CAPÍTULO 6

 

Yvonne cantaba como los dioses. Dulce y suave como el agua que cae de las fuentes, esas que tienen niños orinando y encima un ángel con una trompeta. Algunos aseguraban que una noche fría de invierno, mientras se desgarraba con un blues que narraba vaya a saber uno cuántas tristezas de cuántos negros en los campos de algodón, se hizo primavera de golpe y crecieron unas margaritas en los cajeros de los bancos y los taxis se volvieron carruajes con caballos blancos y la gente salía de las oficinas arrancándose las corbatas como si fueran horcas e improvisaban picnics en medio de las avenidas. Aunque Yvonne podía cantar lo que fuera y en cualquier auditorio de cualquier ópera, ya no podía cantar en la puerta del shopping ni en la esquina que tenía aquel café con una dueña fiera como un Cancerbero que la corrió a punta de escoba en dos ocasiones y que en la tercera llamó a la policía. Pero Yvonne descubrió una placita y en esa placita una pérgola y en esa pérgola unos jazmines. De siete a doce y de tres a ocho cantaba con la voz colgándose de una hamaca en el cielo, mientras en el suelo de la placita, un sombrero le hacía de caja registradora: por día, le alcanzaba para comprar dos panes que, porque así era Yvonne, compartía con las palomas.

La conocí a Yvonne el día que sin querer me llevé por delante su sombrero y todas las monedas fueron a parar a una alcantarilla. Yvonne siguió cantando hasta la última nota de la canción y luego me dedicó una que decía algo sobre ser un perfecto cretino. Yvonne tenía doce años y treinta y dos dientes, pero cuando enmendé mi torpeza llevándola a un restaurante y luego a la heladería, comía como un tiburón blanco, que, según vi una vez en un documental, tiene tres mil dientes y puede tragarse de un bocado seis mil kilos de jureles y kriles. Eso era mucha vainilla y crema del cielo.

Yvonne era como esos pasquines escritos en las paredes y en los puentes que con el paso de los años ya nadie observa porque denuncian un gobierno que ya no existe. ¿A quién le importa el grafiti que dice “Queremos la abdicación del zar. Al poder el Sóviet de Petrogrado”? Yvonne era un caminito de hormigas. No es invisible, pero no importa a dónde va o de dónde viene. Incluso, a veces es divertido pensar que cualquier día, si sos un Don Nadie y querés sentir qué es el poder, podés aplastarlas con un dedo. Por eso resultó extraño que aquel mediodía, mientras ella y el canario hacían un dueto de no creerlo, el delivery de pizzas estacionó su moto y preguntó por la “Señorita Yvonne. Dirección: La placita, piso la pérgola, número los jazmines.” La caja estaba caliente y humeaba. Como en las películas de Hitchcock, abrí la caja muy lentamente. Yvonne se relamía como los perros de Pavlov. Adentro había una pistola recién disparada.

 

 

CAPÍTULO 7

Seis noches seguidas me desperté creyendo escuchar un picoteo en la ventana de la habitación del hospital. La mayoría de las veces era el viento empujando ramas, y otras veces eran las enfermeras preparando los sueros, o el Doctor Malabum mirando radiografías con la luz de la luna. Yo nunca fui de creerle demasiado a los fenómenos de la naturaleza (¿cómo puede ser verdad un eclipse o una aurora boreal?) ni a los profesionales de guardapolvo blanco; preferí, aunque fuera el peor de los casos (siempre, siempre, siempre), creer en mis tonterías por muy mías y tontas que fueran.

Mi muy mía y tonta tontería preferida era creerme a mí creyéndole a Nica. Creerle a Nica que me llevaría a volar subido a su cuello de canario; creerle a Nica que en el árbol más alto de un bosque estaba haciendo un nido con ramitas y caca de gorrión para los dos; creerle a Nica que por nada del mundo y te lo juro y que me parta un rayo dos veces que no te voy a dejar. Jamás. Creerle a Nica cuando me decía que el amor era tan dulce y tan inocente… Yo siempre le temí al amor. He visto gente en sus huesos, padeciendo, como esos heridos de guerra que la Cruz Roja asiste en pleno campo de batalla. Entonces tomaba recaudos. Miraba debajo de la cama cada noche antes de acostarme y adentro de los placares y me tapaba con las sábanas hasta la cabeza, porque los monstruos se esconden allí y allí y allí y no te ven si estás bajo las sábanas ni te pueden matar.

