Ilustramos estos párrafos con unas imágenes de François Boucher, el gran pintor francés dieciochesco, cuya erótica sensualidad nos parece encantadora.
Uno está harto de sexo. Más que harto. Particularmente, casi que no puedo más. Esto puede sonar bien o mal, resultar gracioso o muy poco; puede dar a entender que uno está cansado de su práctica, que se encuentra extenuado o aburrido, que sea la consecuencia de su carencia. Pero no. Ni una cosa ni la otra.
Mi hartazgo deviene de su omnipresencia. De no parar de observar sexo y más sexo en todo momento y en todas las cosas. De la hiper-sexualización del tiempo en el que vivimos. De lo sexuado que está todo, de lo sexy que quiere ser todo el mundo, de lo pesados que se ponen con ello. Un ¡Sex Sex! como un run run, encantador a veces, pero insoportable muchas. En cualquier lugar tenemos que soportar excitaciones e incitaciones innecesarias, convites que no vienen al caso. Si te muestran un sofá, ineludiblemente te incluyen a una maja o un majete en la oferta; si te quieren vender la rueda de un coche, lo hacen con una señorita en lencería de cuero; si piensas en un helado, ni comentamos el tipo de sugerencia que hacen al consumidor. Es tremendo; abrumador. En las calles y en las pantallas podríamos creer que asistimos a una verdadera “invasión de los ultracuerpos”. De miedo. Da miedo.
Me hastía verme inmerso en un ambiente de permanente invitación sexual, de sugestiones sexuadas. Me tedian los influjos, flujos y reflujos de tanto sexo, aunque sea sano y seguro, fiel o promiscuo, perverso, divino o pluscuamperfecto. Me solivianta el grado de tensión sexual al que se nos somete de la mañana a la noche en una grosera acometida de todos los medios. Hay sexo en todas partes. Es obsesivo. ¿Soy yo? No, no. Es así. Todo es sexy, todo ha de ser sexy. Es obligatorio hacer sexo, tener sexo, ¿cuánto haces?, ¿cuántas veces? Cuanto, cuanto, cuánto.
Lo siento. No me interesa el sexo cuantitativo ni competitivo. No me interesa el sexo deportivo, ni el extra-lujo del lujurioso, ni el tántrico, ni el gótico encadenado, ni ningún mantra erótico continuo, mucho menos la promiscuidad compulsiva de los mandriles. No me placen el sexo sudoroso, el obligado, el facilón o el vacilón, que puede parecer tan divertido, (que lo es, lo sé, no lo niego).
Desde que despertamos, apenas con la primera medicación y el café, en las radios se nos está hablando de eyaculación precoz, de problemas viriles y fértiles, de la tan de moda disfunción eréctil, dolencia que parece que todos los comunes mortales estemos obligados a tenerla o combatirla. De que el éxito de la felicidad de un individuo esté en su vida sexual. Que sin las cápsulas de Men solution o las de Women´s happiness, no podrás ser feliz completamente, sin orgasmos regulares y espectaculares no eres nadie, que si no fornicas mucho es que eres un poco tonto o estás un tanto enfermo. Esto en la radio, a primera hora, de mañanita. Terrible. Casi que te dicen que utilices de dentífrico Oral Sex en vez de Oral B.
No te digo cuando abres el periódico o enciendes la pantalla. Lo mismo que en las radios. En las primerísimas páginas te encuentras con la maldita disfunción de esos penes que dan pena, que si la impotencia de los impotentes que son legión. Que si la eyaculación precoz, la insatisfacción, que si el orgasmo múltiple y el trigonométrico, que si la madre que nos parió. En las páginas finales, inmediatas a los deportes o al mercado financiero, el supermercado del sexo, que ya es como los chinos, “todo a cien”, todo en cualquier esquina, veinticuatro horas en real o virtual omnipresencia. Contactos, líneas telefónicas, tonos y politonos, juegos, páginas en color, páginas en 3D. Sexo y más sexo, ya sea pagano o espiritual, mercenario, zen o fast, “mahabarato” o very VIP. En muchos periódicos publican varias páginas de pura pornografía de escasísimo gusto, un mundo erótico que da susto.
