El festival anual de fotografía PhotoEspaña que, como la violetera del cuplé de Raquel Meller que regresaba por primavera, ha vuelto a las salas de Madrid.

Y lo ha hecho en este 2016 con el título genérico de “Europas”, en un intento de centrar la mirada con que cerca de 300 fotógrafos se han aproximado al continente ahora y en el pasado anterior al Muro de Berlín, una atención que no viene nada mal en estos momentos de Brexit, desorientación y crisis de la identidad europea. A lo largo de casi un centenar de exposiciones entre la sección oficial y el llamado “Festival Off” –¿por que no “Sección de invitados”? En Francia o en Portugal, este afectado anglicismo  estaría mal visto–, la organización ofrece una sección oficial entre las que, con el mas subjetivo de los criterios y las limitaciones del tiempo, hemos destacado unas etapas, unas preferencias, en el largo itinerario propuesto, que incluso va más allá de Madrid –por cierto, a destacar la exposición de Carlos Saura en Segovia– y de España.

Junto a nombres ya indiscutibles en la historia de la fotografía que van de Lucia Moholy a Inge Morath, y de Vivian Maier o Bernard Plossu a Miroslav Tichy, hay otros mas recientes, entre los que se encuentran algunos que se obstinan en realizar una obra que parece renegar de la fotografía, distanciándose de todo lo que recuerde a esta actividad. Estos, los que año tras año enmarcan las fotos como si fueran pintura, las reproducen en formatos desmesurados con vocación de cartel o las imprimen en soportes insólitos, no nos han interesado mucho, la verdad. También hay otros fotógrafos en los que todo es decorativo pero sin que lo supuestamente artístico logre destacar. En sus fotografías todo es color intenso, hasta las imágenes mas supuestamente crudas y testimoniales que acaban no siendo nada más que teatrales a fuer de repetidas.Unas obras en las que la técnica, ese falso amigo del fotógrafo, se convierte en un fin dotando a las obras de una frialdad mortal de siesta veraniega que se suele confundir con perfección y que en realidad es banalidad. Esos, tampoco nos han atraído.
BERNARD PLOSSU. La hora inmóvil.

 

Pero destacando lo que nos ha interesado y nos ha conmovido entre las exposiciones vistas de esta excelente PhotoEspaña2016 que, insistimos, no han sido todas, destacaríamos en primer lugar la más oficial de todas ellas pero también una de las más interesantes. Se trata de la “La hora inmóvil”, de Bernard Plossu, comisariada por Ricardo Vázquez, que recoge cerca de cien fotografías del artista francés en las que recorre la orilla exclusivamente europea del Mediterráneo, de España a Grecia, pasando por Italia y Francia. Exposición presentada en el Jardín Botánico que se inscribe en una clave metafísica, de espacios y silencios, de tiempo suspendido, de presencia de la poesía de lo cotidiano propia del fotógrafo, los famosos instantes de nada que llamaba Juan Manuel Bonet. Así lo proclama el magnifico libro-catalogo que ha escrito para la ocasión este ensayista, poeta y crítico de arte, quizás el mejor conocedor y propagador de la obra de Bernard Plossu, titulado también La hora inmóvil, una metafísica del Mediterráneo, obra de edición primorosa por parte de La Fábrica. Es esta una exposición que, por su magnitud y su interés, le dedicaremos un texto más detallado solo fuera para insistir en como la poética de una mirada se manifiesta domesticando a la técnica –Plossu ha realizado fotografías con cámaras infantiles, conscientes de que lo importante era el momento y la mirada, usando solo un objetivo de 50 mm, el de la mirada humana — y esquivando el artificio del laboratorio o del ordenador.

Plossu recorre las riberas de su personal Mediterraneo como ha hecho antes en México, en Francia, en Almería o en los Estados Unidos, mostrando que es un fotógrafo viajero en quien lo exótico es un estorbo. Así, no es de extrañar que la elegancia de la metafísica, tan próxima a la poética de la nada, sea una de las características del trabajo del fotógrafo. No es “La hora inmóvil” una exposición  para destacar una imagen, que entre un centenar las hay destacables, sino para dejarse llevar por el itinerario propuesto recorriendo la orilla europea del lago mediterráneo.