A mi mamá le dio un disgusto enorme cuando le conté el episodio del arma adentro de la caja de pizza y cuando le conté que la pista me llevó hasta un hotel con piscina y en esa piscina, el conserje quitando dos cuerpos que flotaban boca abajo.

— ¿Usted es Yolanda o Beatriz?

— ¿No dijo que tenía un truco para no volver a olvidarse?

— Es cierto. “Yolanda y Beatriz, princesa roja y reina gris”. Usted es Beatriz.

— ¿Qué quiere?

Beatriz tiene muy mal carácter, pero por lo menos no le teme al paso del tiempo, no como Yolanda, que se tiñe de un rojo espantoso. Beatriz tiene doscientas seis arrugas en el rostro, y cuando se ríe, algo poco usual, cuarenta más por mejilla. Casi tantas canas grises como estrellas hay en la Vía Láctea y una mano de hada madrina para las inyecciones.

— Usted, Beatriz, es mi enfermera preferida.

— A ver, señor Boris, no tengo todo el día. ¿Qué quiere?

— Esta noche pasa el cometa, Beatriz, ¿me haría el favor de dejar la ventana abierta?

— Si no, tendrá que esperar otros doscientos cincuenta años, ¿verdad?

— Y otra cosa, Beatriz…

Cuando se enoja, son sesenta surcos más por mejilla y se le marchita, como flores de cementerio, alguna que otra pestaña. Y le dije:

— Si Nica pasa montando esa cosa —y no te me interpongas Beatriz—, me tiro de aquí sin paracaídas, (¿qué piso es?, ¿el ocho?) y me voy con ella.

 

 

CAPÍTULO 8

Pero en los obituarios no decía nada de los buceadores de la piscina. Y además, Yvonne había vuelto del hotel diciendo que “ahora qué haremos, no hay más pistas”, que “este es el final del camino”. Pero yo le dije “adivina quién vino anoche”. E Yvonne, encogida de hombros: “¿quién?”. Y yo, abriendo mis manos, como una cajita musical, “el canario”. Y el canario, en el pico, una llave.

Y entonces, Beatriz con el puré. Y que todo el mundo afuera, que es la hora de que el paciente tome su almuerzo. Aunque para Beatriz todo el mundo sea Yvonne. Como para mí, todo el mundo sea Nica.

— ¿Alguna vez le conté cómo conocí a Nica?

Qué importa si sí, si todos los días cuento la misma historia. Qué importa que Beatriz ya se sepa de memoria todos los detalles. Que fue una noche de invierno (o a veces una mañana) en una cafetería (y otras veces en un choque de autos en la ruta). Que llevaba un vestido hecho de pétalos de flores del Amazonas (y a veces sólo una remera insulsa que decía “NYC”). Que con apenas mirarla uno sabía que aquella criatura era un engendro mitológico o una filistea bíblica o una cosa que uno no puede dejar de observar, porque si lo hace, desaparece y no se sabe si aquello era de verdad o una ilusión óptica (y otras veces, no era para tanto). Y luego, juntos éramos como para una novela de Tolkien, con castillos y viajes a las profundidades de Mordor (y otras veces, una de Corín Tellado); y juntos, cada beso era bajo la lluvia, en un andén, en blanco y negro, con el león de la Metro Goldwyn Mayer rugiendo en la pantalla de los cines (y a veces, pura ciencia ficción).

— Veamos cómo está Sudáfrica.

Y Sudáfrica estaba entre medio de mis tetillas. O no… Por eso Beatriz sorprendida:

— ¡Sudáfrica ya no está! ¡Sudáfrica ya no está!