Y a la vez el ordenador, el “ordeñador”. Millones de chips, de bits, de megas y pixels, o como se llamen, para que la gran oferta sexual de la temporada continúe, se extienda aún más. ¿Sex life?… Sex on line. Pantallas exhaustas de mensajes y masajes onanistas u orgiásticos, más o menos pervertidos, raramente divertidos. Webs, chats, tuits, pins pans puns, todo por y para el sexo digital, tan digital que lo llevamos en la mano para ir al baño. El desiderátum.
Menos mal que no veo televisión, que sé que la cosa se multiplica sin mayor pudor, con los programas invadidos de señoritas y señoritos despelotándose física o moralmente. Qué horror. Sex-spots, sex magazines, en cualquier franja horaria y cadena. Sales a la calle y la melodía que el viento trae podría titularse “Sex is in the air”. Parece fantástico, parece una broma. Los primeros carteles que ves, los publivia, te presentan a unas sensuales señoritas desnudas, apenas cubiertas por una mínima sofisticada ropa interior, con miradas siempre provocadoras. O bien -que también-, señores y señoritos de músculos ebúrneos y “desnudotes”, con morritos al sol. Un mundo encantador. Anímese ciudadano. En los parabrisas de los coches es frecuente que encuentres publicidad de tables dance, de cabarets, cuando no de burdeles grecorromanos o zumbones latinos, todos ellos con sus tarifas adjuntas. Alucinante. En las solitarias cabinas de teléfono números de contactos para servicios legionarios a domicilio con todas las versiones y perversiones.
O como a mí me ocurre cada día del verano que bajo a bañarme al mar. En vez de algas me encuentro nalgas bronceadas de jóvenes de ambos sexos embadurnados de potingues, gentes vanidosas y coquetas que unos califican de libres y otros de escasamente púdicas. ¡Qué pringue! ¡Qué calor! Arden los cuerpos en la arena. Créame el lector, es dificilísimo soportar todo esto, hay días que son un infierno, al menos para mí. Tan fácil resulta hacerse adicto al sexo como aborrecerlo por hastío de sus exageradas influencia y concurrencia. Vaya rollo.
El rollo que nos metió Freud y los del sicoanálisis, el sermón de las siete mil palabras con el que se atreven algunos sesudos que osan descifrarlo todo o mucho del comportamiento humano, por una erección retorcida, un gemido exagerado, un orgasmo precipitado o no cumplido. El mantra de los Sesenta y décadas posteriores sobre la obligatoriedad de la liberación sexual por decreto. Vaya rollo tártaro, judío, teutón, anglosajón o andino-pampeano, que me da igual. Vaya lata con el tema sexual: hables de lo que hables, dirijas la mirada donde lo hagas, plantees cualquier cuestión.
El lector que me sigue en estas páginas se extrañará de la opinión que expongo. No reniego de mi fe casquivana, de un cierto afán libertino, pero estoy hartito de tanto sexo como se respira. Hay cierto hedor, tengo que decirlo.
En contra de lo que dicen estos aburridos “ciencias” de lo determinante y fundamental que es la vida sexual en el ser humano, opino que estamos excedidos, que no sobrados. Sería necio negar la esencialidad del sexo. Creo que el sexo es principal, pero que no lo es todo, todo, todo. Discrepo de estos sicóticos influyentes, (generalmente solitarios onanistas), que proclaman que nuestras relaciones y sentimientos están absolutamente determinados por la formación sexual recibida y por la práctica del mismo. Todo en esta vida depende de nuestra sexualidad, dicen. Algo innegable pero relativo. La mercadotecnia lo fomenta. Hemos escuchado discursos tan exagerados como que la clave de la felicidad de los pueblos está en la vida sexual libre y múltiple de sus ciudadanos, hasta el aserto de que la desinhibición sexual absoluta es la gran terapia, la gran solución, el cielo comunitario.
