Salvador Dali, La edad de oro, 1957. Salvador Dali Museo de St Petersbourg, Florida

 

 

“Por la ventanilla [del trimotor] van desfilando las estepas ocres                                                                    de la Mancha. “¡Qué seguro estaba don Quijote en la                                                                                             silla de Rocinante y hasta en las aspas del molino”. Pero en seguida                                                                      también otra reflexión: “Si hubiera podido volar, como nosotros,                                                                         su imaginación no hubiera ido tan lejos. Basta con que vuele                                                                    el cuerpo”. […] Cuando la imaginación del siglo XVII se ha                                                                                                       hecho técnica-avión, todavía la imaginación                                                                                                        puede escapar en busca de metas nuevas”.

                                                 Ramón J. Sender. Viaje a la aldea del crimen. 1933

                 

 

Recientemente el profesor Francisco Rico, uno de los máximos especialistas en Cervantes, sugería que la clave del éxito del Quijote no se debe tanto a los procedimientos literarios, sino a razones humanas, “a la fascinación que produce la figura del protagonista, siempre radicalmente inverosímil y absolutamente natural” (Rico, F., 2016). De igual manera se puede afirmar que el éxito editorial del libro, sin parangón, a su juicio, en la historia de las letras europeas, corre en paralelo con su éxito iconográfico, pues es sabido que la figura del caballero y de su fiel escudero fueron rápidamente llevadas a la estampa para acompañar, facilitar y subrayar determinadas aventuras de su periplo o particular odisea. Dos buenos repertorios de imágenes del Quijote, desde la primera estampa aparecida en 1614 hasta nuestros días, entre otros muchos que se podrían citar, son el catálogo de la exposición Imágenes del Quijote. Modelos de representación en las ediciones de los siglos XVII a XX (2003), responsabilidad de Patrick Lenaghan en colaboración con Javier Blas y José Manuel Matilla y Cuatrocientos años de Don Quijote por el mundo, en la revista Poesía. Revista de información poética (2005), a cargo de Gonzalo Armero que recopila una exhaustiva iconografía quijotesca desde el siglo XVII hasta la segunda mitad del siglo XX, cuyo objeto, como señala Armero, es “recoger, seleccionar y poner en orden y concierto ese mar ingente, y un tanto proceloso, de ediciones, pensamientos, imágenes y manifestaciones de toda índole a que ha dado lugar” esta obra cervantina y cuya recopilación es, a su juicio, expresión, de “la grandeza de tal real ficción” (Armero. G., 2005: [11]). Obligado es recordar aquella premonición de Sancho en las postrimerías de la novela cuando le dice a su señor “Yo apostaré  –dijo Sancho– que antes de mucho tiempo no ha de haber bodegón, venta ni mesón o tienda de barbero donde no ande pintada la historia de nuestras hazañas; pero querría yo que la pintasen manos de otro mejor pintor que el que ha pintado estas” (II, LXXI).       

Frente al carácter inverosímil y natural subrayado por Rico, hasta el advenimiento de las vanguardias artísticas en los años diez del siglo XX, con la única excepción del dibujo hecho por Goya hacia 1815 para una serie de caprichos que se iban a titular “Visiones de Don Quijote”, la representación y las imágenes grabadas de Don Quijote y sus aventuras se ciñen a la más estricta verosimilitud, si bien es cierto que cada época subrayará o potenciará al héroe y a sus antagonistas con determinadas claves: así lo cómico en las representaciones del siglo XVII, los aspectos cortesanos y caballerescos en el siglo XVIII, lo fantasmagórico y la exaltación subjetiva en el XIX con las ilustraciones paradigmáticas de Gustavo Doré que tanto influirán en algunos artistas posteriores, o las minuciosas, casi etnográficas y detallistas representaciones de finales y principios del siglo XX muy apegadas, en nuestro solar, a una lectura nacionalista, positivista y erudita de la novela.

A juicio del historiador Francisco Calvo Serraller, lo excepcional de la prodigalidad icónica del Quijote “es que logró atravesar la barrera aparentemente infranqueable del arte de vanguardia del siglo XX, una de cuyas iniciales premisas fue la de abandonar cualquier atisbo de figuración” (Calvo Serraller, F., 2005: 21-45).   

En el contexto del arte español contemporáneo este itinerario de vanguardia comienza en París –ciudad referencial del arte moderno y vanguardista– con una pieza fundamental de la iconografía quijotesca moderna, la ópera de cámara, el Retablo de Maese Pedro, de Manuel de Falla, obra de encargo que le pidió al compositor la mecenas Winnareta Singer, princesa Edmond de Polignac, en octubre de 1918, para ser representada en su salón de música, para el que ya habían compuesto obras Igor Stravinsky y Eric Satie. La obra de Falla se estrenaría, sin embargo, años después, en junio de 1923, de cuya sesión dejó Corpus Barga un relato sobre los asistentes, publicado el 30 de junio de ese año en el diario El Sol, entre los que se encontraban, entre otros, Picasso, “de etiqueta” y el pintor y muralista José María Sert, dos versionistas destacados de la obra de Cervantes como luego veremos.

Falla, gran entusiasta de los títeres populares –un aspecto más de su búsqueda de lo popular–, eligió el episodio del Retablo de Maese Pedro, un momento fascinante y clave de la novela cervantina por la confusión entre realidad y ficción que se establece entre Don Quijote y los títeres de Maese Pedro, que escenifican la historia de la libertad de Melisendra a quien tenía cautiva el rey moro Marsilio, romance medieval que relata el rescate de la hija de Carlomagno, cautiva en la ciudad mora de Sansueña, por el caballero don Gaiferos.

Como ha señalado Jorge de Persia, en “gran parte de la obra de Falla el componente escénico, visual, es muy importante, además de muy complejo” y “el Retablo es una de culminaciones de esa concepción” (Persia, J. de, 1996: 23-42). Por las cartas, documentación y fotografías que se conservan, sabemos que con Falla trabajaron estrechamente y en comunicación constante los pintores Manuel Ángeles Ortiz y Hernando Viñes, quienes realizaron los decorados, figurines, telón y programa de mano, y el dibujante y aguafortista Hermenegildo Lanz, autor de los muñecos y títeres que tanta importancia tuvieron en la representación, “con toda su gracia de chicos” –como escribe Corpus Barga en la citada crónica. Según Jorge de Persia, el estreno de la obra en París, en junio de 1923, puede considerarse un primer ensayo para su escenificación en Sevilla que tendría lugar el 30 de enero de 1925 en el teatro de San Fernando y en febrero en Barcelona en el Palau de la Música, pero en ambos casos “trabajo en equipo, intenso y meditado, en el que Manuel de Falla coordina con la colaboración de Lanz las múltiples cuestiones que plantea el montaje” (Persia, J. de, 1996: 23-42).

Desde un punto de vista artístico y estilístico, los decorados y, sobre todo, los figurines de Manuel Ángeles Ortiz traslucen, a juicio de Juan Manuel Bonet, “un neopopularismo andaluz ya plenamente contagiado de cubismo”, de un cubismo lírico estrechamente vinculado con la figuración, pues la relación de Ortiz con Picasso “es clave para entender al Manuel Ángeles Ortiz de aquellos años” (Bonet, J.M., 1996: 9-20). Los figurines de Manuel Ángeles Ortiz –para los personajes Maese Pedro, Trujumán, el Ventero, el Paje, el Estudiante, el Hombre de las lanzas o Sancho Panza– están gráficamente ejecutados por medio de un dibujo muy sintético, coloreados a base de amplias superficies cromáticas casi planas, en los que se advierten, como ya se ha apuntado, influencias cubistas o picassianas; esta última muy acusada, por ejemplo, en el perfil de la cara y el ojo frontal de la figura del Estudiante. Sin embargo, en la imagen del programa de mano del 25 de junio de 1923 en el que se representa la liberación de Melisendra, diseñado por Viñes –pintor nacido en París, que practicó un arte cubista de resonancias también picassianas– se advierten ciertas influencias gráficas que podríamos considerar más próximas a diseños de Juan Gris. Los títeres y las figuras planas del teatrito las ejecutó, como ya se ha dicho, Hermenegildo Lanz, figura esencial en este proyecto. Hermenegildo Lanz fue profesor de dibujo en Granada, además de pintor, grabador, titiritero y fotógrafo, que apreciaba muchísimo a Falla, como ha contado el biógrafo de Lorca Ian Gibson: “Hombre bondadoso, siempre dispuesto a rehuir cualquier protagonismo, la sensibilidad de Lanz, según confesión propia, debía mucho a la influencia de Manuel de Falla (Gibson, I., 1988: 149). Los muñecos que esculpió Lanz, los que cantaban en escena –Don Quijote, Maese Pedro y el Trujumán (el muchacho narrador)– y los mudos –Sancho Panza, el Ventero, el Estudiante, el Paje y el Hombre de las lanzas y alabardas–, muestran un carácter popular y expresionista y cierto canon grequiano, sobre todo la cabeza de Don Quijote, obra que admiró a Falla, y fueron vestidos en París por Mme. T. Lazarski que siguió los figurines de Manuel Ángeles Ortiz y Hernando Viñes.

 

ilustración de Mert Genccinar

                 

En definitiva, el Retablo de Maese Pedro de Falla fue una “ardua metáfora del hombre moderno”, en el que las marionetas se imponían sobre los actores naturalistas creando una atmósfera de expresión popular, de teatro de feria, muy propio de la época, en clara contraposición a los ballets vanguardistas –futuristas o cubistas– que ensalzaban las máquinas modernas (Lahuerta, J.J., 2010: 37-38), una obra colectiva en la que “reconocemos la vitalidad de la vanguardia española en todo su esplendor” (Fuentes Vega, A., 2016: 15).