Gracias a las fotografías de Bernard Plossu se aprecia como pocas veces la unidad que mantiene uno de los espacios de mayor carga histórica del mundo, pues es difícil saber de donde proceden esas arquitecturas blancas, esos pedregales, esas calles, algunas chimeneas y barcos o aquellos acantilados y paisajes. Una homogeneidad que es antes que nada identificación y proximidad entre lo fotografiado y el fotógrafo que vive en La Ciotat y un gran número de obras entre las que, inevitable hay desigualdades, pero en las que el tono medio es el siempre extraordinario. De todas formas, y como no hay cánones sino preferencias, es inevitable citar algunas entre las magnificas y quizás más metafísicas expuestas, como la solitaria carretera ateniense, verdaderamente desoladora, la fabrica en escorzo–pared y chimenea– de la isla de Favignana, el tramo de camino almeriense, la fabrica retratada desde la ventanilla del tren, casi milagrosa, en la que el vagón y la construcción se complementan, la entrada del garaje en Elche, la preciosa stazione de Ventimiglia, la casa prefabricada de Nijar… Una selección incompleta de una exposición recomendable para comprobar como la nada es mucho. A veces, todo.

Como sucedió el año pasado con la exposición dedicada a Tina Modotti, la Fundación Loewe ahora mira de nuevo, en la seguridad de acertar, a los años dorados de la fotografía documental y de vanguardia de los años veinte y treinta, los años de la Nueva Vision y la Nueva Objetividad, de la fotografía documental y el fotoperiodismo. En el sótano de su ya clásica y familiar sede granviaria, cuya fachada ha pintado Damián Flores y visitó, entre otros ilustres, el Che Guevara, está colgada la exposición “Lucia Moholy, cien años después”, comisariada por María Millán, dedicada a la mujer del artista poliédrico y esencia de La Bauháus, Laszlo Moholy-Nagy y una más de las llamadas “fotógrafas de Weimar” por méritos propios. Lucia Moholy, nacida Schulz en Praga en 1894, en 1921 se casa con Moholy-Nagy y aunque se separan en 1929, tras vivir esos años en La Bauháus donde se convirtió en la fotógrafa oficial de la institución y de lo que sucedía en ese centro de arte y enseñanza esencial para el arte contemporáneo. Años clave, tanto que la llevaron a cambiar su apellido para siempre. Lucia Moholy, compartía con su marido, la consideración de la fotografía como el lenguaje propio de la modernidad y del nuevo siglo, dotada de una doble vertiente documental y artística.

LUCIA MOHOLY. Walter Gropius

 

En sus años bauhasianos, Lucia Moholy documentó los edificios de la institución –precisamente, es suya y está colgada en la Fundación Loewe la vista canónica del edificio en la sede de Dessau en 1926, en el que campea su nombre–, sus realizaciones –la foto de los muebles Brauer es un bodegón delicadísimo, un modelo de realismo mágico– , sus instalaciones –como los despachos y habitaciones de Kandinsky– y  sus miembros, retratando a muchos de ellos. Importante labor documental sin duda, pero también un enlace con otro de los géneros que constituyen su trabajo: el retrato. Este género, el más destacable dentro de  los fotógrafos de la Nueva Visión, es también uno de los más practicados por Lucia Moholy, como demuestran los muchos  incluidos en la exposición. A destacar los muy rodchenkianos de Franz Roh, Lily Hildebrandt y Florence Henri, todos teóricos y artistas de La Bauhaus, todos plena Nueva Visión, así como los dedicados a sus amigos los Gropius, Walter e Ilsa. Estos trabajos incluyen a Lucia Moholy en el grupo de Ilse Bing, Gret Stern, Germaine Krull o Gertrude Fehr, algunas de las fotógrafas alemanas que con su cámara afirmaron su condición profesional y femenina.

Ingratitud sería no resaltar la generosa inversión realizada por la Fundación Loewe en el catalogo, elegante a fuer de discreto y bien diseñado, que recoge la exposición de Lucia Moholy con texto de la comisaria, y que regalan a los visitantes interesados. Un detalle lamentablemente cada vez más excepcional, especialmente en el mundo de las exposiciones de fotografía, incluidas las realizadas en instituciones. Enhorabuena a la Fundación Loewe.

