Una niña pinta a orillas del río Paraná. El año es 1922 y la vida es nueva y es nuevo el mundo. Encuentra una satisfacción poderosa en acudir a la tinta amarilla para el sol fantaseado y acumula azules de todo tipo para el oleaje y las aguas que azotan al cielo en el horizonte. A la tardecita, los pescadores vuelven con dorados y pacúes y a ella la deslumbran las escamas que brillan como espejos en la oscuridad, porque la luna correntina también pinta. No es difícil imaginarla con las manos manchadas, y la ropa blanca en donde se seca el enchastre de los dedos, un escándalo de color para las otras manos, las maternas, que han de refregar en la tabla y con cenizas para luego enjuagar en el mismo río, como merando la cualidad de agua y vida. Pero nadie va a poder quitar las manchas ni mucho menos la devoción por el arte. Dicho de otro modo, la niña va a quedarse en ese lugar de felicidad y placer todo el tiempo que sea posible.

Más de un siglo después, la niña sigue pintando. Se llama Ides Kihlen y está por cumplir 106 años. Como la única cosa indispensable, la pintura ha estado allí cada mañana, infaltable, espantando a la muerte como un final poco conveniente. Tampoco le importó que alguna vez el aburrimiento pudiera dar cuenta de ella. Todos los días, expuesta a la posibilidad del tedio árido y cotidiano, sonrió ante el lienzo virgen que invitaba al juego. Y así como Hemingway escribía de pie y en calzoncillos para concentrase y no sentir la tentación de salir a la calle huyendo, Kihlen pinta recostada en el suelo como si quisiera recibir constantemente la inspiración que se obtiene en la posición en que se sueña. O pinta arrodillada, y dialoga el mundo divino como en un rezo.  

Pero tan espectacular como aquella tozudez de arreciar las acuarelas como una tempestad en su taller es haber permanecido en la periferia del negocio durante ochenta años. Parecería que fuera del circuito de las grandes galerías cualquier artista está condenado al fracaso, y es de esperar que solo los que aman de verdad la sustancia invisible de la vocación puedan descubrir el camino alternativo del goce por el goce —sin romantizar la precarización de los pintores—.

Descubierta por un marchante en el año 2000, también supo ejercer su profesión con carácter jovial, exponiendo en las galerías de Brasil, España, Estados Unidos o Australia los rectángulos coloridos de su propia satisfacción porque el apremio de los tiempos de los encargos y el dinero no pueden corromper la alegría con que interviene su genio.

La crisis que profetizó el anagrama “Avida Dollars” con que André Breton calificó despectivamente a Salvador Dalí, es desde hace mucho la dinámica frecuente, y tal vez solo el surrealista figuerense haya sabido liberarse del aparato profano que provoca la “sed por el dinero”. Después de todo, si el negocio interfiere en los crayones y la exposición prolongada al porciento de las subastas estropea los óleos, qué ruina y qué catástrofe les espera a los artistas.

Algunas cosas cambiaron en la vida de Ides y otras no tanto. Y es de suponer que los vestidos que salpicaba en sus primeros años en Chaco y Corrientes los haya cambiado por delantales con el mismo destino. Salvo los peces que discurren por el curso de un río como por los pinceles de Ides. Ella dirá en una entrevista de 2013 que su arte representa el nacimiento del mundo o más bien el principio de su mundo, conforme con un alma que aflora a diario sin envejecer. Los peces y la geometría plana del río y el cielo no son indiferentes al movimiento de la vida y de su trazo, porque hay enigmas que descubrir en el camino de toda obra, con apenas cinco años o pasada la centuria.