En este contexto de la vanguardia hay que referirse también a la versión escénica montada y dirigida por Luis Buñuel –otro amante de los títeres como lo fue Federico García Lorca–, que le encargó el pianista Ricardo Viñes para su estreno en Ámsterdam en 1926. Según Ian Gibson, a Buñuel le debió atraer este proyecto porque, entre otros aspectos, “el famoso episodio cervantino se desarrolla en la caballeriza de una venta en ´la Mancha de Aragón´, como se conocía entonces la parte oriental de dicho territorio, tirando hacia la tierra natal de Buñuel”. Sin embargo, Buñuel sustituyó los muñecos de la representación parisina por actores, encarnando los papeles de Don Quijote, su cuñado Rafael Sauras, y los de Sancho, Mases Pedro y el Trujumán, Cossío, Peinado y Juan Esplandiú respectivamente, pintores que en estos años ocupaban un espacio significativo en el panorama artístico en París y en la renovación figurativa. Manuel Ángeles Ortiz “diseñó los figurines, la fachada y el telón del escenario portátil. Según Joaquín Peinado, el retablo se construyó en el taller que tenían Pancho Cossío, Ucelay y otros pintores en la rue Broca, y en casa de Viñes ensayaban la parte musical, los movimientos de los niños y de los muñecos” (Gibson, I., 2013: 205-207). En Mi último suspiro, Buñuel se refiere a su improvisación: “El retablo es en realidad el teatrito de un titiritero. Teóricamente, todos sus personajes son títeres doblados por las voces de los cantantes. Yo lo innové traduciendo a cuatro personajes de carne y hueso que asistían, enmascarados, al espectáculo de Maese Pedro y de vez en cuando intervenían en la acción, doblados también por los cantantes que se encontraban en el foso de la orquesta” (Buñuel, L., 2012: 108-109). Varias fotografías publicadas en Blanco y Negro, el 16 de mayo de 1926, dan cuenta de esas innovaciones. 

También conviene recordar la representación del Retablo en 1928 en el Teatro de la Ópera Cómica de París. En esta ocasión, Falla encargó a Ignacio Zuloaga los decorados, figurines y marionetas para la puesta en escena, ayudado por su cuñado el pintor, ilustrador y escenógrafo Maxime Dethomas “que construyó los muñecos sobre madera, planos, recortados. Zuloaga y Falla tomaron parte en las primeras representaciones. Zuloaga haciendo la figura de Sancho y Falla la del mesonero” (Pahissa, J., 1991: 180). Para la escenografía, Zuloaga se inspiró en “La posada de los Vizcaínos” de Segovia, “dibujada por él en varias ocasiones… y de la que nos han quedado varios bocetos [donde se aprecian] el teatrillo en el que [se ven] las marionetas realizadas en colaboración con su cuñado” (Vallejo Prieto, J., 2015: 163). También Zuloaga modeló, policromadas por él, varias figuras, la de Don Quijote y Sancho Panza, entre otras, de canon también muy grequiano, sobre todo la del primero, acorde con el retrato y descripción hecha por Cervantes: “Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años; era de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro” (I, cap. I). Así mismo, el pintor vasco hizo varios dibujos, dentro de ese estilo suyo fuertemente realista de contornos muy expresivos y vibrantes con los que consigue implicarnos en la fuerte presencia psicológica y en el carácter de los personajes.

En este ámbito figurativo y con una carga intensamente escenográfica también encaja el ciclo, fuertemente goyesco, de quince enormes cuadros en grisalla, negro y oro, que confiere una tonalidad monocromática al conjunto –eco de las técnicas del Renacimiento–, que el pintor catalán Josep Maria Sert realizó, por encargo, entre 1929 y 1930, para decorar el comedor del hotel de lujo Waldorf Astoria de Nueva York, donde estuvieron hasta 1972, hoy en la Colección del Banco Santander. El tema elegido por el artista fue el episodio de las pantagruélicas Bodas de Camacho. En el New York Time de 27 de septiembre de 1931, Edward Alden Jewel alababa el conocimiento del artista de los “divertimentos y pasatiempos de la España antigua (…) Estas escenas, sólidas y divertidas –escribía– están dominadas por un espíritu de disfrute rústico que se contagia a todos los asistentes… la atmósfera de confusión aldeana se logra con tanta habilidad que el realismo deleita la vista (…) [y] se eleva por encima de la ilustración, de forma que no resulta necesario haber leído El Quijote para extraer de estos cuadros una buena dosis de satisfacción” (Jewell, E.A., 2005: 300). Como ha recordado Pilar Sáez Lacave, “Sert realiza una obra de tintes folclóricos y populares, en la línea españolista que entonces tanto gustaba, con claras alusiones a Goya, todo ello en un ambiente festivo y jovial” que contrastaba “con la elegancia de la decoración “art déco” del comedor del hotel donde se exhibía para disfrute de la adinerada concurrencia (Sáez Lacave, P., s.a.).

Dentro de esa corriente vanguardista, el Don Quijote del escultor Julio González, realizado en torno a 1929-1930, las mismas fechas de los cuadros de Sert, constituye, sin duda, una ruptura formal y conceptual sin precedentes. En ese tiempo, en estrecho y fecundo contacto con Picasso, González “abandona las formas naturales, para acercarse a la abstracción, logrando construcciones más espaciales” (Salazar, Mª J., 1982: 125-129), a base de esculturas concebidas como un ensamblaje de hierros cortados que parecen estar dibujados en el espacio, el cual se incorpora como parte activa de la forma escultórica como ocurre en esta obra. A propósito de esa relación espacio/dibujo nos parece pertinente traer a colación una cita, recogida por Mª José Salazar, de Aguilera Cerni: ese “dibujar en el espacio era construir la obra mediante líneas y planos sólidos que establecían la estructura del conjunto en colaboración con el aire, que pasaba a ser un material de igual rango que el hierro”. El historiador Valeriano Bozal ha visto en este Don Quijote cierta influencia todavía de Pablo Gargallo, pero también diferencias considerables con él. Para este historiador se aprecia aun cierto hieratismo y una acusada linealidad en la lanza que sostiene el personaje en claro contraste con la curva del cuerpo, pero considera que “el rasgo más original sea la importancia concedida al espacio virtual, vacío, entre la lanza y el cuerpo” (Bozal, V., 2000: 321). Guillermo Solana ha interpretado esta representación de Don Quijote como “una esencia, un arquetipo” al no representar ningún “episodio concreto del libro” y ha sugerido que ese gran vacío que dibuja la curva del cuerpo de Don Quijote, “sugiere el grotesco volumen de Sancho, como si escudero y caballero se hubieran fundido misteriosamente en una sola figura” (Solana, G., 2005). Se ha subrayado que la aportación fundamental de Julio González al arte moderno fue la creación de la escultura en hierro y que su producción escultórica, como ha escrito Margit Rowell es “una de las que contribuyeron con más fuerza a la evolución general de la expresión visual moderna, en cuanto que posibilita a la escultura dejar de ser arte de representación para ser arte de invención en el que un objeto no descriptivo significa una idea” (González, J., s.f.), cualidades que podemos apreciar en este Don Quijote juliogonzaliano de aspecto “hoplítico”. En el repertorio de esculturas de Julio González también encontramos una Cabeza de Don Quijote de 1930.

 Paloma Esteban ha subrayado que las raíces hispanas de Pablo Picasso “subyacen siempre en mayor o menor medida en sus creaciones” (Esteban, P., 2008: 28). El Greco, Velázquez y Las Meninas, Goya y su rechazo a la guerra, la Celestina, Cervantes y El Quijote o Góngora son, dentro de su dilatadísima carrera artística, una parte sustantiva de su repertorio visual. La figura de Don Quijote aparece en fecha muy temprana, en el Picasso juvenil, hacia 1894-1895 en un dibujo a tinta sepia realizado en A Coruña en donde junto a la figura de Velázquez, ha “retratado” de perfil a Cervantes sosteniendo un libro abierto –del que nosotros vemos la cubierta– y de la que parte una flecha hacia el borde de la hoja, señalando el nombre escrito de “D. Quijote”. Si nos fijamos en la cubierta del libro que sostiene Cervantes con expresión adusta, distinguiremos, con brevísimos trazos y unas diminutas manchas, una minúscula figura –apenas un borrón– sosteniendo una lanza. Esos trazos cortos y abreviados se alejan –dentro del código gráfico de finales del siglo XIX y principios del XX– del meticuloso realismo que había aprendido de su padre. Marilyn McCully ha visto en este dibujo la expresión “de su panteón de héroes personales” (McCully, M., 2015: 332). En este dibujo el jovencísimo Picasso también ha esbozado un templo clásico que puede identificarse con la fachada de un museo, quizá una alusión al Museo del Prado que visitaría en breve, y donde copiaría varias obras de Velázquez.

 

Don Quijote, de Pablo Picasso

                 

 Esta figura quijotesca, apenas esbozada en este primer dibujo, adquiere una definición figurativa mayor, además de aparecer contextualizada en el paisaje de la llanura manchega, en el dibujo que acompaña a la tarjeta postal que Picasso envió a Guillaume Apollinaire el 29 de marzo de 1907, reflejo del interés del poeta con el pintor por la figura y la literatura de Cervantes, que llegará hasta 1910 en forma de proyecto conjunto de la novela ejemplar cervantina El licenciado vidriera (Read, P., 1995: 50-51). Picasso ha dibujado, a la izquierda de la dirección postal, un Don Quijote cabalgando sobre un Rocinante esquelético y famélico de acuerdo con la descripción que Cervantes nos ofrece de él. Los trazos de mayor intensidad con que está dibujada la esbelta figura de Don Quijote, traducen la energía con la que el caballero obliga a trotar a su caballo y al mismo tiempo agarra con fuerza su adarga y lanza, cubierta la cabeza con una bacía. Lo enjuto de su rostro está perfectamente definido, incluso se distingue con claridad su puntiaguda barba. Una línea ligeramente curva a la altura del pecho del caballero fija el horizonte y la profunda extensión de la llanura con yerbajos, sobre la cual una pequeña mancha representa un molino con sus aspas. Por encima suyo, un gran círculo rodeado de trazos minúsculos, a manera de rayos, ocupa un cuarto del espacio de la escena denotando la fuerte presencia del sol en el paisaje, recordándonos que las primeras aventuras de Don Quijote tienen lugar en la abrasadora época estival manchega. Caballero, caballo y paisaje están trazados con breves signos vibrátiles y una enorme economía de gráfica que va más allá del mero apunte, consiguiendo reflejar la decidida, enérgica y voluntariosa personalidad de Don Quijote y el “adusto, tétrico, desolador paisaje de yermos páramos y descalvadas lomas” al que se refirió Azorín en la revista Arte Joven, de principios de siglo, en la que Picasso fue su director artístico (Martínez Ruiz, J., 1901:4). En suma, un dibujo que alude al “pelear”  –verbo clave en la figura de Don Quijote– por los proyectos aunque entrañen dificultad.

