Velázquez. La Venus del espejo, 1650
Cualquier
gran hotel de aeropuerto puede convertirse en un sucio burdel
si quien ocupa
una de sus habitaciones te trata con el mismo desdén que a una puta. De nada
sirven el lujo de los mármoles ni las luces especialmente dirigidas ni los
estudiadísimos detalles para el confort si el humo de su apestoso tabaco no te
deja verlo.
Te espero en la 129,
me dijo con aquella autoridad de la que no podía distanciarse jamás, ni
siquiera para dirigirme un simple ¿cómo
te fue en estos días sin vernos?

Viajé
de un extremo al otro de la ciudad como mandaban los cánones de mi locura por
él. Yo era la jovencita fascinada por su mentor, aún sorprendida por el hecho
de que él la considerase no ya atractiva sino intelectualmente interesante, así
que ¿cómo no salir rauda y veloz a su encuentro?
Cuando
llegué, pedí en recepción que le avisaran. Subí a la primera planta y allí
comprobé que me esperaba con la puerta abierta y las tupidas cortinas bien
cerradas. Lo que no sabía es que su bragueta también estaba clausurada para mí.
Pablo Picasso. Composición con Minotauro, 1936
A
pesar de lanzarnos con arrojo contra las puertas de espejo de aquel armario
temporal y de que mis ropas abandonaron su minucioso lugar, me apartó de su
lado y me dejó con las mismas ganas de sexo con las que acudí.
Él,
mi superhombre, se sentó al borde de la cama para confesarme que no podía
seguir adelante, que iba a consultar con un médico, que iba a hacerse unos
análisis… Y lo decía apesadumbrado, como si aquello fuera nuevo. Como si nunca
se hubiese excusado así conmigo. Como si no le hubiera ocurrido un mes antes.
Como si no supiera antes de llamarme que pasaría otra vez.
Pero
yo, lejos de reprocharle nada del tipo ¿por
qué no pediste viagra antes de viajar?
o ¿por qué me has hecho venir otra vez para esto?, desplegué mi
arsenal de cariñosos abrazos antes de pedirle que se tumbara junto a mí para
inventar algo nuevo entre los dos.
Émile Antoine Bourdelle. La nube o la aurora, 1907
Naturalmente,
él no accedió. Se levantó y fue hasta la mesa para alcanzar el paquete de
tabaco. Y yo, mientras, cual Venus frente al espejo, desnuda ante su impotencia
y, lo peor, ante su incomprensión, lo miraba relatar una a una todas aquellas
historias inconexas de su reciente viaje y desgastar uno a uno todos los
cigarrillos.
Cuando
estos se acabaron, decidió que era el momento de salir a tomar algo juntos
antes de despedirse hasta nuestro próximo encuentro, sabedor como era de que yo
no podría negarle nada.

Me incorporé para recoger mi ropa de aquella
moqueta verde y le di un beso antes de entrar en el baño. Después de aquel
sucedáneo de cita, yo debía ir a trabajar, a encontrarme con toda esa gente que
nos conocía a los dos y que, ni por asomo, sospechaba que algo así podía
existir entre nosotros, así que entré a ducharme para recomponer mi imagen. Al
menos, la que devolvía el espejo

Suzanne Valadon. Desnudo tumbado sobre sofá, 1920