Diferente es la exposición colectiva que tiene como motivo y centro a Inge Morath y su trabajo dedicado al Danubio de su infancia en la Fundación Telefónica, “Tras los pasos de Inge Morath. Miradas sobre el Danubio”, comisariada por Celina Lunsford. Anticipándose a Claudio Magris con la cámara, la fotógrafa austro americana  –la primera fotógrafa de la mítica Agencia Magnum, mujer del escritor Arhur Miller, prestigiosa retratista y viajera por la España de los cincuenta– Morath recorrió el río de su infancia en varias ocasiones entre 1958 y 1994, aunque nunca pudo completar el itinerario desde Donaueschingen hasta el delta en el Mar Negro rumano. El resultado de estas aproximaciones ha sido una serie de  reportajes parciales en los que recogió la vida alrededor del Danubio en algunos de sus tramos alemanes, austriacos y rumanos, quedando fuera otros países de más allá del Telón de Acero por obvias razones políticas.

 

INGE MORATH. Cerca del Danubio
Ahora, casi quince años después de su muerte, un grupo de fotógrafas premiadas por la Fundación Inge Morath ha emprendido un especial viaje fotográfico a lo largo del Danubio, quizás el río más europeo, con la intención de  evocar y homenajear a la fotógrafa austroamericana realizando el recorrido que no pudo realizar en una expedición colectiva en busca de  la esencia del río y de sus gentes. El resultado de este viaje tan fluvial como fotográfico ha sido la reunión del trabajo de ocho fotógrafas de diferentes nacionalidades que han llevado las obras de Morath a los lugares en que surgieron, al tiempo que realizaban sus propios reportajes. Al final, dado el número de trabajos aportados, el resultado naturalmente ha sido desigual, pero la iniciativa, una idea magnifica, está entre los mejores proyectos de esta edición de PhotoEspaña.
Una experiencia compleja que recuerda la llevada a cabo por Alexander Medvedkine en los días siguientes a la Revolución Rusa, cuyo experiencia dio lugar a un libro, aunque ahora el Danubio y la fotografía hayan sustituido al cine y a la Ucrania de los años veinte y  las furgonetas y el camión galería al tren con el que Medvekine extendía el comunismo entre los campesinos. Como se aprecia, menos el objetivo político, hay más de un paralelismo con este complejo, original e interesante proyecto, desde luego mucho más intimista y poético.
Alrededor de sesenta fotografías de la propia Inge Morath y de la presentación  del proyecto y del viaje, se han reunido en el muy adecuado espacio de la Fundación Telefónica tantas exposiciones individuales como fotógrafas participantes, en las que sobresalen los trabajos de la mexicana Claudia Guadarrama, de la española Lourdes R. Bassoli y sobre todo de la francesa Claire Martin. Luego están las obras de la propia Inge Morath, cuya mirada y técnica siguen sorprendiendo por su capacidad evocadora y por como ha sabido recoger la realidad suspendida del mundo danubiano. Una eternidad detenida que se aprecia en obras como las dedicadas a recoger una Rumania rural y balcanizada o una Viena intemporal. Aquí, en las fotografías realizadas en la capital austriaca, se diría que medio siglo después aun camina por sus calles Harry Lime, cruzando frente al Palacio Pallavicini, camino de una cita con Popescu y el doctor Winkel, o como Joseph Roth, al abandonar la ciudad,  se ha dejado abierta una ventana por la que se escapa un visillo, como si también quisiera irse con el escritor al exilio parisino.
Sin embargo, aun más sobrecoge la vista de ese castillo de Sigmaringen, majestuoso y altivo, en el  que se diría que todavía permanece errante la corte fantasmal del mariscal Petain, por la que se deslizaban Abel Bonnard, Jean Luchaire o Celine con su gato Bébert en los tenebrosos días del final de la guerra. Un ambiente que han descrito magníficamente Pierre Assouline, Henri Rousso y sobre todo el propio Celine, cada uno a su manera.
Son las de Inge Morath unas fotografias que hablan de su infancia, de su mirada sobre el río, pero también de la capacidad de Europa para conservar la atmósfera del pasado, de ese  mundo que recorre el Danubio, que es uno de los muchos que han forjado Europa.
JUANA VIARNÉS. Salvador Dalí