 El tema del Quijote no volverá a aparecer en su obra hasta años después, en la década de los años treinta, época en la que Picasso estuvo muy interesado por la ilustración de libros y, desde luego, con un estilo radicalmente distinto. La Biblioteca Nacional de Madrid conserva en la Colección de Juan Sedó Peris-Menchieta una carpeta con treinta y una cartulinas de color naranja todas ellas, excepto una de color gris, de medidas entre 31 x 22 cm. (con cortes irregulares) con el título genérico en la cubierta Don Quichotte, formado por letras a color rojo, verde y azul, donde la “Q” inicial está representada por una bacía y dos aspas de molino y en la parte inferior las siluetas de Sancho y don Quijote. El cuerpo rechoncho y grueso del primero, todo en color rojo, evoca los odres de vino que el andante caballero acuchilla en la venta y la figura de Don Quijote, de trazo esquemático, en tonos verdes claros y amarillo, sostiene una vez más lanza y adarga, descansando sobre una mancha verde, quizá una sintética alusión al paisaje. Se trata, por tanto, de una cubierta parlante, constituida por símbolos recurrentes en la caracterización de los personajes.

 El contenido de la carpeta está formado básicamente por las hojas preliminares de texto y títulos de las imágenes, veinte estampas numeradas en arábigo, un dibujo a tinta roja, el croquis o boceto de otra estampa a tinta negra –con la figura de Don Quijote– y el colofón. Todas las hojas en la parte posterior llevan el exlibris de Juan Sedó.      

La primera página de texto manuscrito proclama ya un objetivo formal: “Le texte est résumé / par l´image et la / seul poesie des / lignes doit refaire / la vie de l´oeuvre” (debajo de esta inscripción el signo de un ojo). La página siguiente en un recuadro tipográfico: “Original de / Picasso”. La cuarta hoja, manuscrita: “20 Bois originaux / et / ce texte / par / Breton. Miro. / Max Hermig / Pragman / et Picasso”. La quinta hoja muestra la escueta, pero esencial, inscripción que acota la significación de la primera: “Illustration / graphique / par / les couleurs / et / L´Art / abstrait pur” (debajo, un signo formado por un rombo y una línea en su interior). A continuación en dos hojas, manuscritas y numeradas, la relación de los títulos de las imágenes: 1. Don Quichotte armée / 2. Sancho seul / 3. Le village / 4. Voie les armes / 5. Ce renguer / 6. Les moulins / 7. Mes aventures / 8. 1ª Histoire / 9. Le Château / 10. Grand armé / 11. L´Île / 12. L´epée brille / 13. Sancho l´ami / 14. La reine / 15. Ma forcé / 16. Les noces de Gamache / 17. Les animaux / 18. Île Baretaire / 19. L´armé de Dieu / 20. Sa tombe.

A continuación viene una hoja, esta de color gris, con un boceto a tinta roja en una hoja cuadriculada de menor tamaño (18,7 x 14 cm.) firmada “Picasso”. El dibujo lleva la inscripción: “DON QUICHOTTE” / seul” (autógrafa) y debajo otra inscripción manuscrita, muy posterior, fechada –aunque la data es difícil lectura–: “Paris, 18/1/1951 /Dessin original de mon premier projet / Picasso”. Otra hoja –la 22– con un dibujo semejante al anterior con el título “Don Quichotte / seul”, al que antecede la firma “Picasso”. Debajo del título, la inscripción: “1/5 Bon original de C [sic] Picasso”. Por último, la hoja con el colofón: abre la página una rama (que aparece también en otras páginas) con el siguiente texto: “1/2 Cette Edition est originale / et comporte un dessin sur bois / et son croquis de la main de / PICASSO / Les autres bois et le texte furent imprimes et sont dans / leur avant tirage en couleurs / L´oeuvre ci-contre a eté exposé au Salon Cubiste de Paris / 1936 / Verdies / editeur”.

No podemos detenernos en cada una de las veinte imágenes, pero sí apuntar que las figuras estampadas en negro sobre fondo naranja son técnicamente pruebas xilográficas que, en este ejemplar de la Biblioteca Nacional de Madrid, están realzadas y completadas por gouache o acuarela de distintos colores, rojo, amarillo, azul o verde en los contornos o partes internas de las figuras y elementos decorativos. En algunas la figura xilográfica, siempre en negro, puede estar retocada también con gouache del mismo color. Cuatro de estas imágenes –las numeradas 1 y 6, el “dessin sur bois” “Don Quichotte / seul” y su croquis –dibujo a tinta roja sobre hoja cuadriculada– se pudieron ver en la exposición Coleccionismo cervantino en la BNE: del Doctor Thebussem al fondo Sedó (2015).

Creemos que esta carpeta es una prueba previa –quizás de dos realizadas– a la estampación definitiva, que incluiría texto de los autores mencionados supra y que aquí no aparecen. Por tanto es muy probable que se trate de una carpeta que se quedó en proyecto, como puede deducirse también de la inscripción manuscrita –¿de Picasso?– en el boceto a tinta roja: “… Dessin origial de mon premier projet / Picasso”. De la carpeta en cuestión se debieron exponer, en el Salon Cubista, exclusivamente las imágenes que hemos relacionado.

 

Don Quijote y Sancho, a tinta china, dibujados por Antonio Saura, 1987

 

En ese periodo (1936, fecha que aparece en el colofón), Picasso ya había atravesado varias etapas fundamentales de su carrera artística: fundamentalmente los periodos cubistas y su particular aportación al surrealismo. La Carpeta de estampas Don Quichotte seul es un buen ejemplo de la versatilidad picassiana con las formas plásticas y la invención icónica que le caracterizó, de la irradiación en su quehacer artístico de dispositivos conceptuales como el collage –algunas de estas figuras parecen recortadas y pegadas en el espacio– y de la coexistencia de estilos e influencias de otras artes, como en este caso concreto, por ejemplo, del arte geométrico prehistórico levantino, cuyo conocimiento y difusión alcanzó su auge en estas fechas, pero sobre todo esta obra en su conjunto es reflejo de la tensión entre la figuración y la abstracción, capítulo fundamental de las poéticas artísticas de estos años, como se indica en uno de los textos que hemos transcrito: “Illustration / graphique / par / les couleurs / et / L´Art / abstrait pur”.

La peculiaridad figurativa de las imágenes quijotescas que crea Picasso en esta obra cuadra muy bien con las palabras suyas publicadas en Cahiers d´Art un año antes, en 1935, revista que se hacía eco de esas tensiones estilísticas: “No existe un arte abstracto. Hay que comenzar siempre con algo y después se pueden quitar todas las huellas de la realidad (…) todo se nos aparece en forma de figuras. Hasta las ideas metafísicas se expresan mediante figuras simbólicas. (…) Una persona, un objeto, un círculo, son figuras; su efecto sobre nosotros puede ser más o menos intenso” (cita recogida en Calvo Serraller, F., 2006: 57). La idea fundamental de Picasso no fue tanto ilustrar con literalidad algunos de los pasajes de la novela cervantina, como resumir su espíritu o poesía por medio de líneas y figuras escuetas cargadas de elementos simbólicos, aunque algunos títulos sí hagan referencia a capítulos concretos –vela de armas, los molinos, bodas de Camacho o Isla Barataria.

 Ha sido Manuel V. Monsonís Monfort el autor que mejor ha estudiado el significado de estas imágenes, analizando todas y cada uno de los elementos que las constituyen, y a cuyo artículo remitimos al lector (Monsonís Monfort, M.V., 2005-2006: 345-346). Tras un análisis detallado de cada una de estas estampas, en las que considera que en esta obra “el recurso al surrealismo resulta troncal en toda ella, tanto en las formas propuestas como en el fondo”, Monsonís llega a la conclusión de que “Picasso en ningún momento procuraría una representación descriptiva de la narración cervantina, sino que buscó enlaces entre las aventuras del protagonista manchego y sus estados emocionales –en esos años Picasso vivía una crisis personal y sentimental muy aguda–, en los que destacaríamos cierta obsesión por la soledad” (Monsonís Monfort, M.V., 2005-2006: 353).

Ninguna otra aproximación posterior de Picasso a la novela cervantina alcanzó ese grado de complejidad como en las estampas a las que acabamos de referirnos. En la década de los cincuenta del siglo pasado, Picasso realizó varias obras con Don Quijote como protagonista, una de las cuales –el dibujo de 1955– tuvo, como veremos, una gran difusión, quizás la imagen más conocida del artista sobre este tema, “el omnipresente esbozo de Picasso”, en palabras de Francisco Rico (Rico, F., 2005: 14-15).

La revista Poesía. Revista de información poética, en su número monográfico dedicado a los Cuatrocientos años de Don Quijote por el mundo (2005), en edición de Gonzalo Armero, publicó dos interesantísimas fotografías de Robert Picault para “el montaje de Picasso para el personaje de Don Quijote en la película inédita La mort de Charlotte Corday, realizada por el pintor y Frederic Rossig en Vallauris en 1950”. Podemos entender esta imagen de Don Quijote sedente como una escultura efímera, de carácter lúdico, que ensambla distintos objetos cotidianos, incluidas la pintura y la cerámica, sobre el fondo encalado de una tapia que nos hace evocar las bardas de los corrales de las ventas quijotescas (Armero, G., 2005: 329).

 Un año después, en 1951, Picasso realiza en noviembre dos litografías Don Quichotte et Sacho Panza I y II, en las que los dos personajes dialogan sonrientes en torno a una paloma      –tema picassiano por excelencia– que sostiene Sancho en sus brazos. Picasso utilizaría estas imágenes, con algunas variantes  –acentuando hacia lo caricaturesco los rasgos físicos de ambos personajes– en el cartel para la exposición Hispano-Americana de la Galería Henri Tronche en París celebrada entre el 30 de noviembre y el 22 de diciembre de ese año (Bloch, G., 1984: 158 y 270).

