Para algunos, la biblioteca de Zaouia, tenía la apariencia de lo que ha de ser visto una vez y nada más que una vez y luego pasa a formar parte del país de las evocaciones en sueños o en las nostalgias de la senilidad. Ezzamane era bastante viejo para todo, excepto para recordar. Sus pensamientos seguían teniendo las mismas inquietudes de otras décadas, cuando se inquietaban también sus pies y manos, su boca y ojos y nada que no estuviera inquieto le parecía propio. De aquellos ejercicios no se podría decir que fueran meramente las visiones que recoge la pereza en divagaciones que hastían, más bien, se podía reconocer en ellos, la clase de laboriosidad con que un recuerdo es empujado hasta la perfección de colores, sonidos, perfumes, ánimos, sospechas, pormenores, generalidades. El padre de Ezzamane había viajado por toda la región de Agadir vendiendo tejidos y alfombras y había caminado más de cien mil millones de dunas del desierto hasta el día en que dejó de contar, tan sólo por el temor de aproximarse a un número que lo viera obligado a decir sencillamente, “he caminado infinitas dunas”. A muchos de aquellos viajes Ezzamane lo había acompañado, y con la misma adoración matemática con que su padre contaba colinas de arena, él memorizaba instantes. El oasis de Ouazamate tenía una catarata estacional y algunos cultivos de datileras y granadas que los pueblos bereberes atendían. Con el transcurrir de los viajes, Ezzamane supo que aquel oasis era el primero, el último y el único oasis hasta llegar a Amanoullah y a su vez, que aquel oasis era una multiplicidad de oasis.

— Todos los demás son espejismos, — le había advertido su padre, quien en alguna ocasión también había sido víctima del calor y la enajenación. Aunque lo viera llevarse arena a la boca con la convicción de estar tomando agua fresca, Ezzamane podía saber si lo había perdido para siempre o no con una simple pregunta.

— ¿Cuántas dunas van con esta última?

— Faltan diez para llegar a doce mil millones.

Cada viaje comercial concluía en la gran ciudad de Amanoullah, de la que el Libro de Kahliddice en epítetos engorrosos que es “la ciudad eterna infinita cuyos caminos finales son los últimos y cuyas profundidades son hondas y donde los hombres que mueren, expiran”, y de allí la caravana emprendía el retorno. Sólo una vez, Ezzamane y su padre habían continuado caminando otras dos semanas hacia Zaouia, donde estaba la biblioteca y donde estaba el libro. Aquel recuerdo era el más vívido. Ezzamane podía recordar cuántos pasos lo habían conducido hasta la entrada de la biblioteca y cuántos los pasos de su padre; recordaba cuántas veces había mirado a los costados y cuántas al frente, en ese desierto que no tenía ni puntos ni rectas ni ángulos; recordaba dónde estaban los granos de arena antes que soplara el viento y dónde los había dejado el viento luego; recordaba las veces que masticó pan, con qué muelas y con qué dientes; las veces que se secó las transpiración; las veces que pestañeó; las veces que pensó en pestañear; las veces que pensó. En aquel tramo no había oasis. El último, siempre el último, no importaba a dónde se dirigiesen, era el de Ouazamate.

— Sólo una vez fui a la biblioteca de Zaouia. Tenía tu edad y fui con mi padre—, había relatado el padre de Ezzamane, la noche en el oasis antes de partir—. La construyó un arquitecto háfsida, la incendió el califa Majid El-Meid durante la Octava Cruzada, un terremoto desmoronó sus restos, una horda de Madghies la hizo polvo y el bisnieto del bisnieto del bisnieto de aquel edificador la reconstruyó quinientos años más tarde con la fidelidad de un dios. Lo único que permaneció allí, inalterable al fuego, a las rajaduras de la tierra y a las herraduras de los caballos, fue el libro. Mi padre quería que viera el libro. No le importaba otra cosa. Me decía que el libro contenía el secreto que guardaba todos los secretos y la respuesta que guardaba todas las respuestas.

Ezzamane conoció la biblioteca a la edad de seis años y doscientos cinco días, la misma edad que tenía su padre cuando fue con su padre. Supuso una coincidencia, aunque si hubiese indagado, habría sabido y no sólo conjeturado. Solía decir que a la biblioteca no la vio sino que la percibió como un reino del presente, donde delante de sus puertas y detrás de sus paredes sólo existía la nada, sólo un vacío de tiempo. Decía que la percibió como una metáfora sostenida en paradojas incomprensibles, de un oxímoron apoyado en contradicciones deficientes. Su padre lo espabiló de la confusión. Le dijo que esas virtudes no eran propias de la biblioteca, sino del libro que guardaba.

