— La vida y la muerte son la cabeza y la cola de un mismo monstruo.

— ¿Otra vez con tu filosofía de sobremesa, Boris?

— No es broma. Hablo en serio.

— ¿Y de qué va el tema esta vez?

— Que hay monstruos en todos lados. El dinero es un  monstruo, la tele es un monstruo, el deseo, la soledad. Nosotros. Nosotros somos monstruos. Nos amamos pero somos monstruos. Tú sobre todo.

— ¿Eso es porque hace dos noches olvidé decirte “que descanses, cariño”?

— Y porque dormiste en pijama.

— Yo puedo demostrar que no soy un monstruo. Pregúntame lo que quieras.

— ¿Perro o gato? ¿Blanco o negro? ¿El día o la noche?

— Algo real, Boris. Sobre el deseo, la pasión, los celos, la guerra, Dios.

— ¿Vas a estar con alguien más cuando yo me muera?

— ¿Qué esperas que diga, eh, Boris? ¿Tú vas a estar con otra cuando yo muera?

— Yo voy a morir antes que tú. Fumo, tomo, no uso cinturón de seguridad, soy corresponsal de guerra en el eje del mal… no me abrigo lo suficiente.

— Boris… nunca has fumado ni tomado alcohol, no conducís, no sos periodista. Lo único que me preocupa es esa mancha con forma de Sudáfrica.

— ¿Y entonces…?

— Y entonces, que si te mueres, primero me compro un oso así de grande porque me da miedo dormir sola y luego quitaría todas tus fotos de la casa porque en todas sales con cara de… de… bueno, de Boris; y después, cuando me haya cansado de llorarte y de escuchar violines en cada guitarra y de ver luto hasta en las películas de Disney, me voy a ir un mes a vivir con mi mamá y después, conseguir un trabajo que me haga olvidar de ti: afeitar la espalda de los monos en el zoo, por ejemplo, o mamporrera. Y cada fin de semana me pararía en alguna esquina con un cartel que dijera “abrazos gratis” y más abajo “free hugs” por si pasan turistas.

— ¿Oyes eso?

— Está lloviendo.

— No, no. ¿Lo oyes? Los vecinos de arriba se están yendo a dormir. Lo sé porque él siempre recita un poema de Dylan Thomas como si cargara con el peso de las penas de todos los hombres del mundo y ella dice “¡ayyyy!…”, como si… ahí la tienes, ¿la escuchas? (“¡Ayyyy!, olvidé sacar la basura, ¿la sacas mañana bien temprano, amor?”) Y luego miran ese programa de entrevistas y ella se duerme a la mitad y él le da dos besos y en el segundo ella se despierta y empiezan una guerra de cosquillas donde todo está permitido excepto la guerra fría.

— Siempre dije que las paredes son muy delgadas.

— … y ellos me dan miedo. Y el amor.

— ¿Te da miedo el amor, Boris? ¿No te parece la palabra más dulce y bonita del mundo? A-MOOOO-RRR. Ni siquiera hace falta ponerle azúcar.

Esa noche lavé los dos platos y las dos copas y dejé la luz del pasillo encendida. Nica dijo que me acostara, que ella volvería de su paseo por las nubes en horas de la madrugada. Abrí la ventana y miré a la luna con envidia. Nica dio un salto intrépido y en un parpadeo ya estaba convertida en canario, como era su costumbre. Nica era eso: una mujer que cuando tenía ganas de volar, volaba convertida en ave. O tal vez era lo otro: un canario que cuando tenía ganas de poner los pies sobre la tierra, se convertía en Nica. Cualquiera de las dos que fuera, aquella madrugada, no volvió.

(Continuará…)