 El dibujo a tinta fechado en su villa de la Californie el 10 de agosto de 1955 es, sin duda, como hemos comentado, la imagen sobre el Quijote más conocida y popular de Picasso y la que ha alcanzado mayor difusión. En un texto de la Fundación Picasso. Museo Casa Natal (Málaga), se resume cómo el artista hizo este dibujo a petición de su biógrafo Pierre Daix para incluirlo en el semanario Les Lettres françaises con motivo del 350 aniversario de la publicación de la primera parte de El Quijote. Picasso exigió además que se realizara una tirada en offset del dibujo para ponerla a la venta en el stand de la revista, durante los actos de la “Fête de la Humanité” y de las “Six heures du libre”, organizada el 4 de septiembre por el Comité Nacional de los Escritores del Partido Comunista Francés. Posteriormente se utilizó como cartel por primera vez para la exposición Picasso. Lithographies. Estampes. Reproductions, celebrada del 19 de noviembre de 1960 al 14 de enero de 1961 en la Librairie Saint-Germain y en L´Art et la Paix de París.  

 

Don Quijote en los molinos. José Moreno Carbonero

                 

El dibujo en cuestión muestra una imagen de Don Quijote y Sancho montados en sus cabalgaduras con una línea de horizonte muy baja, cuatro molinos y un sol con sus rayos. Salvo Sancho, están presentes los mismos elementos iconográficos que hemos visto en el dibujo de la tarjeta postal que le envió Picasso a Apollinaire en 1907. Pero el tratamiento de las formas es aquí muy distinto. Las figuras de los personajes, que se miran y hablan entre sí en uno de aquellos diálogos habituales que mantienen en el curso de sus aventuras, están gráficamente resueltas por medio de líneas audaces que asemejan casi garabatos. Las fisonomías de ambos, y su traducción plástica, sigue, pero sin recurrir a ningún recurso realista, el retrato trazado por Cervantes, delgadez extrema en Don Quijote –“seco de carmes y enjuto de rostro”– y gordura de Sancho. Igualmente en sus monturas, el Rocinante de Don Quijote –“solo piel y huesos”– y el rucio de Sancho. La cabeza del asno nos parece una transliteración de la escultura Cabeza de toro que hizo Picasso en 1942, uniendo el sillín y el manillar de una bicicleta en el contexto de los objets trouvées. El resto de los detalles que caracterizan a Don Quijote son muy precisos: bacía (yelmo de Mambrino) sobre su cabeza, lanza en ristre, escudo y perilla delgada. La estructura figurativa de Rocinante se asemeja más a una forma escultórica por el uso de estilemas propios de las esculturas de los años treinta –la utilización del vacío, semejante a lo que hemos visto de Julio González–, que a una forma dibujada de contornos definidos y cerrados. El dibujo respira movimiento y expresa una aguda y ágil elaboración que sitúa a los personajes en su entorno físico y geográfico en el que desarrollan sus aventuras y muestra también de forma sintética, pero expresiva, la estructura dialógica que les define como personajes literarios, uno de los mayores aciertos del libro cervantino.                

Un antecedente formal de este dibujo picassiano podemos verlo en el Quijote ilustrado por Gus Foba entre 1926 y 1927 para la editorial parisina de Simon Kra, o un precedente más lejano en las estilizadas figuras de Honoré Daumier de 1867, que, sin duda, Picasso conocería. Con signos gráficos muy próximos a estos se representan los mismos temas en la terracota, en forma de bacía, de 1959, que Picasso regaló a su amigo y barbero personal Eugenio Arias. En la bacía parece aludir a dos escenas: la de los molinos de viento y la de la los batanes.

La última vez que Picasso volverá sobre el tema cervantino fue al abrir la serie de trescientos cuarenta y siete aguafuertes (aunque también utilizó otras técnicas, como la aguatinta o la punta seca) conocidos como Suite 347, entre el 16 de marzo y el 5 de octubre de 1968. Pierre Daix definió esta obra como “un cuaderno de bitácora” de una de las últimas singladuras del artista. Kosme de Barañano ve este conjunto de grabados como “un compendio… donde encontramos todas las formas posibles del “realismo” [y] donde se mezclan sus fantasías sexuales con su personal memoria de la Historia del Arte (Barañano, K. de, 2000: 14-17). Las estampas explícitamente relacionadas con los personajes del libro de Cervantes –que no con sus episodios– son las catalogadas con los números 138 (Variación sobre el tema de Don Quijote y Dulcinea); 152 (Don Quijote encontrándose a Dulcinea); 161 (Variación en torno a Don Quijote y Dulcinea: parada de comediantes ambulantes); 198 (Don Quijote, Sancho y un “mosquetero” mirando pasar a Dulcinea sobre una carreta tirada por un hombre enmascarado) y 233 (Dos mujeres, una de ellas sobre un banquillo, un búho, Don Quijote, un gentilhombre sacado de El Entierro del Conde de Orgaz, y un conquistador). La estampa catalogada con el número 23 contiene el nombre de Dulcinea, pero no parece que tenga nada que ver con el tema cervantino de forma directa, mientras que la estampa 115 (Notables españoles visitando un burdel adornado con una armadura) sí puede contener una alusión al archiconocido, pero apócrifo, retrato de Cervantes atribuido a Juan de Jáuregui, en el personaje situado a la izquierda, con frente despejada y gorguera.

No podemos detenernos en cada una de las estampas (que merecerían un análisis concreto), pero todas ellas –las explícitamente dedicadas a Don Quijote y Dulcinea– ponen de manifiesto el choque del pensamiento ideal amoroso de Don Quijote por Dulcinea con la cruda realidad sexual que lo envuelve aquí en estas estampas, en el contexto de un mundo de prostitución, tan caro a Picasso, del que ha dejado innumerables obras desde sus inicios hasta esta serie. Estas pequeñas Dulcineas, especialmente las de las estampas 152, 161 y 198, recuerdan a las señoritas de la calle Avinyó, protagonistas del célebre cuadro pintado en 1907. No es ajeno a esta forma de mirada que en esta Suite, Picasso dedique 66 estampas al tema de la Celestina, libro del que poseía dos ejemplares antiguos, uno del siglo XVI. Brigitte Baer recoge el testimonio de Aldo Crommelynck que, junto con su hermano Piero, ayudaron a Picasso en el taller de Mougins, según el cual el viejo Picasso no quería explicar nada de estas imágenes: “Mire –decía– hay muchas adivinanzas en los 347 grabados y, sin duda, por lo extrañas que son, seguirán siendo adivinanzas mucho tiempo, quizá para siempre” (Baer, B. 2000: 25).

En todas estas aproximaciones al texto cervantino, el acierto de Picasso residió, además de en la expresividad e intensidad gráfica alcanzada, en la pluralidad de miradas y formas con que se acercó a los personajes principales y, sobre todo, en la profunda identificación que como artista logró con el autor de la novela.

Dos años después de que Picasso realizase el dibujo de Don Quijote, el escultor Alberto Sánchez, fundador con Benjamín Palencia de la Escuela de Vallecas entre 1927 y 1932 en Madrid, colaboraba en su exilio ruso como asesor para la ambientación de la película del cineasta soviético Grigory Kózintsev sobre Don Quijote. Por cierto, hay que recordar antes de hablar de este proyecto, que la figura de Cervantes –y por extensión debemos entender que la de Don Quijote también– fue tenida en cuenta por Alberto y Palencia en la inscripción de nombres que pintaron o grabaron en el mojón que había en lo alto del vallecano cerro Almodovar –llamado Cerro Testigo–; Picasso, El Greco, Zurbarán, Cervantes, Velázquez, fueron algunos de los allí inscritos. En su texto “Sobre la Escuela de Vallecas”, de 1961, Alberto Sánchez recordaría que “como Don Quijote… nosotros también, considerándonos caballeros andantes de las artes plásticas, describíamos nuevas formas del dibujo y el color” (Alaminos López, E., 2013: 19). De 1955, misma fecha que la del dibujo picassiano, Alberto ya había realizado otro con el título El Quijote. Pueblo de la Mancha que por su composición y estructura recuerda los decorados de los años 30 para su Fuenteovejuna.   

 

Don Quijote, de bronce, de Venancio Blanco.             

 

José Luis Sánchez Noriega ha calificado el proyecto de Kózintsev, director que formó parte del cine soviético de vanguardia en los años 20 junto con Serguei M. Eisentein, Vsevolod Pudovkin o Dziga Vertov, de un Quijote del postestalinismo –Stalin había muerto en 1953–, abierto al mundo exterior, como prueba la favorable acogida que tuvo en nuestro país, en 1966, aunque las crónicas omitieran la colaboración de Alberto, exiliado político y figura central de nuestra vanguardia artística de la Segunda República y la Guerra Civil (Sánchez Noriega, J.L., 2005: 85-98).

El historiador Jaime Brihuega, gran conocedor de la figura y la trayectoria de Alberto, que ha comisariado junto con Concepción Lomba en 2001 la mayor exposición dedicada hasta la fecha a su obra, ha señalado que “desde los créditos hasta el final de la película, la presencia visual de Alberto Sánchez resulta abrumadora… y que la poética visual de Alberto impregna casi la totalidad de las imágenes fílmicas con una intensidad muy honda”. Brihuega reconoce en los paisajes geológicos en que está rodada la película, una transposición con los paisajes de Vallecas, Valdemoro, Toledo y Albacete que inspiraron a Alberto Sánchez y lo que es lo más importante su utilización como “metáfora esencial del espíritu del protagonista [Don Quijote]” (Brihuega, J., 2005:25-44). La asesoría de Alberto se plasmó además en escenografías –aspecto este que cultivó en Rusia como medio de vida– y numerosos dibujos sobre el tema, que Brihuega recoge en su artículo, del orden de veinticuatro, repartidos entre colecciones institucionales y particulares, y algunos en paradero desconocido, solo conocidos por la transmisión oral de su hijo.

