La novela del buscador de libros, de Juan Bonilla (Jerez de la Frontera, 1966) se inscribe dentro de esa categoría de narraciones, habituales en otras naciones y que ahora parece que hemos descubierto en nuestro país, en que un escritor se siente obligado a dar cuenta al margen de su obra mayor de ficción. No es necesario extenderse mucho en este tipo de consideraciones porque están ahí, desde el recurso más consabido, que es el de las memorias, al de libros de temas que acompañan al escritor que a veces tienen similar intensidad y pasión que la literatura. Así, y por poner un ejemplo, Ernst Jünger en Cazas sutiles, una especie de diario que representa una carta de navegación por el mundo de un cazador de escarabajos, la colección de Jünger es una de las más reputadas de Europa, o El libro del reloj de arena, donde el escritor alemán analiza con consideraciones de extrema sutileza la historia del reloj de arena, diferenciándolos de otro tipo de aparatos medidores del tiempo, y realizando, así, un planteamiento fenomenológico de lo que sea el tiempo de vastos alcances intuitivos.
Bonilla es autor de narraciones de calado importante, como Nadie conoce a nadie, 1996, una novela que describe una semana santa sevillana donde entra en liza un juego de rol con el feliz resultado de que ficción y realidad acaban por difuminarse; Los príncipes nubios, con la que obtuvo el Premio Biblioteca Breve 2003 o Prohibido entrar sin pantalones,en 2013, donde se recrea la vida de Vladimir Maiakovski. Poeta, asimismo, su obra se reunió en 2014 bajo el título Hecho enfalta, aunque con posterioridad publicase el que hasta ahora es su último libro, Poemas pequeñoburgueses. Por último, su labor como ensayista nos ofrece un esbozo claro de lo que el lector se va a encontrar en esta suerte de diario esperanzado de un bibliófilo, como es La novela del buscador de libros: Academia Zaratustra; Catálogo de libros excesivos, raros o peligrososo Biblioteca en llamas. En este sentido puede decirse que esta última entrega de Bonilla es el resultado coherente de una pasión desplegada en torno a este objeto, el libro, elevado por Dante a categoría mística cuando describe el universo como un libro desencuadernado.
La novela del buscador de libros es un recorrido biográfico de un escritor que desde muy joven se apasionó por ese objeto encuadernado y su correspondiente fetichismo y, por ende, las necesidades espirituales que aplaca, como cierta abolición del tiempo, propio de cualquier coleccionista, que se quiere eterno en el momento en que adquiere el objeto porque el sólo hecho de poseer una colección y sumar objetos presupone un orden que se quiere inmutable y único, y todo ello al margen mismo algunas veces de la realidad pues se ha dado el caso de bibliófilos que han adquirido libros con la misma pasión de un joven y bisoño coleccionista cuando sabían que les quedaba poco tiempo de vida. En este sentido todo coleccionista exorciza con ello su condición de criatura precaria y ejerce con la colección una metáfora de la inmortalidad. Maravilla, una vez más, que el apego por lo material con visos de perdurabilidad, como hace el bibliófilo, se apoye en disciplinas apegadas al tiempo, como la Historia, o el conocimiento de ciertos saberes de la quimica respecto a la fabricación de colas, papeles, tintas, etc… y todo para cubrirse de un adorno con que enmarcar su propio goce o ansiedad, que no quiere ser de este mundo. Parecería que el bibliófilo siguiera al pie de la letra la canción de Goethe:
Nada hay dentro, nada hay fuera
Lo que hay dentro, eso hay fuera

Juan Bonilla
El libro posee momentos deliciosos de pura narratividad al margen de consideraciones bibliófilas, que hacen de él una especie de novela sobre un obsesivo por sus libros y características peculiares. Así, las cubiertas de novelas que simbolizan toda una colección, que supondría la correspondencia del don Juan persiguiendo el ideal de una cabellera femenina en multitud de mujeres: las cubiertas de las distintas ediciones de Lolita, de Nabokov o las de Nueva York, de Paul Morand o la de la primera edición de Ulises de James Joyce, en la edición norteamericana de Random House del año 34.
Este tipo de libros abunda en anécdotas, que se muestran esenciales al que narra pasiones de coleccionista, como hizo el Ramón de Pombo cuando dio cuenta de su obsesión tertuliana: de ahí que tanto Pombo como La sagrada cripta de Pombo sea puro cotilleo impresionista. No de otra manera podía contarlo con justeza.
Pues bien, Bonilla realiza su anecdotario propio con consideraciones que sólo alguien que ha vivido la pasión del bibliófilo puede entenderlo, como cuando cuenta la faena que le hizo a Rafael Conte, y en el fondo a sí mismo, al adquirir un ejemplar por el que no sentía especial apego, y todo ello porque supo que el crítico estaba interesado en él. Esta anécdota brilla por su especial sentido capaz de describir las peculiares perversiones de que es capaz un bibliófilo. A mí, sin embargo, lo que más me gusta del libro es el modo en que Bonilla habla de la primera vez que se enfrentó con una colección de libros, la de su padre, una colección que es metáfora de casi todas las modestas que poblaban las casas de los años sesenta: “En mi casa libros había muy pocos, casi todos ellos del Círculo de Lectores, años sesenta y setenta, tapa dura, sobrecubierta de plástico. Recuerdo La ciudad y los perros de Vargas Llosa, con unos perros locos dibujados y con uniformes de militares, Cien años de soledad, con una mujer en una mecedora y sin título impreso en la cubierta… Recuerdo también La enciclopedia sexual de López Ibor. Y aparte dos libros de Helenio Herrera…”
Descubrir si en ese origen está el posterior destino es apasionante, pero motivo de otro libro.