Prosiguiendo por esta geografía de preferencias por las exposiciones de PhotoEspaña 2016, le toca el turno a la muestra abierta en el Centro Cultural de la Villa, titulada “Juana Biarnés. A contracorriente”, dedicada a la fotógrafa de Tarrasa y reportera del diario “Pueblo” cuya actividad profesional se desarrolló en un medio tan adverso para una fotigrafa profesional como era el de la prensa del franquismo. Juana Biarnés se encintró con todas las dificultades posibles en la época a la hora de realizar su trabajo, y eso que su mirada acerca de la realidad de la España de los años sesenta distaba de ser cruda, pues en esos días nadie y quizás menos una mujer, podía hacer el trabajo realizado por Robert Frank o la propia Inge Morath en España, aunque Carlos Saura, Xavier Miserachs  o Joan Colom, por citar algunos, se acercaron a lo más oscuro. Es esta una exposición casi de un solo género, como tantas otras, pues en ella predominan los retratos, en este caso de famosos de los años sesenta y setenta. Biarnés fue también la fotógrafa de los Beatles con ocasión de su viaje hispano, lo que le llevó a la fama y a los  famosos, encasillándola como retratista de este grupo de celebridades locales.

Sus fotografías, más espontaneas que las realizadas hasta entonces, son una buena muestra del fotoperiodismo moderno, algo francés, que practicaba Biarnés. En ellas recoge  a cantantes, artistas y modelos de los años sesenta, de los que estuvo muy cerca. Sin embargo, más que estos reportajes de famosos, la mayoría  para el diario “Pueblo” y agencias, interesan las fotos que recogen el Madrid de los años sesenta, el ambiente de la juventud de la época, al menos de esa clase media cada vez más presente. Probablemente, estas fotografías gustaban menos que ahora pues revelaban una realidad que se prefería ignorar, aunque distase de resaltar amenazadora. Y es que los jóvenes que retrata Juana Biarnés en la tienda de discos Algueró, seis chicos y tres chicas, en plena comunión de los santos mientras bailan al son del recién llegado  de Londres “A hard day’s night”, o los pocos seguidores que bajo la vigilancia severa de la policía armada al mando de un adusto teniente, reciben heroicamente a Los Bravos en Barajas, distan de parecerse en cantidad y motivación a los más cosmopolitas  jóvenes rockeros y ye-yes de Francia o Inglaterra.

Muy reveladora también de lo lejos que estaba Madrid de París o de Roma es la fotografía de 1964 titulada “Ambiente joven en la calle de Serrano”, en la que recoge a unos cuantos chicos encorbatados tomando un gin-fizz, cocktail de moda en la época.

Señalar también una de las fotografías más atrevidas, realizada en 1965,  la muestra a la actriz argentina Rosana Yanni en una calle de Madrid tomadas por los hombres en la que aparece como la bella entre las bestias a modo de provocación, aunque lo es menos, pues esta resulta casi hiriente, que aquella otra imagen que muestra en atroz contraste a una bella modelo con maxi abrigo en un embarrado suburbio madrileño de chabolas salido de Tiempo de silencio. 

Para finalizar, aludir a tres trabajos más como  la foto del obrero  en 1967 que, pala en mano y con pierna de palo, trabaja en una calle madrileña, una escena que nos lleva a pensar en las bondades del Estado de bienestar, como la del barrio chino de Barcelona, muy en la linea del citado Joan Colom, o como la foto mallorquina  de 1966 en la que aparece un Biscuter con cinco pasajeros,. Estas fotos dicen mucho de las capacidades de Juana Biarnés, pionera y desencantada, de quien nos gustaría saber más de ese archivo que seguro guarda imágenes más anónimas pero más interesantes, como las que hemos señalado.