Cocha Lomba aporta datos muy reveladores sobre el papel de Alberto como ejecutor de escenografías y su implicación, desde fecha muy temprana, en la Unión Soviética, con la puesta en escena de obras de la literatura española de la época de Cervantes. Sugiere que Alberto, una vez más, “recurrió a su memoria” de los pueblos castellanos, y que aunque compuso “imágenes nuevas, empleó alguna obra realizada con anterioridad [como] aquel paisaje que ya hemos mencionado, Pueblo de la Mancha, fechado en 1955” (Lomba, C., 2005: 45-60).

La relación de Alberto y el cineasta ruso fue muy cordial. Kózintsev conoció a Alberto por una pintura suya –un bodegón, que vio en casa del escritor y periodista Iliá Ehrenburg, en cuyas memorias –Gente, años, vida (Memorias 1891-1967) menciona la película, pero no habla de Alberto y su participación en ella; tan solo en las casi dos mil páginas de estas memorias cita al escultor una sola vez, con motivo de una visita a su casa, en 1940, tras su regreso a Moscú el 29 de julio, de varios miembros de la Brigadas Internacionales “y los españoles La Casa y Alberto Sánchez (Eherburg, I., 2014:1943-1944).

Por el contrario, Kózintsev sí dejó una emocionada semblanza del escultor y su trabajo en la película, y en su libro Pantalla profunda, de 1971. Cuando le localizó en su casa de Moscú  –comenta expresivamente– “llamé y Don Quijote me abrió la puerta”. Más adelante se refiere a la participación de Alberto en estos términos: “Vivía en el recuerdo (…) hizo varios bocetos para la película que sirvieron de orientación para escoger las tomas en el exterior (… ) los bocetos eran muy instructivos, los consejos valiosos, la canciones [que cantaba Alberto] bellas. Tratándole pude conocer cosas sobre España que no están en los libros (…) Resultó así que sí era posible encontrar un asesor en perfecta sintonía con mis propias ideas”  (Kózintsev, G., 2005: 61-64).

 Tatiana Piraiova ha analizado el contexto político y cultural en el que se hizo la película de Don Quijote, y ha recordado cómo el director expuso a la productora la visión que quería dar: “Nada de una España turística, de colores, bailes y mantillas (…) sino un mundo corriente, de campos quemados por el sol, una aldea perdida en el espacio”, y aunque no siempre fue idílica la relación entre un vanguardista como Alberto y el director –como recuerda la autora– encontró en Alberto –y en su poética telúrica– la mejor expresión para su idea del Quijote. Kózintsev quería recrear una España auténtica –no le agradaba la visión romántica de Doré, prefería la de Daumier y tenía en su despacho colgado el dibujo de Picasso del 55–, eso es “lo que le pidió que supervisara Alberto (…) lo que encontró y construyó armado de esbozos de Alberto, la Mancha en Crimea” (Piraiova, T. 2005: 65-84), una geografía plástica que evocaba los logros de aquella vanguardia española vallecana de los años 30, un capítulo fundamental de nuestra historia artística y cultural, la obra de verdaderos Quijotes.

      

Encuentro de Sancho Panza con el Rucio. Moreno Carbonero, 1878

           

Producto del exilio fueron también los frescos que realizó Luis Quintanilla en Kansas City. Quintanilla trabajó en su exilio norteamericano como fresquista, ilustrador, grabador, escritor, ceramista, autor teatral y escenógrafo cinematográfico. Instalado en Nueva York “con objeto de trabajar en los murales del pabellón republicano en la Exposición Universal de 1939” (Bonet, J.M., 1988:507), pintó, en 1940, durante casi un año en la Universidad de Kansas City, seis paneles con el título general de Las andanzas de Don Quijote y Sacho Panza en el siglo XX. Esther López Sobrado ha comentado que “el resultado fue muy polémico, puesto que aunque fue ensalzado por artistas como Thomas Hart Benton y Grant Wood, el público en general no estaba preparado para entender esta obra donde Quintanilla denunciaba, una vez más, la amenaza del fascismo en Europa”.

En el exilio también, Moreno Villa y Ramón Gaya, afincados en México, realizarían sendas obras sobre Don Quijote. Moreno Villa, en 1943, una Cabeza de Don Quijote en la que Javier Portús observa una influencia del Greco, al considerar que Moreno Villa “fue muy consciente del valor de las obras del cretense y del proceso de su asimilación por el arte contemporáneo” (Portús, J., 2014: 282-284). Poco conocido creo que es el dibujo que realizó Ramón Gaya en 1950 para el calendario de la empresa “Mazapanes de Toledo”, correspondiente al mes de julio, que refleja la salida de Don Quijote de la venta, recogido en el libro de José Rojas Garcidueñas, Presencia de Don Quijote en las artes de México (1968) (Alaminos López, E., 2001:27). Un ejemplar de ese calendario pudo verse hace años en la exposición El exilio español en la ciudad de México. Legado cultural en el desaparecido Museo de la Ciudad en 2010. El tema de Don Quijote no era ajeno a Ramón Gaya, ilustrador de la excelente revista republicana Hora de España y autor del dibujo para el cartel del II Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura, celebrado en Valencia en 1937. La imagen del cartel, extremadamente sintética, representa el perfil de una figura escribiendo, cuyo cuerpo configura a su vez otro perfil, el de la Península Ibérica, cuyo interior lo forma una ventana abierta en la que vemos bajo los rayos del sol la esbeltísima figura de Don Quijote montado sobre Rocinante, sosteniendo la lanza, resuelto todo ello con una línea de trazo limpio y fino. La cabeza de Rocinante se refleja en el cristal de la ventana abierta. La asociación de la figura de Don Quijote con la defensa de la libertad fue un tema generalizado –tanto en la plástica como en el teatro– en el contexto bélico de la Guerra Civil, pero Gaya transmite esa idea bajo una estética bien distinta de la utilizada por los cartelistas como Josep Renau, con quien sostuvo una intensa polémica precisamente sobre los medios y la significación del cartelismo como vehículo de propaganda, compromiso político y obra de arte.

Quizás la obra que mejor simboliza este aspecto del exilio representado por la figura de Don Quijote sea la tela-mural Don Quijote en el exilio, de 1973, del pintor Antonio Rodríguez Luna, en la que parece resonar el eco del poema Vencidos (1920) de León Felipe. Bajo una composición a medio camino entre la figuración y la abstracción, una multitud de personas dolidas –“multitud de casi sombras, escribiría Daniel Tapia– siguen en callado silencio a Don Quijote. Miguel Cabañas Bravo en el artículo “Artistas republicanos expulsos, Quijotes del pincel en ristre” recuerda que Rodríguez Luna, junto con Miguel Prieto, desde su llegada a Méjico en 1939 “fue un gran indagador sobre las esencias españolas y gran representante sobre el sentir y las dificultades de acomodo de las gentes del exilio” y que esta obra, realizada años después, por encargo del coleccionista cervantino Eulalio Ferrer, impulsor del Museo Iconográfico del Quijote en la ciudad de Guanajato, representa “la inequívoca figura del idealista caballero andante, en medio de un paisaje desolado e intemporal, conduciendo sereno, a lomos de su flaco rocín de ojos vendados, hacia un destino incierto, a una imprecisa y amplia procesión de creadores e intelectuales exiliados que lo siguen a pie, adivinándose en la comitiva a León Felipe, Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez, José Bergamín y otras figuras desterradas cada vez menos claras y más compactadas entre la multitud de seguidores del hidalgo” (Cabañas Bravo, M., 2019: 441-442). Cabañas en este imprescindible y pormenorizado texto en el que da a conocer una extensa nómina de artistas y escritores, instituciones y asociaciones que potenciaron la figura del caballero andante,  concluye que “los artistas de este exilio no solo interiorizaron a Cervantes y a sus héroes como referentes de españolidad e identidad” sino que también “contribuyeron a convertirlos en destacados iconos del exilio, de su sentir y combatividad (…) algo común en todas la tierras de la diáspora (…) destacando singularmente Francia, México y Argentina”, pero sin olvidar que esta iconografía comenzó “muy pronto, prácticamente desde los propios campos de concentración (…). En lo creativo –subraya el historiador– los desarrollos de la iconografía quijotesca y cervantina más interesantes y novedosos del exilio no se dieron, como cabría esperar, en los tradicionales géneros de la pintura y la escultura, sino en los mundos de la ilustración de publicaciones, de la escena (teatro, danza, guiñol) y del cine, sumado a la buena acogida en ciertas aplicaciones como el mural, el cartel y los programas o la ilustración de literatura infantil y juvenil (…) [y] todos ellos [tanto los artistas de la generación del 14 como los de la del 27] se mantuvieron dentro de la figuración y la tradición realista, donde acaso vieron el mejor modo de preservar la identidad en el destierro. Del mismo modo, todos contribuyeron –concluye Cabañas– a hacer de Cervantes y su Quijote tanto símbolos como armas de la cultura española en el exilio [y] ayudaron a convertirlos en combativos iconos tutelares de los ideales, las convicciones y la españolidad que compartieron en su destierro” (Cabañas Bravo, M., 2019: 443-444).

Javier Pérez Segura considera que Luna “no dudó en mezclar todo ese bagaje –se refiere a la estética vallecana, el surrealismo y el realismo social y político, etapas por las que el artista había pasado sucesivamente– en una de las obras más forzadas y literarias” de su producción (Pérez Segura, J., 2005:109). Isabel García García, sin embargo, cree que a Rodríguez Luna “le ha cabido en suerte, para su desdicha, representar el éxodo, el silencio y la pesadumbre que sucede a la derrota” (García García, I., 2006: 66) y recoge un artículo del citado Daniel Tapia, “De lo vivo a lo pintado. Viaje imaginativo en torno a la pintura del cordobés Antonio Rodríguez Luna” en Las Españas, México, 29-9-1947, en el que se refiere a esta etapa de Luna, la de los Éxodos, comenzada en 1943, y que culmina con esta obra, para él “testamento pictórico de toda esa generación de exiliados”. Ese carácter de símbolo lo recoge también el comentario, sin firma, que acompaña a la reproducción del cuadro en el catálogo de la exposición El exilio español en México, organizada por el Ministerio de Cultura en el Palacio de Velázquez en 1983: “¿Qué mejor imagen del destierro que esta del cuadro de Antonio Rodríguez Luna, Don Quijote desterrado? La figura del genial loco de la Mancha, marchando hacia el destierro a la cabeza de una larga fila de ilustres exiliados, con resonancias del viejo pensamiento cervantino: ´Libre nací y en libertad me fundo´” (El Exilio, 1983: 86).

