CAPÍTULO 2
A la viuda de Spencer le gustaba ir al cine sola los jueves por la noche. El chofer la llevaba hasta la entrada, compraba el ticket y mientras la señora se encerraba dos horas y media más los avances y los créditos y el baño de damas antes y después de la función, el chofer dormía detrás del volante con la radio sintonizada en la FM C21H23NO5 JAZZ. La viuda de Spencer iba a ver películas rumanas sin subtitular y besos que juntaban los bigotes del galán con los colmillos de la heroína. O viceversa. Una vez que proyectaron una película checa por confusión, la señora Spencer prendió fuego a las butacas de la primera fila a modo de protesta y amenazó con tirarse de cabeza de las plateas. Fue la primera vez que intentó suicidarse.
— Le veo la nariz detrás del árbol y se le asoma un zapato entre los yuyos. ¿Piensa espiarme toda la noche?
Ahora resulta que soy narigón como un rinoceronte. Así que no me quedó otra que entrar con ella.
— ¿Y a esto le llaman drama post-imperio otomano?
— Yo no juzgué su romance de pseudo amante latino.
Había seis personas en la sala y todos a la vez, como un coro de estrigiformes, “shhhhhh”, con el agregado del eco que repetía la “hhhhh” ni sorda ni muda, más bien lata de Coca Cola abierta después de agitarse.
— Estoy aquí por Nica… y por el Doctor Malabum… y porque bla, bla, bla.
— Yo ya le había advertido que Nica es especial, y que el día que le dejara bla, bla, bla.
Pero ella no me había dejado, sino que se había ido sin poder volver. Como pasa a veces con esas palomas mensajeras que se detienen a descansar en el Vesubio o en el Triángulo de las Bermudas o esos peces que andan de turistas con toda la familia por la gran barrera coralina y terminan en una pecera en una librería de viejos.
— El blanco y negro tiene ese no sé qué…
Pero en vez de “shhhhh”, esta vez alguien dijo que él también tenía el corazón roto y se sentó entre medio de la señora Spencer y yo, en el lugar en donde estaban las palomitas de maíz y la botellita de agua.
— Tenía dieciocho años y Marita era mi primer amor y…
— Bueno, lo siento mucho pero aquí sólo hay lugar para una historia de amor y no hay suficientes palomitas para tres y…
Y se fue llorando al fondo de la sala diciendo que Marita era una princesa de no sé qué y la diosa de su no sé cuánto y la campanita del despertador que le recordaba que debía levantarse otro día más sin ella y…
— Detesto la gente que quiere dar lástima.
Y luego le pregunté por qué había intentado suicidarse diez veces en el último año. “Para dar lástima”, me dijo.
— Espere hasta que diga “capăt” y le digo un secreto.
Pero mientras tanto yo le hablaba de Nica y ella “así es mi hija” y yo le decía que me quedaba un mes de vida y ella “así es la muerte” y yo le decía que a esta película le faltaban efectos especiales y ella “así son los dramas post-imperio otomano”.
Cuando el chofer abrió la puerta, Parker estaba tocando el saxofón. El chofer dijo que el cementerio estaba lleno de música hermosa.
— ¿Y tú que tocas?
— Nada. Las guitarras me sacan callos, los pianos son caros, los contrabajos me parecen mastodontes y las flautas son para homosexuales.
— ¿Te mueres en un mes, no? Bueno, a la tumba de Dizzy Gillespie la gente lleva gafas de concha y en la de Thelonious Monk, se dejan crecer la perilla de cabra. Son raras las manifestaciones de la inmortalidad.
— Me basta con encontrar a Nica, ya me lo dijo el doctor. Por cierto, ¿el secreto?
La viuda de Spencer había puesto cara de Agatha Christie escribiendo el Oriente Express y me dijo que a su hija le gustaba esconder cosas, que lo había aprendido de su abuela que guardaba las joyas dentro de cáscaras de huevo cortadas con la precisión de quien talla un diamante y que me fijara muy bien en la Calle de los Pareados, cerca de la Iglesia de San Dístico Apóstol, que allí encontraría la primera pista. Y me dijo, además, con total confianza y que me quedara tranquilo y que somos como parientes, que se suicidaría al otro día de que yo me muriera.
(Continuará…)