A mí me gustaba y me gusta el invierno, el invierno de escarcha en el cristal al amanecer, la noche gélida de luna pálida, el alba helada, los campos blancos, las calles grises con ese brillo mortecino del hielo cubriéndolas. El invierno de verdad, el invierno severo, duro, en serio. De guante, abrigo y sombrero, muchos días con bastón para no resbalar en los suelos helados.
Amaneceres pálidos desde la ventana del balcón de mi habitación, humeante el café en la cocina, dibujando mi nombre en el vaho del cristal. ¿Salir? ¿Para qué? ¿Churros? Hace demasiado frío. Mejor permanecer debajo de sábanas y mantas y poner música, un long play. Tomárselo muy tranquilo, disponerse a hacer muchas cosas o a no hacer nada. Que todo es ponerse para ambos menesteres.
Mantas castellanas, de Zamora, palentinas, maragatas, mantas de Ezcaray. Que ruina para la manta histórica la importación del edredón de plumas, invento nórdico de los buenos, que no lo son todos. El edredón fulminó a los buenos paños castellanos y leoneses, toda una historia de trashumancia, fragores y soledades, traspuesta por unas plumas de ganso. Decirlo así suena marxiano, a sopa de ganso. No es una broma lo que le ocurrió al sector que nos había confortado de los fríos durante siglos.
Broma la mía que le hice una manta de visón a mi mujer con un abrigo largo de lomos de mi madre, maravilloso lujo en el tálamo que mi mujer y yo disfrutamos cada una de las noches del invierno mediterráneo, que de tan leve el visón nos libera del frío con suficiencia tal que no necesitamos calefacción alguna.
Napoleón llevaba siempre una manta de oso consigo en todos sus lances que fueron muchos en todos los sentidos. Enfadadísimo en el Kremlin vacío y saciado de amor con Maria Walenska, guapa entre guapas que le esperaba en Varsovia con el frío en el rostro.
Con pieles de oso le ganó la partida Amundsen a Scott. Yo nunca he hecho el amor sobre una piel de oso, pero sobre una de visón sí. Sobre vaca también, pero ese es otro cantar, son suspiros country, suspiros norteamericanos. Que he disfrutado a temperaturas de hasta veintiocho grados bajo cero, sí -28º, en Vermont, en unas navidades maravillosas en que un poco más arriba, en Montreal, ya en el Canadá, se colapsó la ciudad a -30º. Eso era frío. Así y todo cogíamos bogavantes vivos de los viveros de los restaurantes para llevarlos a la bañera de nuestra casa en la estación de esquí, donde sucumbirían y que ingeriríamos tras su funeral tan ricamente.
Más country frío he pasado en Colorado, en Aspen y derredores. En aquella parte de las Rocosas, nieva una noche sí y otra también, bajando a -14º con facilidad, y luce el sol todo el día. Con un clima así, no extrañan sus precios. La nieve nocturna es seca, son las estrellitas que dibujamos, tan secas que las espolvoreas con un mero suspiro. La llaman nieve champán y es que lo es, bueno un champán muy seco y en vez de hacer burbujas, es aún más chic, hace estrellitas. Nieve de Colorado y de Utah, estado en el que nunca se para uno a tomar una cerveza pues no te la venden. En Colorado ahora venden hasta marihuana, lo cual lo apruebo y espero que lo hagan bien, que lo harán.
Claro que ahora pienso que para pieles de vaca y vacas, Argentina. Vacas arriba y ovejas al sur, muchas, muchísimas, pero Argentina país maravilloso Tierra es otro asunto. Aunque allí también he pasado frío. ¿Dónde? En Ushuaia. No más en Chile. En Atacama, en El Tatio, en el Sur, en Punta Arenas. ¡Uf! Argentina siempre ha sido relativamente amable con su clima conmigo. Chile más duro. Qué lejos me voy.
A mí me gustaba y me gusta el invierno, el invierno de escarcha en el cristal al amanecer, la noche gélida de luna pálida, el alba helada, los campos blancos, las calles grises con ese brillo mortecino del hielo cubriéndolas. El invierno de verdad, el invierno severo, duro, en serio. De guante, abrigo y sombrero, muchos días con bastón para no resbalar en los suelos helados.