En el ámbito del exilio también hay que citar el importante artículo de Juan Manuel Bonet, “Para un mapa del exilio republicano” publicado igual que el texto de Cabañas Bravo en el catálogo de la exposición 1939. Exilio republicano español en el que menciona al ilustrador Carlos Pradal afincado en Toulouse  y “su alegoría cervantina lineal de Don Quijote y Sancho Panza” (ca. 1960) (Bonet, J. M., 2019: 18, repr. pg. 361), reproducido junto con otras muchísimas más versiones quijotescas a lo largo de las páginas de esta publicación de referencia. También en este contexto el catálogo de la exposición Exilio reproduce dos ilustraciones que incorporan la figura de Don Quijote, destacando la cubierta del folleto 1936-1946. Libro de oro de la Revolución española, editado por el M.L.E – C.N.T en Francia (Exilio, 2002:96).  Sin olvidar        –más como categoría reveladora que mera anécdota– que junto a los nombres de «Guadalajara», «Brunete», «Ebro», «Santander», «Belchite», «Jarama», «Teruel», «Guernica» o «Madrid» también aparecía el de «Don Quijote» con los que los españoles de la “La Nueve” bautizaron sus blindados que, al mando de Raymond Dronne, liberaron París el 24 de agosto de 1944.  

Como ha señalado Hans Gerd Tuchel, al igual que otros grandes artistas como Picasso, Chagall o Miró, Dalí siente “predilección por los temas literarios, sobre todo en el terreno de la gráfica (…), obras literarias que le han inspirado vertiginosos remolinos asociativos, sumiéndole en un trance hipnótico” (Gerd Tuchel, H., 1982: 31-34). Para Guillermo Solana, los surrealistas restauraron “la vieja idea del arte como ilustración y llevaron a las artes visuales muchos mitos y viejos relatos, y El Quijote, con sus equívocos delirantes entre la literatura y la vida, entre la fantasía y la realidad, tenía que figurar entre ellos” (Solana, G., 2005). En el ámbito de la obra gráfica, la actividad ilustradora de Salvador Dalí comienza con la ilustración de Los cantos de Maldoror del conde Lautremont, un texto fundacional para los surrealistas.

 

Don Quijote y Sancho Panza. Salvador Dalí

                 

La labor ilustradora de Salvador Dalí ha sido ingente y en ella no podía faltar su acercamiento a otro genio de la creación literaria como Cervantes, de cuyo Don Quijote y episodios más singulares se ha ocupado en varias ocasiones. Fechado en 1935, Robert Descharnes reproduce un dibujo a tinta con el título Don Quijote que, por estilo, se corresponde con otros dibujos realizados entre los años 1933-1934, pertenecientes a la serie o ciclo de El caballero de la muerte (Descharnes, R., 1989: 182). Aquí, un Don Quijote, de estructura anatómica casi radiográfica, abrazado a su lanza, hunde la cabeza entre los brazos como si soñara o descansara de su largo peregrinaje junto a un paisaje marítimo con construcciones –¿alusión a la Barcelona quijotesca, tan bien estudiada por Martín de Riquer?–. La calidad gráfica del dibujo es excepcional. Dalí ha empleado citas clásicas que tanto le interesaban, como en la crin del caballo que recuerda las sedosas crines de los caballos pintados por Velázquez en sus retratos ecuestres. La fecha del dibujo coincide con los años de auge del método paranoico crítico empleado por el artista, al que aludiría, como veremos, en otro episodio quijotesco.

La siguiente incursión daliniana fueron las ilustraciones, hechas en 1946, para una traducción del libro cervantino, The ingenious gentleman Don Quixote, editado por Ramdom House en Nueva York, de la que se reproduciría una versión más modesta en Buenos Aires por Emecé en 1957, compuesta por sesenta y cuatro dibujos, donde “combina motivos estereotipados de su pintura: figuras espectrales [que] se mueven en un paisaje de llanuras infinitas y grandes apariciones escenográficas, ante cielos cuajados de visiones” (Solana, G. 2005). Las ilustraciones que representan episodios concretos de la novela tienen un fuerte sentido escenográfico y están “pictóricamente” realzadas con acuarela dando así la impresión de pequeños cuadros donde se despliegan gran parte de la iconografía y simbología dalinianas junto con referencias procedentes de otras épocas artísticas, como podemos apreciar en la lámina dedicada al capítulo de los molinos de viento, con un Rocinante muy en la línea del caballo picassiano del Guernica.

En 1957, a instancias del editor francés Joseph Foret, Dalí realizó doce litografías a color que son, sin duda, su mejor y más compleja aproximación a la figura de Don Quijote –se editarían con el título Pages choisies de Don Quichotte de la Manche. En un texto escrito por el artista ese año, con el egocéntrico, pero muy daliniano título, “Por qué, a pesar mío, las litografías de mi Quijote serán las litografías del siglo”, Dalí nos ofrece algunas claves y el contexto en que se realizaron estas litografías. Respecto de la técnica litográfica, a la que se acercaba por primera vez, la consideraba un procedimiento “liberal, burocrático y blando”. Además de la utilización de esta nueva técnica para él, Dalí utilizó otros procedimientos para su ejecución, lo que bautizó como Bouletisme, que consistía en disparar “balas” de tinta sobre la piedra litográfica con un arcabuz que le regaló el pintor tachista Georges Mathieu, con lo que conseguía, a su juicio, efectos accidentales y “una salpicadura divina, una especie de ala angelical cuyos detalles aéreos y rigor dinámico superaban todas las técnicas empleadas hasta el momento (Dalí, S., 2005: 339-341). Además de este procedimiento, utilizó cuernos de rinoceronte vacíos y conchas de caracolas con tinta que aplastaba contra la piedra litográfica, en una ceremonia pública, “ante una multitud delirante”, creando una suerte de happening. “Los cuernos de rinocerontes habían dibujado   –escribe– las dos palas astilladas de un molino. Cuando recibí las primeras pruebas, un tiraje defectuoso las había manchado. Creí mi deber fijar y acentuar estas manchas para ilustrar paranoicamente todo el misterio eléctrico de la liturgia de esta escena. Don Quijote veía en el exterior los gigantes paranoicos que llevaba dentro de él”. También utilizó Dalí otros artilugios como “una bola de silly past, como aquellas con las que juegan los niños americanos [y] creaba espirales en las que fluía la tinta litográfica”, aprovechando además las concreciones que presentaban las piedras litográficas –los llamados cuernos de Ammon, las ammonitas– de excelente calidad. En suma, “un repertorio de técnicas experimentales que se aproximan –como ha indicado Guillermo Solana– al informalismo a la moda en esos años (Solana, G., 2005).

 Ignacio Gómez de Liaño, gran conocedor de la vida y la obra de Salvador Dalí, ha trazado una excelente interpretación de cada una de las imágenes que componen este conjunto y el contexto histórico artístico en el que están inmersas. Para Gómez de Liaño, “las modas del arte entonces [1957] se aplican irónicamente (Fautrier, tachismo, por ejemplo) así como el uso de elementos fotomecánicos utilizados como “collages”. También ha subrayado otras influencias, como la de los pintores Rafael Sanzio en la estampa Madonna que abre la serie; Giorgio de Chirico o Goya, en la estampa de Don Quijote leyendo. Gerd Tuchel ha apuntado también la influencia e inspiración de la “caligrafía de los maestros del siglo XVI, el Renacimiento y el Barroco” (Gerd Tuchel, H., 1982: 31-34), sobre todo en cuanto atañe a la composición de las escenas. También hay que tener en cuenta en ese contexto, el pánico que Dalí tenía en aquellas fechas por los ensayos nucleares, y su fascinación por la técnica. El horror atómico, se pone de manifiesto en las estampas dedicadas al celebérrimo episodio de los molinos, y en especial en aquella estampa titulada expresivamente La era atómica donde “Don Quijote aparece transformado en un técnico moderno (…) y las aspas del molino de viento se transforman en brazos y piernas de un gigantesco demonio atómico –semejante a una explosión nuclear– ante el cual el caballero alza aterrorizado el escudo y lanza”. Ese monstruo atómico evoca, a mi juicio, El Coloso de Goya. La estampa dedicada a ilustrar el discurso de Don Quijote sobre la Edad dorada, La Edad de Oro, observa Liaño, es una compleja representación donde se ensamblan “la antigüedad y la actualidad (…) y donde se dan la mano el cristianismo y las mitologías antiguas (…) en un paisaje español típico que bien puede ser la Mancha o el Ampurdán [en donde Dalí] demuestra un extraordinario virtuosismo y osadía como litógrafo”. Para Gómez de Liaño “el método crítico-paranoico del mago de Cadaqués demuestra en este ciclo una efectividad realmente afortunada” (Gómez de Liaño, I., 1982: 59-62).

Sin embargo, no todos los historiadores aprecian de la misma forma este corpus litográfico daliniano. Valeriano Bozal, aun reconociendo el virtuosismo dibujístico y el dominio de lo lineal, considera, dejando aparte lo novedoso del procedimiento utilizado –como el aprovechamiento de las incrustaciones de las ammonitas en las piedras litográficas– que “el resultado no parece especialmente satisfactorio: las doce litografías son un buen ejemplo del estilo de Dalí, de su oscilación entre el kitsch y el surrealismo más o menos original”, calificando algunas imágenes de “ensoñaciones banales, esperadas y, en ocasiones, un tanto cursis” (Bozal, V. 2000: 657-666). No obstante, Guillermo Solana no parece participar de esta valoración al considerar que “quizá –en consonancia con la personalidad delirante de Don Quijote– las mejores interpretaciones visuales de la novela de Cervantes en el siglo XX, las pocas que se salvan proceden casi siempre del surrealismo” (Solana, G., 2005), y esta de Dalí sería una buen ejemplo de ello. Al termino “delirante” podríamos añadir el de “disparate”, vocablo que se repite numerosas veces en el texto del Quijote al calificar las acciones del protagonista.

