Todos me decían que no podía ser que ella tuviera ojos naranjas ni que estornudara mocos violetas ni que cuando estaba nerviosa dijera el abecedario al revés en vez de un Padre Nuestro ni que se soltara el pelo para mantener calentitos a los gorriones que anidaban en el cuello de su blazer. “¿Y dónde trabaja…? No me tomés por tonto, no existe tal cosa como la Sociedad Protectora de Corazones Hechos Papilla.” Pero sí y dos veces sí. Todo aquello era cierto. Todo menos que…

Además, ¿quién sabe qué cosa es el amor? Ahora mismo podría estar debajo de cualquier cama y lo confundiríamos con un monstruo. O con las pantuflas. Hay lugares donde no se barre todos los días.

Al Doctor Malabum lo había conocido por recomendación de mi madre: “no puede ser que sigas soltero, andá a ver al Doctor Malabum. Y hacete ver esa mancha”. Pero lo que mi madre no sabía era que yo sólo quería a Nica, sólo a Nica y a nadie más.

— Voy a descartar eso de subir el Everest con las manos atadas a la espalda y los ojos vendados, pero todo lo demás continúa en mi lista.

— Dígame la lista.

— Aquí la tengo: aprender a bailar la danza del vientre; cocinar desnudo solamente vestido con un delantal; recordar una vez por día y olvidar, al menos dos; ver la luna llena y convertirme en algo; tirarme en paracaídas de un avión en llamas; cruzar una vaquita de San Antonio con una mariposa monarca…

— Espere…

— usted dirá, doctor malabum.

— ¿Cómo dijo?

— usted dirá, doctor malabum.

— Se comió las mayúsculas. Le receto una U, una D y una M en ayunas antes del primer pis y lo importante: recorte la lista, dedíquese a buscar a Nica.

Yo mismo a veces no podía creer que después de ducharse se derritiera en el suelo como un jabón o que matara mosquitos con una pinza de depilar, pero así era Nica, metía los dedos en el enchufe para que le volviera el pulso cada vez que se moría o regaba los cactus con las lágrimas que derramaba por Héctor Jaime Gómez Zamudio Piedrahíta, el galán de la novela colombiana.

— Hola mamá. Te dije que yo te llamaba. Sí, ya sé que no te aguantás. Sí, vengo del consultorio. Sí, le di tus saludos. Sí, me dijo que suspendas las pastillas de la noche. Sí, la presión por las nubes. Ahora está despejado mamá, pero hace un rato había cielo de tormenta. Sí, volaba de fiebre. ¿Que por dónde? Hasta la estratósfera, como siempre. Sí, casi no hay tos. Sí, la mancha sigue allí. Sí, se parece al mapa de Sudáfrica sin Lesoto. No, político no. Sí, físico y con todos los accidentes geográficos. No, no voy a estar bien. Sí, que me voy a morir. Sí, que me queda un mes, máximo. Sí, nos vemos para cenar.

Pero además, Malabum me dijo que me haría bien cantar a viva voz en la fila del supermercado y que ya no mirara para ambos lados antes de cruzar la avenida. Y me juró por todos sus títulos, de todas las universidades, que si la encontraba a Nica, quién sabe si no viviría un mes más o quién sabe si no viviría para siempre o quién sabe si en el mismo instante en que me mirara con sus ojos naranjas como naranjas no caería redondo al suelo, duro como una sandía. “Por las dudas ensayá tus últimas palabras”, me dijo el Doctor Malabum y luego me dio un abrazo.

Mi mamá ya tenía la cena lista cuando llegué a casa y me dijo que si tenía un mes de vida que agradeciera que estábamos en octubre y no en febrero.

(Continuará…)