No voy a negar los horrores que se han vivido durante buena parte de la Historia con las consecuencias del rigor coercitivo sexual. Pero tampoco pienso que el libertinaje de determinadas sociedades y ámbitos hayan sido paradigma de la sublime felicidad, y que sus divertidos desmanes hayan fomentado el mejor entendimiento entre grupos humanos. No censuro a las élites romanas y dieciochescas tan activas sexualmente, tan relajados al respecto, pero observo como acabaron. Me divierte la obligación que los varones griegos tenían con sus efebos, y me repugnan las castrantes sectas siberianas con excrecencias humanas como el priápico Rasputín que confundiese a los últimos Romanov. Y ya que recuerdo a estos rusos, me divierte pensar en llegar a la edad de León Tolstoi y su esposa Sofía haciendo el amor simulando a dos pajaritos en el bosque. Sea pues, aplaudo una vida sexual activa todo lo intensa que se pueda. No pienso que el sexo de los ángeles sea perfecto y conozco algunos traumas devengados por la virginidad obligada. Pero este “sexcentrismo” actual se me antoja excesivo por sus consecuencias. Un virus invasor. El horror de que la cuantificación supere a la cualificación.
Lo de hoy en día no es normal. Ni paranormal. Es de anormales, de quiénes prefieren sufrir que disfrutar, precisamente de lo que se trata cuando de sexo hablamos. Es una infección, una metástasis sadomasoquista. Parece que estamos en una carrera, un rallie. Lo que decía: ¿Cuánto? ¿Cuántos? Sextadística… números, más números y “numeritos” sexuales.
Protesto. Acuso. Me disgusta todo ello. Los estímulos sexuales públicos que sufrimos son una pandemia provocada. Es una multiplicación obsesiva. Tanto convite resulta agobiante. ¿Calentamiento del Planeta? Y tanto. Fiebre del ser humano que puede tener un desenlace fatal, un jadeo que revierte en vómito.
Sí, sí. Lo digo: estoy harto. No me ha envenado ningún pacato elixir moral para decir lo que pienso. Es un mero refinamiento normal, -insisto, normal-. Es delirante que durante toda la jornada se nos recuerde el sexo, la sexualidad, el mal de muchos y consuelo de tontos. Abogo por cierta relajación. No se deteriorará la vida sexual de la gente por ir más tranquilitos, por no adorar al becerro del sexo, debiéramos dejarlo en sus capillas, no en el altar mayor. Más relajados sufriremos menos ansia y menor hastío. Menor cantidad, más calidad. ¿Quién lo duda? Unos dicen que el sexo es la energía de la existencia, y no les falta razón, otros que es oxígeno de la sangre. Pero no hay que ahogarse, ni hay que ir asfixiado corriendo a todas partes. Muchos dicen que pueden vivir sin él perfectamente, y tampoco les negamos su lógica física o química para mantener tal discurso. Como los hay atléticos del sexo, también los hay ascéticos, “místico floros”, virginales de amores tiernos y eternos. Les hay tan vagos o tan precarios que el esfuerzo que el sexo requiere les provoca una desazón paralizante, y no son por ello personas enfermas o rarezas humanas. Tengo amigos que piensan que el sexo es una ordinariez.
El sexo es mucho, el sexo lo es todo o casi. El sexo es fenomenal cuando es estupendo. Pero un poco de calma, un poquito de tranquilidad y “senso”, sí, de sentido, de sensualidad. Que no nos aburran, que no nos atormenten con su hipertrofiada sugerencia… este exceso exhibicionista, una locura como la que ahora vivimos que nos puede llevar -por reacción- al castrador ambiente del medievo. Considero que es nefasto tener que vivir con la permanente tentación casi casi existencial del sex or not sex. ¿Es la única cuestión?
No recuerdo ahora quién decía que la verdadera voluptuosidad está en el cerebro, en el pensamiento. Creo que es así. Particularmente en el cerebro tengo de todo, el senso, el sexo, el hartazgo del mismo y, también, otras cosas.
Afectuosamente, sin exceso de besos y abrazos.
Enrique López Viejo (Valladolid, 1958) es licenciado en Historia Antigua y Geografía por la Universidad Valladolid. Cursó también estudios de Ciencias de la Información en Bellaterra (Barcelona) y ha ejercido como docente, profesión que abandonó para emprender negocios privados que le llevaron a Mallorca, donde reside. Es el autor de Tres rusos muy rusos. Herzen, Bakunin y Kropotkin (Melusina, 2008) Pierre Drieu la Rochelle. El aciago seductor (Melusina, 2009) y La Vida crápula de Maurice Sachs (Melusina, 2012).