De 1965 es una estampa, Retrato de Cervantes, perteneciente al ciclo Cinco españoles inmortales que muestra también como a la largo de su producción, Salvador Dalí se sintió atraído por Cervantes y El Quijote (Miguel de Cervantes, 2016: 176). La figura de Don Quijote aparece aquí una vez más bajo esa forma en espiral que ya utilizó en la serie litográfica de 1957, forma que –como ha señalado Gómez de Liaño– “es un símbolo fundamental de Dalí”.

  

Retrato de Cervantes. Salvador Dalí

               

Cuando Dalí, en 1957, publicitaba la creación de las litografías quijotescas a las que nos hemos referido, en Madrid un jovencísimo Antonio Saura, tras una etapa de influencia surrealista, creaba, en febrero de ese año, junto con otros pintores y escultores el grupo El Paso con el que irrumpía el informalismo en la escena artística española e internacional. A Saura, durante su etapa como pintor de El Paso, le interesaron, en su repertorio temático, además de los rostros, la figura femenina y los autorretratos, las figuras históricas de la España de los siglos XVI y XVII, que plasmó en numerosas obras.

La poética de la pintura informalista se basaba, entre otros aspectos, en la ruptura del espacio pictórico tradicional por medio de una ejecución asociada al gesto directo, la utilización de trazos, caligrafías, manchas y texturas cargadas de materia y movimiento, la emergencia de fuerzas e impulsos interiores que llevaban al límite el yo individual del artista, la idea del acto de pintar y, por tanto, de la creación artística, como un acto auténtico e irrepetible, o, si se quiere, en palabras del propio Saura, la tela como un campo de batalla. Ese modo y esos aspectos formales y expresivos formarían parte de su lenguaje plástico y gráfico durante toda su trayectoria, y los aplicaría, sin duda, a su interpretación y aproximación a la novela de Cervantes para una edición, en 1987, con la que el Círculo de Lectores de Galaxia Gutenberg conmemoraba su XXV aniversario, edición que fue premiada al año siguiente por el Gremio de Libreros y el Consejo Municipal de Leipzig. Este Quijote está compuesto por setenta dibujos a tinta, aguada y acrílico –referidos a determinados capítulos– y ciento veinticinco dibujos a tinta intercalados en el texto, a modo de viñetas. “No es extraño que a Saura le interesara este reto, cuando en su obra pictórica y gráfica ya había manifestado una clara preocupación –crítica, eso sí– por la España y la época que le tocó vivir a Cervantes (Alaminos López, E., 2013: 28).

Al igual que Dalí escribió un texto sobre su aventura litográfica, Antonio Saura, con la lucidez que le caracterizaba, escribió una “Nota del ilustrador” donde desgrana su poética como ilustrador de la novela, empezando por considerar que “ambos, caballero y escudero, así como las demás apariciones que surcan el relato, permanecen a su vez sometidas a idéntica grafía. Sería la mancha o el signo, y la envolvencia del diseño, quienes, sin necesidad de representar, los sugirieran; una ilustración ciertamente heterodoxa” (Saura, A., 2001:353-356). Saura concibe su labor de ilustrador de El Quijote como “una cegadora acción y placentero combate” –una “cópula”. Es crítico con las representaciones precedentes que, a su juicio, “pecaban de servil costumbrismo, de penoso pintoresquismo, de una atroz realismo que no podía corresponder a cuanto en el hermoso libro (…) era ante todo parábola o expresión metafórica, placer del lenguaje, grave reflexión, ingenio y humor trascendido”. Solamente salva las ilustraciones de Doré, que confiesa le produjeron en su infancia una poderosa “fascinación” con su “concepto romántico del espacio” –palacios recargados, crepúsculos o noches misteriosas, amasijos en combate, desfiladeros profundos y fantasmagóricas escenas cortesanas”– o dos bellos grabados de Dalí        –no dice cuáles–, aunque hemos de suponer que se refiere a dos de los realizados en 1957, algunos de cuales por la  calidad de su grafía –por ejemplo, el de la figura de Don Quijote de pie, con los brazos alzados, a base de espirales vertiginosas– debieron atraerle. Saura hace hincapié también sobre el aspecto de su grafía tan personal, “de forma –escribe– que lo reconocible o identificable –la intención verdaderamente ilustradora– no contradijera la grafología del hacedor”, persiguiendo una “fórmula apropiada de la transposición plástica [que] comprendía el equilibrio entre los reconocible y la permanencia del ´estilo´(…) dentro de un tratamiento unitario, extremadamente libre y económico en sus medios, sin otro ropaje que la deseada infalibilidad del trazo y la mancha”. En cuanto a la selección de los temas aclara que se ha fijado en “aquellos que mejor se correspondían, no con la exaltación del héroe y su paisaje, sino con las zonas, claras u oscuras, de la personalidad fantasmagórica (…) donde lo fulgurante es aceptado como fuente de revelación capaz de provocar por sí mismo un fenómeno plástico” y donde la propia horizontalidad del escenario [conduce a] “la injerencia de lo irracional como fuente productora de la belleza (…)”. A la vista del resultado, Antonio Saura nos sigue pareciendo el artista español contemporáneo que, después de Julio González y Picasso, se ha acercado a El Quijote con mayor intensidad y pasión formal.

El agónico grafismo expresionista de Saura –en sentido etimológico del término– se enfría en la realización de un artista como Eduardo Arroyo para el que “el estilo no es una cuestión de técnica, sino de visión”. Gran conocedor de la potencialidad de las imágenes y, sobre todo, de la potencialidad de sus múltiples combinaciones, Eduardo Arroyo se ha acercado a las figuras de Don Quijote y Sacho Panza en forma de “retratos” individuales en varias ocasiones, mediante el uso de formas simples y la utilización de colores planos combinados de manera que recuerdan la técnica del collage con sus superposiciones y mezclas, ámbito en el que este artista fue un consumado hacedor. En 1988, para la edición de El Quijote del Instituto Cervantes y la editorial Crítica “Eduardo Arroyo realizó la viñeta de la cubierta sobre uno de los objetos de mayor significado y significación de la novela, la sobria bacía de barbero o yelmo de Mambrino –o baciyelmo–, en tonos amarillos y rojo fuego, propios del espíritu del personaje y del paisaje manchego”, en cuyo interior incrusta algo modificado el logo del Instituto Cervantes (Alaminos López, E., 2001: 28). Ya nos hemos referido a los “retratos” de los personajes, que también acompañaron a una edición anterior, de 1992, o los que ilustraron, en 2004, un artículo de Manuel Vicent, “Quijotes de hoy día” en un especial de El País Semanal, cuyo rostro de Don Quijote fue portada, a base de planos limpios de color con pocos elementos figurativos que ahondan en la psicología extrema del protagonista, tanto en su intensa melancolía como en su carácter alucinado. Junto con Don Quijote, Arroyo fijó el “retrato” de un Sancho sanguíneo, “hombre chaparro, de cuello gordo y cinturón por debajo de la barriga”, en palabras de Vicent o el de Dulcinea, eco moderno y un tanto pop de los retratos cortesanos españoles del XVI, o el de Rocinante cuya cabeza manifiesta una estructura casi geométrica y frontal con cierto aire “constructivista” (El País Semanal, 2004: 66-71). Pero, sin embargo, la imagen de Don Quijote más compleja de cuantas ha realizado Arroyo es el Don Quijote –aguafuerte abierto en 1993– perteneciente a la Suite Senefelder and Co., suite homenaje al inventor, en 1796, de la litografía, Alois Seefelder, serie compuesta por 102 estampas que, sin duda, como él mismo ha apuntado en una carta dirigida al editor de esta Suite, “es claramente un guiño amistoso a Picasso” y a su “Suite Vollard” (Arroyo, E., 1996: 29). Para la ejecución de esta Suite, Arroyo se valió de piedras litográficas preexistentes sobre las que ha realizado sus diseños para obtener una imagen nueva, producto de su diálogo con la imagen que ha sobrevivido en el tiempo. “Tienen las imágenes de –escribe Ramón Mayrata– un mucho de fantasma a los que Arroyo mediante un trazo imprevisible y sorprendente otorga nueva encarnadura. A veces es solo un rasguño el que devuelve a los fantasmas a la carne de otra realidad, como ese Don Quijote prodigioso que crece sobre la imagen original, apoyado en cuatro líneas como en cuatro bastones retorcidos de horma cubista (Mayrata, R., 1996:17-18). Efectivamente, sobre la imagen del Don Quijote de Doré –sin duda en clave también de homenaje, como en Saura, a uno de los grandes ilustradores de El Quijote– aprisiona el cuerpo desfallecido de Alonso Quijano con formas geométricas simples, encerrando su cabeza en una forma que recuerda un ataúd. Más recientemente, en 2004, Arroyo realizaría otro Retrato de Don Quijote, a línea, sobre fondo negro y franja amarilla para la exposición Visiones y sugerencias. Exposición en homenaje al Quijote (2004) y una escultura, en bronce, hierro, acero y piedra, Don Quijote: puncen moscas, de 2005, realizada para la exposición Las tres dimensiones de El Quijote. El Quijote y el arte español contemporáneo (2005), comisariada por Francisco Calvo Serraller, quien observa que “Eduardo Arroyo ha sacado de nuevo su talento para afrontar la historia nacional” (Calvo Serraller, F. 2005: 21-45), a través de un comentario irónico o sarcástico sobre la confusión de Don Quijote –aquí petrificado y tocado por un brasero que hace las funciones de yelmo– sobre la bacía de barbero que confunde una vez más con el yelmo de Mambrino. Ese nuevo punto de vista, de deslizamientos significantes, de Eduardo Arroyo sobre uno de los artefactos más simbólicos de la novela  –el, finalmente, baciyelmo, en palabras de Sancho, transformado aquí en brasero– se aviene admirablemente con el perspectivismo que desarrolla Cervantes tanto en la percepción de la realidad como en la estructura y la psicología de los personajes.

