He
viajado en colectivos fileteados con típicos ornamentos, esos inconfundibles
que decoran espejos y tableros, vi miles diferentes con ositos, perros y otros
animales de peluches y otras texturas atados a un piolín desde la cabeza,
moviéndose como bailando todo un viaje con el traqueteo del recorrido, zapatos
de bebé, rosarios, estampitas, cintas y moños rojos de falletina para espantar
la envidia y colaborar con la suerte. Vi espejos con flecos murgueros: amarillos,
rojos y azules. Hubo una larga época en que había coleccionado boletos rayados
de cinco cifras, ninguno capicúa, ninguno. He reunido muchos de ellos de todas
las líneas, de tarifas bajas y otras de largo recorrido, he perdido también
boletos en carteras, mochilas y bolsillos de camperas y pantalones. He viajado
largas horas de madrugada, de tarde y de noche directo a capital, la ciudad del
trabajo, he recorrido de madrugada donde hombres y mujeres dormitaban hasta
llegar a destino. Junté kilómetros, tantos que podría llegar a otro continente
ida y vuelta. Olfateé ricas fragancias en días festivos, y otros nauseabundos
de borrachos y gente sucia volviendo a casa los días domingo. Viajé incontables
veces con la cabeza apoyada en la ventana, desvanecida de sueño cabeceé y
dormite aún con el zarandeo de calles adoquinadas, rotas y poceadas. No era la
única, en esos viajes donde el colectivo estaba lleno hasta la manija y he
tenido que viajar parada y me he detenido a observar que a cierta hora muchos
duermen, retozan, por ejemplo entre las 10 y las 15 horas cuando el sol toca la
ventana, da modorra y nadie puede resistirse a una bella, aunque corta siesta.
He observado adolescentes mover sus labios y cantar desafinado con los
auriculares del walkman aunque ahora ya ni existen, en mi época se
usaban. Viajé sola en colectivo desde los ocho años, he visto muchas cosas y
hasta me ha tocado viajar en el mismo colectivo en el que viajaba mi padre, las
tres veces que coincidimos en el mismo interno él se encontraba sentado entre
el cuarto y séptimo asiento individual del lado izquierdo; caminar por los
pasillos atestados de pasajeros y encontrarme con él fue una inolvidable y
grata sorpresa. Una vez me sorprendí con una pareja de jóvenes adultos que se
sentaba en los últimos asientos de atrás, estaban muy excitados y se
toqueteaban debajo de una campera con la que se cubrían. Entre dormida he
escuchado niños llorando y mujeres hablando en guaraní en un tono alto y aunque
no sabía sobre qué o de qué hablaban se notaba que estaban disgustadas. He
viajado tanto que he aguzado los sentidos y escuchado a decenas de
universitarios hablar del bodrio de alguna materia en particular o lo “fuerte”
que está el profesor de los jueves o qué tan poco soportan a la rechoncha que
se sienta atrás. Vi ascender y descender a vendedores ambulantes con cajas y
bolsos de golosinas y artículos de librerías, a módicos precios, ideales para
el bolsillo del caballero y la cartera de la dama. He vivido tantas horas
arriba de los colectivos que he visto subir mujeres de todas las edades, de
todas las razas y religiones con niños en los brazos doloridos y enfermos cerca
de los hospitales. Fueron tantas las horas que pasé sentada y parada dentro de
un transporte público que he tenido momentos para reflexionar acerca de mi
vida, he tenido tiempo de resumir libros, tareas de geografía, memorizar
vocabularios y palabras. Fueron tantos los minutos que viajé que se me
adormecieron los muslos. En la línea azul y amarilla que va a Belgrano conocí a
un chico rockero que antes de bajarse en su parada me anotó su número de
teléfono en una caja vacía de Marlboro box. Y una noche -por suerte no había
luces dentro del transporte-, tuve una hemorragia y manché mi ropa y dejé una
laguna de sangre en el asiento de cuero negro. Una tarde he visto braguetas
amenazantes, braguetas asesinas en cada hombre, desde aquel día en que sentí en
mi hombro derecho algo demasiado caliente y cuando gire mi cabeza para mirar
aquello con tanta temperatura vi que era un horrible pene sobre mí; el
degenerado había sacado su miembro y lo refregaba; yo me levanté violentamente
de mi asiento empujando al tipo (procedí a descender), tomé aire negro y
contaminado de los vehículos que transitaban por la ruta y me alisté nuevamente
para subir a otro Titanic.

Foto de Agustín Víctor Casasola. México, 1929