Y luego, Beatriz, escudriñadora:

— La mancha ahora se parece a otra cosa.

— ¿A qué, Beatriz?

— A una caja con una cerradura…

Así que Yvonne, que estaba escuchando detrás de la puerta, entró al grito de “¡la llave está debajo de la almohada!” y Beatriz (“no nos apresuremos”), corrió por los pasillos a buscar al Doctor Malabum.

— Proceda, enfermera.

La llave era chiquita como un fósforo y la mancha era, por donde se la mirase, una caja con una cerradura. Justo en el medio del pecho, como el baúl de la Isla del Tesoro en medio de la Isla del Tesoro.

Click.

El Doctor Malabum tenía guantes de latex y barbijo.

— Hágase a un lado, enfermera.

Y yo:

— Ni que fuera a desactivar una bomba, Doctor.

Y en el preciso instante en que la cajita se abrió, una bandada de canarios salío volando como enloquecidos por la libertad. Uno de ellos se llevaba en el pico, un riñón; otro, el páncreas; otro el duodeno, y otro más, la vejiga. El último, se llevó…

— Bueno, Boris, allá va volando tu corazón.

— ¿Qué es lo que tengo, Doctor? ¿Qué padezco?

— Es apresurado decirlo, Boris, pero creo que sufre de un caso gravísimo de metáfora. Tendré que derivarlo a un poeta amigo.

 

     CAPÍTULO 9

Nica no pasó cabalgando aquel cometa que pasaba cuando se le daba la gana al universo hacerlo pasar. Por eso aquella noche había sido una noche más oscura de lo habitual y además, más silenciosa. El cometa, según dijeron en la radio, había pasado a 42000, 195 km de la atmósfera terrestre, lo suficientemente lejos como para saber si su motor sonaba como un fórmula uno o como un centenar de caballos salvajes. Pero lo suficientemente cerca para saber que Nica, chiquitita como era, no había pasado con él, saludando al mundo con un pañuelo blanco. La viuda de Spencer vino al hospital algunos días después, con flores y bombones, y con la noticia de que a Nica, con esa cualidad de omnipresencia, había que buscarla en las flores y en las mariposas y en las iglesias y en los museos y en las tazas de té y en las migas que caen al piso y en los que hacen el amor y en los que hacen las bombas que caen en las aldeas, o sea, me dijo, en lo malo, en lo bueno, en eso, en aquello, en todo, todo y si no, ni te molestes.

— No se puede ser más cursi… ¿Las he presentado? Ella es Yvonne. Yvonne, ella es la viuda de Spencer.

La viuda de Spencer sabía lo mismo que sabía yo: que la vida y el amor pueden ser tormentas demasiado largas o lo que es peor, un solo y aburrido desierto. Pero Yvonne tenía, aún, la inocencia de los peces que abren la boca ante cualquier lombriz. Y no es que Yvonne fuera a comerse una lombriz, pero quién sabe. Además, Yvonne, no paraba de mirarme el pecho abierto para ver si había quedado allí, en aquel nido, algún huevito o un pichón que todavía no aprendía a volar.

— Cierra eso ya, Yvonne…

— No hay nada. Pero esto está muy sucio. Y el olor…

Pero…

— ¿Este pelo es suyo?

Porque la viuda de Spencer tenía el pelo como un invierno muy crudo.

— ¿A qué ha venido, señora?

— Yo no tengo nada que perder, Boris. Cada vez que doblo en las esquinas veo un pozo muy negro y muy profundo.

Justo en el momento en que estaba por preguntarme si sabía qué significaba eso, se dio cuenta de que estaba hablando con un moribundo. No hizo falta que volviera a preguntarle “¿para qué vino, señora?”

— Yo soy la que disparó el arma.

— ¿Y quiénes eran las víctimas?

— Nica fue muy específica. Una bala para ella y otra para Boris. ¿No reconociste tu camisa floreada flotando con tu cuerpo en la piscina?