En esta somera nómina de autores hay que incluir, aunque sea cronológicamente anterior a los últimos artistas mencionados, al pintor manchego Gregorio Prieto, uno de cuyos temas recurrentes en su obra fueron los molinos de viento de su tierra, cuya conservación como patrimonio artístico defendió a lo largo de su vida, acción en la que Juan Ramírez de Lucas ha visto además de su “vinculación con el texto cervantino de Don Quijote (…), otras más íntimas razones psicoanalíticas o inconscientes para esa preferencia” (Ramírez de Lucas, J., 1997:19). Varias fueron las ocasiones en que este pintor se inspiró en la novela de Cervantes o la ilustró. En 1963, con motivo de la celebración del centenario de la edición de El Quijote de Rivadeneyra, impreso en Argamasilla de Alba en 1863, Gregorio Prieto expuso en “La Cueva de Medrano” las 17 litografías que ilustran esta edición, idea que le pareció excelente como recoge su diario de ese año. Las imágenes quijotescas de esta serie de 1963 oscilan entre aquellas de composición abigarrada y realista, ceñidas a temas descriptivos y los dibujos de línea y trazos finos, con ese aire lírico tan suyo, reservado a las figuras de los personajes.

Como ha señalado Óscar Muñoz Sánchez, estudioso de su obra gráfica y de la idea y significado que este artista tenía del grabado como “recurso idóneo para dar a conocer “el buen dibujo”, “las litografías fueron hechas a partir de los dibujos publicados en el libro Conmemoración de las Ediciones del Quijote impresas en Argamasilla de Alaba, con motivo del primer centenario 1863-1963 (Muñoz Sánchez, O., 2009:113). A finales de este año, la televisión inglesa BBC, rodó una serie “La Ruta de Don Quijote”, en la que el artista participó en ella como actor, en el papel de pastor.

 

Don Quijote. Gustavo Doré

                 

Según Muñoz Sánchez, “el mismo Prieto se percató de que algunos textos literarios actuaban paradójicamente como “ilustraciones” de sus propios dibujos y “ensoñaciones”. “Algo así me pasó –escribió en 1982– con El Quijote de Cervantes” (Muñoz Sánchez, O., 2009: 20). A finales de los años setenta y principios de los ochenta “acometió –escribe este estudioso de su obra gráfica– dos de sus obras de bibliofilia más voluminosas, Cervantes y la Biblia, ambas editadas por la galería Rembrandt de Alicante”. Queda por investigar en ese otro riquísimo y fascinante repertorio de imágenes de sus collages, fotomontajes y composiciones popares, de estirpe ramoniana, cuánto puede haber de Cervantes y sus personajes, en ese “fantástico álbum biográfico” que forman (Cruz Yábar, A., 2014: 102-103).

 En este ámbito de lo fotográfico citaremos muy brevemente dos ejemplos de interés hacia la figura de Don Quijote, en la obra de los excelentes fotógrafos Alberto García-Alix y José Manuel Navia. De García-Alix, Un Rocinante moderno (2013) y Quijote (2014) que pertenecen a una serie de fotografías dedicadas a las motos, de gran importancia en su asendereada vida. En el poema, de tono dylaniano, escrito y recitado por él, con su peculiar voz grave, que se pudo ver en el video de su exposición Un horizonte falso (2016), un fragmento está dedicado a ese ciclo de fotografías, en las que se resalta el aspecto fantasmagórico y surreal de la máquina, cuyas sombras distorsionadas se proyectan sobre el suelo: “La vida nos hizo girar bajo las mismas ruedas. / Un confesionario de rebeldía y sueños dibujados en el asfalto. / Compartimos secretos de Centauro. / Parecen juguetes dormidos. / Coleópteros blindados por costillas de acero. / El caballo de Atila. Babieca… un Rocinante moderno. / Expresionismo feroz. Velocidad. Equilibrio. Fantasía… / ¡Alma de circo! / En sus sueños puedo ver los míos…/ Arden mientras reviven su orgullo en cenizas” (García-Alix, A., 2016:41).

La moto de Un rocinante moderno, convertida en un cuerpo de sombras, se proyecta en el espacio como una huella fotográfica en su más pura expresión etimológica, mientras que Quijote (2014) se condensa como un emblema de la figura del caballero andante de nuestros días, trasladado a la figura del motorista y su máquina, en la que el retrovisor, visto desde abajo, se metamorfosea en adarga y lanza bajo una lección magistral de luces, grises y sombras fluidas.

 José Manuel Navia ha dedicado muchas fotografías a una de sus pasiones más profundas, los viajes, o por mejor decir, al viaje, en el sentido más homérico del término, en una de sus facetas, el retrato de la vida común. Producto de ese interés, y de su gusto por la literatura, pueden señalarse dos proyectos, la exposición, en 2005, Territorios del Quijote y el libro Nóstos –término con el que se aludía en la cultura griega al viaje de regreso–, publicado en 2013. Más recientemente, en 2015, en El País, en la sección “revista de verano”, colaboró con Julio Llamazares en una extensa crónica bajo el título genérico El Viaje de Don Quijote, en la que puso ante nuestros ojos la realidad cotidiana perdurable del paisaje quijotesco donde la tradición y la actualidad dialogan entre sí en imágenes en las que reverberan al unísono el tiempo pasado y la actualidad más cercana. Las crónicas de Julio Llamazares se publicaron por Alfaguara, en 2016, con prólogo de uno de los biógrafos de Cervantes, Jean Canavaggio, e ilustraciones de Jesús Cisneros, cuyos originales dibujos podrían ser una mezcla entre los desprejuiciados dibujos de Ramón Gómez de la Serna y los intencionadamente expresivos de Antonio Saura. A Miguel de Cervantes le ha dedicado recientemente Navia un libro y la exposición Miguel de Cervantes o el deseo de vivir (2016), retratando los lugares y escenarios donde el escritor vivió.

Las dos exposiciones colectivas citadas –Visiones y sugerencias. Exposición en homenaje al Quijote (2004) y Las tres dimensiones de El Quijote. El Quijote y el arte español contemporáneo (2005)– más la edición de Don Quijote de la Mancha, ilustrada por artistas contemporáneos españoles e hispanoamericanos (2001), conmemorativa de “Madrid, capital mundial del libro, colección perteneciente al Museo de Arte Contemporáneo de Madrid, reúnen, entre las tres, la significativa cifra de 179 obras de artistas contemporáneos –20, 33 y 126 respectivamente– de, al menos, tres generaciones de artistas contemporáneos, que nos hablan de la pertinencia, pervivencia e interés que la novela cervantina y sus personajes reclaman todavía entre los artistas y el anchuroso mundo de la ilustración. Imposible glosar todas y cada una de estas obras aquí, ni siquiera citar nominalmente a todos los artistas. Solo me permitiré citar a título de ejemplo el “retrato” de la figura de Don Quijote, de 1996, de Luis Gordillo, incluido en la edición de Don Quijote de la Mancha, ilustrada por artistas contemporáneos españoles e hispanoamericanos, que abre e ilustra el primer capítulo. Un Don Quijote frontal, descompuesto, construido y amplificado a base de formas geométricas sencillas que subrayan, en clave psicoanalítica tan del gusto de este artista, la faceta más alucinada y alucinante del personaje, una lección sobre la fantasmagoría del rostro humano.

Estas novedosas y más recientes aproximaciones al Quijote, aun manteniendo en algunas ocasiones ciertos elementos narrativos apegados al texto cervantino, se caracterizan por acercarse “a la obra de Cervantes con gran libertad formal, desde nuevas formas expresivas y registros interpretativos” (Alaminos López, E., 2015), superadores de las tendencias realistas y naturalistas que dominaron buena parte de la ilustración desde la publicación de la novela. Como ha señalado Francisco Calvo Serraller, comisario de la colectiva Las tres dimensiones de El Quijote. El Quijote y el arte español contemporáneo, “lo que aquí nos importa, en definitiva, es que estética, política y sociológicamente, el arte español asume su pasado de forma diferente, y, por consiguiente, también lo tiene que hacer en relación con un tema de tanta enjundia tradicional como es reinspirarse en El Quijote. Adoptar además el punto de vista de un arte tan pulverizado como la escultura [contemporánea] añade una particular fuerza o tensión a la cuestión” (Calvo Serraller, F., 2005: 21-45). Este acertado comentario del historiador también podría aplicarse al campo de la pintura, donde quizá, de un modo inconsciente, perdura y se mantiene todavía una cierta carga figurativa y narrativa, que hace más reconocible iconográficamente la obra respecto del texto. La clave de la profunda transformación formal y de la creación de nuevas imágenes sobre El Quijote como tema quizá resida también en el hecho de que el perspectivismo de la novela –uno de sus mayores logros y modernidad, equiparable a lo que en nuestra época ha significado el monólogo interior– haya calado hondamente en nuestro tiempo y permita elaboraciones formales más allá de la mera representación realista verosímil. Esto se lo debemos, sin duda, a los recursos plásticos que iniciaron las vanguardias históricas, cuyo espíritu y lección perdura hasta nuestros días.

El profesor Francisco Rico, a quien citábamos al comienzo de este texto, lo ha glosado perfectamente: “Picasso, Julio González, Saura, recrearon a los héroes cervantinos manteniéndoles las señas de identidad de una iconología tradicional. Los pintores y escultores        –[se refiere a los artistas integrantes de la exposición Visiones y sugerencias, pero se puede hacer extensivo a las otras dos]– se mueven entre la innovación respetuosa de esas señas y la posibilidad de plasmar menos la acción de la novela que la reacción, individual e intransferible, de cada lector. Todos son caminos válidos y todos testimonian la vigencia del Quijote, su capacidad de mover la sensibilidad y la imaginación (Rico, F., 2005: 14-15).            

Ortega y Gasset en su Meditaciones del Quijote, lo recuerda también Rico, veía en la abierta llanura manchega la esbelta figura de Don Quijote como “un signo de interrogación”, una poderosa imagen visual –que Rico califica de “bellísima greguería”– que ha cumplido más de cuatrocientos años y se mantiene viva y activa para la imaginación, de nuestros artistas, en “busca de metas nuevas” como señalaba Sender en su libro citado. Interrogación e imaginación   –he ahí la cuestión– en la nuevas y futuras aproximaciones a la inmortal novela de Cervantes.

    

     

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