Lucas Damián Cortiana
No entiendo a José Zorrilla y Moral, vallisoletano, dramaturgo, poeta, pelado y bigotón. Lo leí en “Traidor, inconfeso y mártir” y no me disgustó la leyenda del panadero y el monarca que temía por su trono, pero todo el escepticismo del mundo cabe en una frase o en una frase mal leída o leída con resentimiento o leída una noche de insomnio. No lo entiendo a José Zorrilla y Moral muerto en Madrid, casado con Florentina O’Reilly, amigo de Alejandro Dumas y Victor Hugo, pelado, dormilón y autor de la desdichada “¡Qué dulce es dormir en calma cuando a lo lejos susurran los álamos que se mecen, las aguas que se derrumban!”
Hay noches en que me cuesta dormir. Por ejemplo las noches de lluvia, cuando las gotas pegan fuerte contra la ventana, como queriendo hacer un agujero en el vidrio para entrar a refugiarse de la tempestad. Esas noches me pongo a pensar en las paradojas. Y en ese ir y venir por las contradicciones, me desvelo. ¿Y si las sigue un rayo hasta debajo de mis sábanas? ¿Y si el eructo de un trueno me rompe el espejo del ropero? ¿Y si un ladrón advirtiera la rotura en el vidrio? ¿Y si él también quisiera guarecerse de la lluvia? La casa de mi abuela tenía rota la cerradura del lavadero, un vagabundo entró allí una madrugada de invierno y nunca más se fue. Mi abuela, que tenía ochenta años y setenta de ellos de ama de casa, le daba un plato de guiso antes de acostarse, un mate cocido a la mañana antes de regar las plantas, le lustraba las botas y lo peinaba tres veces al día. El vagabundo murió cinco inviernos más tarde en la cama de mi abuela. Ahora hay un portarretratos con su foto en el living junto a otras tantas de sus nietos, incluido yo. Mi abuela nos dijo “llámenlo Alfredo”, pero ella le decía “el amor de mi vejez.” Me cuesta dormir. Será por las lluvias, por los ladrones, por mi abuela, por sus muertos. Será también porque no tengo mi casa ni mi cama ni mi hamaca en la lejanía de álamos susurrantes ni de aguas que se derrumban, porque no soy tan optimista como Zorrilla y Moral, porque dormir trae intenciones y descubrir si son buenas o de las otras es un paseo por el pasado, al menos con uno de los ojos bien abiertos.
Lo entiendo un poco más a Maurice Maeterlinck, gantés, dramaturgo, ensayista, peinado demasiado moderno para el 1800 e imberbe. Transité su obra mediante “Peleas y Melisenda” y “El pájaro azul”, una película estadounidense-soviética basada en la obra de teatro del belga, del mismo nombre, aunque el francés “L’Oiseau bleu”, es infinitamente más dulce y musical pero, cuando alguien escribe sobre la muerte como insinuando un amor tierno y rozagante, es imposible no dejarse seducir vital e intelectualmente. Lo entiendo un poco más a Maeterlinck, Nobel de Literatura, casado con Renée Dahon, muerto en Niza, Francia y autor de la felizmente miserable “Hay que decirle la verdad a alguien que va a morir… Es necesario que sepa la verdad, sin eso no podría dormir.”
Hay noches en que me cuesta dormir. Por ejemplo cuando el perro callejero ladra y la vieja que le da de comer cada tanto, abre la puerta de su casa cada quince minutos para gritarle “¡váyase a la cucha!”. Entonces, sin importar si son las dos, las tres o las cuatro de la mañana de un jueves cualquiera, me retiro a un rincón de la almohada a pensar en los perros de nadie. Hace unas semanas un cusquito (porque los perros de la calle nunca serán Golden Retriever ni Alaskan Malamute ni Yorkshire Terrier) mordió a un hombre en bicicleta. La perrera lo vino a buscar. Al perro. El cusquito tenía rabia. Allí mismo alguien le dio una inyección y el perro suspiró profundo. Yo me detuve a mirarlo, pero cuando él me miró a los ojos desvié la atención. Ver morir a un desconocido da vergüenza propia. Pensé, durante algún tiempo, que era una trampa. Que dormir era una mera trampa que le quita días a la mera existencia. Porque ¿quién inventó el sueño? ¿Dormir no es procrastinar vida?
O tal vez sea por los perros, por los gritos a la madrugada, porque no me separa nada de Maeterlinck, más allá de 11 000 km o catorce horas de vuelo y medio siglo de contemporaneidad frustrada y una condecoración en Suecia o la conversación serena y silenciosa con el perro de la calle, sus ojos hermosamente tibios como eso que pasa en los atardeceres, ese sol que se va, diciéndome que tengo que saber la verdad, que tengo que saber la verdad ahora, sino no voy a poder dormir.