La siguiente etapa de este itinerario fotográfico y europeo es la  exposición dedicada por la Fundación Canal a la descubierta Vivian Maier, fotógrafa de moda a la que no le faltan razones para serlo. Un prestigio póstumo el que ha recibido esta verdadera fotógrafa secreta, que al tiempo que desempeñaba un tedioso trabajo de niñera del que vivía, supo mantener constante una inquietud y llevar a cabo una poética fotográfica que le ha convertido en una de las mas destacadas fotógrafas de calle, una especialidad que en los Estados Unidos ha dado ejemplos de la talla de Walker Evans, Dianne Arbus Lisette Model, Lee Friedlander, Helen Levitt o Margaret Bourke-White. Las calles de Nueva York y sobre todo las de Chicago, son el escenario de la cotidianidad que recoge Maier y en las que con frecuencia aparecen los niños que cuidaba. Una combinación de documentalismo e instante decisivo a lo H C-B y sin teatralidad, es lo que propone la fotógrafa al mirar por el objetivo y aprovechar todo lo que se le ofrecía, incluido el juego de espejos que permiten los escaparates.

VIVIAN MAIER. Autoretrato
Sin embargo, tan esencial como la vida urbana son sus autorretratos, a veces enigmáticos, en los que no pocas veces se cruzan también los niños que estaban a su cargo, casi todos ellos realizados en el exterior, lo que confirma que Vivian Maier nunca dispuso de una casa propia en la que poder retratarse. De hecho, murió en un
asilo de indigentes en 2009 con ochenta y tres años. Maier, culta, pobre, hija de emigrantes y de vida en apariencia desdichada, es un verdadero enigma que se acentúa con sus autorretratos en los que aparece a una mujer decidida,  que elegante y distante, que dista de tener la imagen de una cuidadora al uso. Todo esto aparece tras haber sido rescatados algunas de las cajas en las que guardaba sus 120. 000 negativos en un rastrillo de Chicago.
Ahora, la Fundación Canal, a pesar de que su obra y trabajo son plenamente americanos, ha incluido a Vivian Maier en el festival de PhotoEspaña2016, y eso que algunos, vaya usted a saber con que criterios, la llaman reiteradamente “fotógrafa amateur” con un deje, no se, quizás de suficiencia que sorprende. Es cierto que Maier no vivió de la fotografía, suponiendo que quisiera pues en una personalidad y vida como como la suya quizás prefiriese ese esplendido aislamiento en el que pasó su existencia, aunque hay que recordar, pues parece que hace falta, que esa cualidad de profesionalidad que le niegan no garantiza calidad. En fin, ya quisieran muchos profesionales tener un ápice de la mirada de esa cuidadora de niños que salía a pasear con los retoños a su cargo primero  con una Rolleiflex, luego con una Leica y siempre con la mirada del animal fotográfico que fue, dispuesta a ver lo que otros veían. Cualquiera de las que ha expuesto la Fundación Canal son magnificas, al igual que las películas de super 8 mm con las que también recogió la vida de las calles Nueva York y Chicago entre los cincuenta y los setenta. Una exposición la de Vivian Maier que coincide con la inaugurada en la Fundación Foto Colectania en Barcelona para completar la presencia de la fotógrafa en España en estos día de PHE16.
De este primer grupo queda referirse a una singularidad equidistante de la fotografía, la performance y el dibujo, como es la obra muy personal del checo Miroslav Tichý, uno de esos rescates que tanto alimentan la leyenda y que se expone en el Museo Romántico, comidariada por Pía Ogea. Es un trabajo que, desde la técnica al tratamiento de las copias, está situada en el limite de la fotografía y a punto de entrar en el collage y en la técnica mixta. Extraordinario personaje Tichý que va más allá de la rareza y del trabajo secreto, pues en la Checoslovaquia comunista de los años setenta y ochenta, con lo que comportaba la disidencia, dejó su actividad artística –era un notable pintor– se aisló de todo lo que no fuera la poética de una mirada que se centraba sobre todo en el universo femenino. Mientras vivía en la pequeña ciudad morava de Kyjov, a dos pasos de Brno, en lo que se puede considerar la indigencia y manteniendo una conducta y una actividad contracultural se fabrico sus cámaras y los elementos de laboratorio con materiales de deshecho. Si esto ya supone un personalización del hecho fotográfico aun más lo es la intervención mediante la manipulación y el enmarcado en paspartouts de unas imágenes que reniegan de toda técnica y calidad, atentas solo a la atmósfera y a las retratadas, quienes en ningún caso posan.