El viejo bibliotecario que conoció Ezzamane, ya era viejo el día que su padre lo conoció. Ezzamane era capaz de recordar el color de cada cabello de la barba del viejo, con tal facilidad como si se tratara tan sólo de la reminiscencia de una noche cualquiera entre miles de noches intrascendentes. Y el ademán discreto con el que los invitó a seguirlo: como de soledad de asilo. Y la mugre en sus uñas: como de no conocer el mar. Y la puerta majestuosa que, entreabierta, dejaba pasar todo el sol del desierto. Cerrada, el mundo parecía muy lejano, tal vez inalcanzable, tal vez inexistente.

Los pasillos largos y enmarañados así como los elevados anaqueles daban una sensación semejante a un delirio de Le Nôtre o a un anhelo de Caboni, que Ezzamane recordaba como un rizoma que se desplegaba hacia el horizonte o en perpendicular a esa línea, con la elegancia coreográfica de una serpiente combatiendo consigo misma. Jamás en toda su vida, Ezzamane volvería a ver una biblioteca. Así que aquel modelo de biblioteca para él sería el definitivo. Tampoco había estado en un laberinto antes de aquel. Ni siquiera había escuchado esa palabra. Para él, sería lo mismo el uno que la otra. Sin el viejo librero hubiera sido imposible encontrar el libro. Ni ese ni cualquiera. Acercarse a un estante para tomar un libro significaba alejarse. Subir una escalera para alcanzar las enciclopedias de las partes superiores era igual a descender. Agarrar era soltar, caminar era levitar, callar era hablar, interpretar era adivinar. Pero una vez que el libro era sostenido y sus páginas examinadas, el misterio de aquella ciencia se anulaba como un galimatías descifrado. No existiría día en la vida de Ezzamane en que no viera las letras de aquel escrito en sus ojos cerrados antes de dormir o en el espejo que acogía su reflejo deteriorándose año a año o en las constelaciones en los cielos de su infancia y en los estanques quietos de su vejez o en las aguas de la Menara. En las décadas que le sobrevendrían, ni juegos ni cuentos ni arte ni hambre ni amor ni mujeres ni hijos ni soledad ni banquetes ni la muerte de los otros ni el augurio de la muerte propia distraerían a Ezzamane de las revelaciones del libro. Su padre había intentado olvidarlas persiguiendo números y cuentas. Ezzamane sólo quería recordar. Aquel desierto, aquel oasis, aquellos pasos, aquella biblioteca, el libro. Sólo una duda asaltaba la memoria perfecta de Ezzamane, aunque no tuviera tanto que ver con los recuerdos como con la constitución de las entidades. Ezzamane, jamás tendría la certeza de saber si quien salió de aquella biblioteca fue él o su padre.

En el pequeño pueblo de Idriss, la gente sabe que Amanoullah es la última ciudad y luego no hay nada más que el poniente bajo la tierra. Lo dice el Libro de Kahlid: sus “finales son los fines”. Más allá de Amanoullah no hubo caminos trazados ni reinos con sus dinastías ni batallas peleadas ni hechuras del hombre ni designios ni poderes. En Idriss, la gente cuenta con tristeza nómada la historia de Mequinez, un muchacho que el desierto engulló a seis días a pie desde el oasis de Ouazamate y que continuó viendo oasis más allá de Ouazamate. Dicen que Ouazamate es el único y que todos los demás son espejismos. Dicen que el desierto lo vomitó muchos años después, tal vez demasiados, que es un adjetivo inusual para la gente de aquella región que dice no temer al tiempo. Dicen que al volver contó una historia inverosímil. Nadie creyó sus dichos, pues la única evidencia era la de un hombre con la mente en una ofuscación perpetua. Para la gente de Idriss, Mequinez no había dejado prole y su padre había muerto por la peste antes de que él naciera. Decía con exageraba insistencia no ser él sino su hijo. Sólo un hombre creyó que Mequinez era quien decía ser. Que era otra persona. Una que viajó más lejos y por más tiempo. Una que supo que algunas cosas necesitan ser oscuras para tener luz. Lo supo cuando escuchó la palabra laberinto. Nunca había escuchado esa palabra, pero sabía su significado.