar hasta la próxima Navidad?, se preguntaron.