Amaneceres pálidos desde la ventana del balcón de mi habitación, humeante el café en la cocina, dibujando mi nombre en el vaho del cristal. ¿Salir? ¿Para qué? ¿Churros? Hace demasiado frío. Mejor permanecer debajo de sábanas y mantas y poner música, un long play. Tomárselo muy tranquilo, disponerse a hacer muchas cosas o a no hacer nada. Que todo es ponerse para ambos menesteres.
Mantas castellanas, de Zamora, palentinas, maragatas, mantas de Ezcaray. Que ruina para la manta histórica la importación del edredón de plumas, invento nórdico de los buenos, que no lo son todos. El edredón fulminó a los buenos paños castellanos y leoneses, toda una historia de trashumancia, fragores y soledades, traspuesta por unas plumas de ganso. Decirlo así suena marxiano, a sopa de ganso. No es una broma lo que le ocurrió al sector que nos había confortado de los fríos durante siglos.
Broma la mía que le hice una manta de visón a mi mujer con un abrigo largo de lomos de mi madre, maravilloso lujo en el tálamo que mi mujer y yo disfrutamos cada una de las noches del invierno mediterráneo, que de tan leve el visón nos libera del frío con suficiencia tal que no necesitamos calefacción alguna.
El frío de mi ciudad de nacimiento pronto lo hice escenario de las novelas que leía y no sé cómo fue que casi todas las novelas que leí una buena temporada de mi vida, sucedían en lugares terriblemente fríos. Las de horror de Lovecraft, las divinas de Dickens, ni comentar las del Norte de Jack London, en todas los ambientes eran heladoras. Mantas y libros heladores, ¿qué mejor plan para una mañana de invierno de un muchacho al que las playas y pasear por montes y valles no le suscitaban especial interés?
Las calles pálidas de tan blancas, tenebrosas, sí, mañanas tenebrosas, pues en mi ciudad las nieblas eran pertinaces. Los cielos cubiertos por un manto blanco de nubes grises, muy oscuras. Las plazas desiertas esperando el despertar de las palomas escondidas y ateridas. Hoy no salen ni las palomas.
¿Hace frío en este texto? Eso es lo que pretendo.
El muchacho que quería que hiciese frío y odiaba los juegos de playa.
Como al sol y playa, he odiado los deportes en general, que no en la particularidad algunos de ellos, como es el voleibol femenino que ha sido algo que no he disfrutado, pero que es asunto pendiente que si bien no practicaré jamás pero del que algunas noticias me dejan estupefacto. Mi sorpresa el otro día fue que vi que una pareja de deportistas canarias de élite, profesionales y encantadoras, carecían de firma comercial o sponsor que las financiase. Me dije al instante, dejo de escribir y me pongo de manager, agente, lo que haga falta para la promoción de tan divino deporte. Un deporte que me gusta, es el único me gusta y mucho.
No es de deportes de lo que quiero hablar. Todo lo contrario. Quiero hacerlo de la mirada tras el cristal escarchado, sobre el horror del frío fuera, de los pasos trémulos de la primera viejecita yendo a por el pan, de las primeras camionetas de reparto con el humo de sus escapes en medio de la niebla.
La niebla siempre es muy pictórica, cinematográfica, para mí, con gran tendencia a lo decimonónico en mi imaginario privado, muy literaria. Aunque para la mayoría la niebla es una molestia, un perjuicio, no tiene ninguna gracia. En las ciudades grandes es un horror.
Hablo como si la niebla fuera algo común cuando no hay niebla casi en ningún sitio. En estos tiempos del monóxido de carbono, las bocinas y los mil semáforos y rotondas, es difícil encontrar un espacio amplio de nieblas, hay que perderse por páramos y estepas para encontrar esa niebla encantadora que te pierde, que te aísla, que te puede hacer desparecer como tras los títulos de tantas novelas y no menos películas.
La niebla te permite un soy pero no estoy. Una muy buena representación de la nada es la niebla alrededor de uno. No puede dar una mayor sensación de vacío.
Niebla o voleibol femenino. ¿Qué mejor? Después de volverse a sumergir entre las mantas, cubrirse con el edredón hasta la cabeza y pensar en saltos y palmas, en redes y pelotas, en la arena. Así hasta media mañana.