 

CAPÍTULO 10

— Bienvenido.

Nunca había estado en una habitación con tantos libros ni frente a una boca que hiciera tantas preguntas: “¿alguna vez miró a los ojos al abismo?; ¿cuándo fue la última vez que durmió sobre un zafiro?; ¿qué opina de la sinécdoque “tiene veinte primaveras”?; si fuera mujer, ¿preferiría tener lunares en el cuello o en el pecho?” Ni tantos apellidos raros: Huidobro, Girondo, Lautréamont, Villacoa, Perlongher.

— El Doctor Malabum me facilitó su historia clínica. Nunca, en toda mi vida, había visto nada igual.

Y yo necesitaba respuestas.

— No, no, no. Usted no va a morir dos veces en una misma vida. Va a morir por la mancha, eso sí. En… ¿cuántos días? Ah, si, si. Esta misma madrugada. La otra fue una muerte poética. Como el suceso de los gorriones saliéndole del cuerpo. Usted está viviendo en estado de hipérbole permanente. Vea: según un estudio de la Universidad de Alberta, el lingüista bla, bla, bla considera que cuando un cuerpo adopta la forma de un poema, bla, bla, bla, puede mostrar los siguientes síntomas: 1) bla, bla, bla; 2) bla; 3) blaaaaaa.

Y yo necesitaba respuestas sobre Nica.

— Lo que me sugiere el elemento “canario”  y su plural en el contexto de una jaula que no lo contiene y de que salieran volando como locos de entre sus tripas (perdone la expresión coloquial) es fragilidad y libertad. ¿Se ha puesto a pensar por qué Nica lo mandó a matar? La respuesta es muy sencilla cuando uno ha hecho su tesis de la universidad sobre la vida y obra de Sylvia Plath: Nica lo está excarcelando. Usted debería saber qué cosas lo hacían prisionero.

Era jueves y faltaban dos minutos para la medianoche. Y empezó a llover.

— ¿Y qué te dijo el poeta, Boris?

— Vamos al techo, Yvonne.

Era viernes, apenas pasados dos minutos de la medianoche cuando llegamos al techo y la lluvia iba a seguir allí, como todas las lluvias del mundo, como todas las lluvias de la historia, una sola lluvia, transitoria pero perpetua. Y le dije a  Yvonne que cantara una canción que no se mojara ni pasara frío aunque estuviera bajo el peor de los aguaceros. Y comenzó a cantar una de Janis Joplin.

— Mira, Yvonne, yo voy a dejar esto aquí, porque hay que ser liviano.

Mis dos zapatos.

— Y esto. Pesaba mucho ya.

El reloj.

— Y sostenme esto, también.

Lo que fuera que ya no iba a ser.

— Y sigue cantando, Yvonne.

Abajo, la gente con paraguas esquiva los charcos. Las ranas no. Las ranas chapotean como los niños el primer día del verano cuando se abre la temporada de pileta. Arriba, la lluvia. Yvonne, cantando; yo, descalzo; los cometas, a punto de pasar por las lunas de Jupiter. Los canarios.

El amor ni arriba ni abajo. El amor es otra cosa. Otro ente. Otra sustancia. Otra materia. Otro espíritu. Pfff. Como el miedo. Como la libertad. Una abstracción vacía a la que hay que llenar.

Me acerco con los diez dedos, de los dos pies, al borde. Una mujer me mira con los ojos detrás de sus lentes y con el cuerpo dentro de su gabardina, y yo sé que está pensando en llamar a la policía. Mañana los diarios dirán que un hombre estaba parado al borde de la azotea. Que llovía. Que llovía mucho. ¿Dirán algo del amor? Nadie sabe nada. ¿Dirán algo de Nica? Abajo hay una docena de curiosos. La jaula está vacía. Un canario sobrevuela los paraguas. Dos. Dos canarios. Tres, cuatro, cinco, seis…

Salto.

Un canario sobrevuela los paraguas. Dos. Dos canarios. Tres, cuatro, cinco, seis…