Otros, menos proclives a los falsos halagos y a los eufemismos, sencillamente
lo tildaban de idiota. (…)
Las cuestiones que dictaminaban una u otra
nomenclatura no tenían que ver con sus capacidades intelectuales, sino con una
relación mística, casi religiosa con el amor. El pobre diablo aún creía en él.
En ese ilógico, en ese difunto. Un romántico, agregaban quienes lo
llamaban soñador. Un loco, advertían quienes lo catalogaban de idiota.
con la luna, su pasión por los poetas malditos, la lejanía que proponían
sus ojos, siempre esquivos, siempre atravesando la niebla, pactando vaya a
saber qué cosas con los perros de la calle. Zapatos marrones y gastados,
cordones deshilachados, camisas grises, libros extraños: por aquí una tarde, Las flores del mal; por allí una
noche, Una temporada en el infierno.
Decía admirar con fervor al Conde de Lautréamont.
hipótesis; todo héroe, su némesis. Toda cara, su contracara.
Aires, perdiéndose en sus devenires, adentrándose en los pasajes que
proponía la ciudad, se cruzó con ella. La situación no tenía atisbos de
irregularidad, el encuentro fue tan normal y mundano como cualquier otro: ella
estaba escribiendo grafitis del mayo francés en las paredes del Congreso y al
verlo, así, tan casual, lo invitó a arrojar una molotov contra la
policía montada. Como no podía ser de otra manera (en realidad podría haber
sido de muchas maneras pero, en un encuentro bañado de vandalismo y desafío a
la autoridad, solo era posible una resolución), él se enamoró perdidamente de
ella. La tinta y la sangre, se dijo, la poesía y la muerte. Una
explosión los separó. O tal vez el humo los deshizo como si fueran entes
fantasmales. O quizás un automóvil pasó con luces altas y los encegueció. O tal
vez huyeron despavoridos por el terror que provoca el tamborileo del corazón.
Se desaparecieron con tal fugacidad como instantaneidad los convocó para
encontrarlos. Aquel mínimo contacto hizo más profundo el amor, más indomable el
deseo.
alucinaciones provocadas por la absenta, la soñó como una mariposa multicolor,
dormida en los pétalos de una orquídea. La vio transfigurarse también, en el
espejo del baño, mientras se enjuagaba la cara. Otras veces la encontró entre
las páginas de sus libros, escondida en versos sin rima y sinalefas sin
vocales. La acarició entre las ruinas de una ciudad desconocida y la besó bajo
la sombra de un dios hecho de hojas y frutos. La amó con delicadeza y ternura,
con celos y rencores. La amó en soledad, en vuelos insomnes y fantasías
oníricas.
azar le invitaba a un trago amargo), no mediaban entre ellos cócteles
incendiarios ni frases revolucionarias; lo que había allí era algo más sutil,
más silencioso, pero con una fuerza capaz de rajar el pavimento. O peor aún,
capaz de abrir como con un bisturí oxidado el corazón de un soñador, idiota,
romántico y loco: alguien la saludaba desde un coche y ella desde la acera
abanicaba un ramo de flores. Ella estaba enamorado de otro, qué duda cabía. O
por lo menos (y he aquí cierto consuelo, porque el orden de los productos, en
las jurisdicciones del amor pueden alterar el resultado), alguien estaba
enamorado de ella.
treinta. Hay una copa y una botella, un cenicero que no contiene tantas
cenizas, un teléfono negro y una espera insoportable que merodea la casa como
un fantasma burlón y acechante. Como es sabido, lo que debe ser revelado
siempre ocurre después de la medianoche.
inverosímiles. Palabras en rojo furioso habitan los márgenes. ¿Cuántas noches
pasó despierto escribiendo como un poseso, desvelado por un amor que no llegó a
ser un pecado? ¿Cuántos noches más pasará descreyendo de todo? De la vida,
sádica y arpía. De la suerte, premeditada y alevosa. Del amor, palabra maldita.
vez. La mano se posó temblorosa y su voz dijo hola a cuentagotas. Del
otro lado, un mensajero cuervo, de malos agüeros y noticias venenosas, le
contaba algo que él ya sabía pero que necesitaba confirmar. Le contaron que
estaba enamorada de otro. Le contaron también que ese “otro” con su sola mirada
la deshacía en pasiones, que ella había descubierto nuevas sensaciones desde
que estaba con ese “otro”: el vino sabía a frutillas, el agua del arroyo tenía
el color del caramelo, el susurro del viento silbaba let it be. Y ese
“otro”, ¿quién era? ¿Quién podía enamorar a esa musa misteriosa, Calíope
salvaje? ¿Un pintor de ángeles, un bohemio disfrazado de amante, un semidios,
un demonio? No, dijo el mensajero, cuervo de Poe. Es un
diputado.
la respiración. Se levantó de la silla con sigilo y arrastrando las piernas fue
al cuarto donde estaba la vieja máquina de escribir. El cuarto era suyo, la máquina
de escribir era suya, las horas infinitas también lo eran. Todo menos esa
criatura que lo visitaba cada noche en sueños. ¿Pero qué era eso qué sentía? No
era tristeza. Tristeza era Pizarnik hablando de las lilas y de la
muerte. Era bronca, ira, rabia. A esa chica que escribió bajo el cemento
está el mar o seamos sensatos, pidamos lo imposible en una pared del
congreso de la nación, que prendió fuego las calles con una botellas, un trapo
y un poco de alcohol, no podía imaginarla de la mano de un diputado, contando
dólares y transfiriendo acciones a un paraíso fiscal.
como un lobo a punto de morir de hambre, despedazando a su presa, con un
apetito satisfecho solo a fuerza de golpes y más golpes contra las teclas,
escribiendo un artículo, un manifiesto, un golpe al estado contra el gobierno y
contra la miserable burguesía que no se conforma con robar de los bolsillos
sino que también roba de los corazones.
Me encantó !!bes!!
Me encanto!!bss