Massimo Morozzi, pasta set, 1985

   Aunque suene a cliché impuesto por mandato genético, porque de habérmelo propuesto hubiese terminado una carrera universitaria, desde muy chica tuve una rarísima fascinación por los utensilios. Mientras mamá hacía la comida en su cocina verde manzana, yo me quedaba quieta observando los inalcanzables implementos colgados de ganchos. Amaba la espumadera de latón, el colador de aluminio y mi preferido, ese abrelatas de acero inoxidable, que con viento sur se balanceaban y entrechocaban produciendo una música especial. Sé que mucha gente reniega de que alguien sea feliz con tan poco, pero para mí la felicidad es pasar el día en mi cocina, como para un escultor debiera serlo crear en su atelier, o para un mecánico reparar un motor en su taller, lo mismo para un carpintero. Digo, la vida puede ser lo que una quiera, siempre y cuando lo sepa, y yo, con un puñado de recetas heredadas más las hechas a prueba y error, pienso que la vida debiera ser una mesa bien puesta.
   Nunca será lo suficientemente grande mi cocina, sin embargo tiene buena luz, y dependiendo de la estación, se vuelve un horno o el mejor lugar del departamento. Julio, mi marido, reprocha que junte tanto chirimbolo: achica todavía más espacio. Yo me defiendo a mi manera, enrostrándole su manía de llenar frascos prelavados de mermelada con tornillos, arandelas y clavos que jamás va a usar, poblando cajones y estanterías del lavadero, tampoco es muy amplio, menos que menos un galponcito, digo.
   La noche del dos de octubre soñé que soñaba y en aquel sueño dentro del sueño recurría a todos mis trastos preparando guiso en pleno verano en una olla del tamaño de mi cocina: si digo “mi cocina” me refiero al artefacto no a lo edilicio. Justo preparaba buseca, con lo que me molesta ese vulgar corte de carne, digo, porque odio esa palabra y más todavía odio mondongo, quizás también por mandato genético. Lo concreto es que estaban encendidas las cuatro hornallas, yo subida a una escalera revolvía ingredientes con una cuchara de madera grande como un remo, y escuchaba voces pedir comida desde otra habitación. Mis supuestos comensales golpeaban la mesa a puñetazos, rechinaban sus cubiertos y en un momento se pusieron a cantar “quere-mos comer…, quere-mos comer…” Yo me desesperaba porque el guiso iba a fuego lento y sentía una angustia real, digo, algo estrujaba dolorosamente mi pecho. Consciente de que todo consistía en un sueño, aunque nada a mi alrededor estuviese deformado ni cambiado ni fuera de lugar, o debido a ese motivo, me propuse encaminarlo para tener un final feliz, como había leído en un libro con orientación chamánica. Y de pronto la olla se desbordó, saltaron rodajas de zanahoria, repollo cortado en juliana y cubos de zapallo sancochados, porotos y garbanzos salieron despedidos chocando contra el techo, rebalsó caldo de verduras y se apagó una hornalla. Procuré aferrarme del remo cuchara, pero la escalera se desplazó sobre las cerámicas engrasadas y perdí estabilidad. Haciendo equilibrio empecé a aullar pidiendo socorro, nadie parecía oírme, sin tener de dónde aferrarme trastabillé yendo a parar al piso, desperté aullando sobresaltada y con palpitaciones. La cosa no terminó ahí, digo, porque apenas pude ponerme en pie con la ayuda de mi marido, corrí hacia la cocina, y grande fue mi satisfacción al comprobar que estaba en perfecto orden.
   Los días calurosos prendo un ventilador y apunto el aire hacia mis cacharros, varios rescatados de la cocina verdosa de mi infancia; su música hierática me acompaña por horas. Recupero así una sensación similar a cuando era chiquita y descubrí por mí misma, digo, sin ayuda de nadie, que no vivimos un largo sueño del que nunca nos vamos a despertar. Soy muy consciente de que hay cierto arte en todo y a quien no lo quiera percibir, como en el caso de Julio, con su tendencia a recriminar por puro gusto, le puedo asegurar: una puede amar lo que hace tanto o más que a las propias personas. Yo, en el fondo, sé que él se siente un poco inferior, pero no por ese motivo voy a dejar de escribir mis recetas. Que rechace verme cocinando en televisión lo acepto, tampoco quiero perderlo, y él sabe bien que nunca busqué éxito editorial en mi primer libro: ”Una mesa bien puesta”, ni mucho menos en los seis posteriores que hoy día ocupan góndolas de supermercados y quioscos de diarios. Tuve la suerte de que a mi vecina se le acabara la sal un domingo al mediodía y me tocara timbre, justo cuando estaba preparando lasaña de calabacín escalibada y pesto rojo y entonces le pasé mi receta, lo demás vino por añadidura. Porque que le hayan interesado mis apuntes y haya encontrado musicalidad en mi prosa y que para colmo de males, digo, quiero decir de bondades, en la editorial donde trabaja también se mostraran interesados y me ofrecieran hacer una tirada de mil libros para probar y que ya se hayan traducido a veintinueve idiomas las recetas saladas y dulces heredadas de mi abuela materna y de mis cuatro tías -dos por bando-, para mí es una bendición. Puedo asegurar que, de persistir, a la larga las cosas se terminan concretando, tanto en la vida como en los sueños, y bien sabemos, digo, sólo las mujeres sabemos, que no hay sabor más exquisito que el de la superación, por más mandato genético e historia de la humanidad en contra, digo, me parece.
El cuento: “Una mesa bien puesta”, integra el libro de cuentos inédito “Las Majas”.
Sergio Fombona
Buenos Aires.

En 2004 edita “La vida muerde”, cuentos, Ediciones Simurg. En 2008 “El Mayor y las perlas”, novela, Ediciones Godot. Hasta la fecha se han publicado varios de sus relatos en revistas literarias de la Argentina y el exterior, así como en publicaciones por Internet.