MIROSLAV TICHY. Sin título
El Museo Romántico, marco adecuadísimo, ha reunido un pequeño conjunto inseparable en una pequeña sala en la que se puede apreciar lo singular del trabajo y el carácter original de la obra del checo, a lo que contribuye la presencia de algunas de las cámaras artesanales construidas y empleadas por el checo. Un pequeño grupo de fotografías vintage del que es imposible escoger algunas pues todas tienen idéntica atmósfera de misterio, de niebla de los días, de poética de ensoñación a la hora de recoger a las mujeres que transitan por Kyjov con una mirada de enamorado silencioso, anónimo. Desde su descubrimiento en 2004 –entonces “El País Semanal” le dedicó un amplio reportaje, siete años de su muerte– la obra de Tichý ha conocido una difusión de la que acabó distanciándose de el artista pero que ha contribuido a establecer un prestigio hoy día reconocido.
Otras etapas en este itinerario geográfico europeo propuesto por PhotoEspaña2016 nos llevan al Berlín de la caída del Muro en 1989 de la mano del fotógrafo cubano José Alberto Figueroa con la la exposición en Casa de América de expresivo título, “Und Jetzt?”(“¿Y ahora que?), en la que presenta el reportaje del acontecimiento al que asiste como testigo Figueroa, desde el poco usual punto de vista del Berlín Este. José A. Figueroa decidió mirar lo que ocurría en ese mes de noviembre no como un profesional sino como un espectador y para ello empleó una cámara de aficionado, de turista, lo que dio como resultado un trabajo de enorme naturalidad. El retrato de este mundo de “Good Bye Lenin” cuando estaba desapareciendo es un muy recomendable conjunto que recoge el acontecimiento que impulsa la Europa que ahora existe en el continente. El estupor del cubano, él mismo miembro de la dirige su mirada a recoger la repentina caída de un mundo, el de la RDA, deteniéndose en fotografiar el propio Muro, su ruptura por distintos tramos, la publicidad capitalista… No hay fotografías documentalmente excepcionales sino detalles, como los raíles cortados con los pequeños trabants al fondo, como el Muro agujereado mostrando la estructura y con personajes mirando al Oeste; como la del niño con bicicleta ante unas viviendas obreras probablemente en la Karl-Marx-Allee, como la de la estación de metro de la Alexander Platz con los primeros anuncios… Una mirada de estupor apenas contenido que culmina con la fotografía tan brassaiana como la pintada en una pared en la que se preguntaban con angustia mal contenida “Und Jetzt?”.
La última etapa nos lleva a la báltica Letonia, concretamente a la pequeña localidad de Nagli escogida hace veinte años por el fotógrafo Maris Maskalans para llevar a cabo un proyecto que parece emular al de August Sander en la Alemania de Weimar con el objetivo de recoger la imagen de la que considera la identidad del país. A lo largo de este tiempo Maskalans  ha retratado a los habitantes de Nagli y ha positivado las copias a la gelatina de plata, la técnica que enaltece el blanco y negro especialmente en los retratos gracias a una calidad incontrastable. El Proyecto Nagli, que muestra la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, recoge a personajes de todas las edades y condiciones, desde niños a ancianos, de estudiantes a jubilados. Rostros de todo tipo reunidos a modo de galería de retratos, el género clásico por excelencia, que nos miran ofreciéndonos lo vivido, tremendo el recuerdo del pasado que transmiten los ancianos, o las esperanzas de vivir de un pueblo letón, convertido en epítome de  toda Europa.
Mas estaciones, más Europas, para quien quiera continuar el viaje por la imagen del continente reunida en Madrid: los fotógrafos del Grupo Afal en el MNCARS, el documentalismo manchesteriano de posguerra  de Shirley Baker en el Museo Cerralbo o las modelos de Louise Dahl-Wolfe en el CBA. En Segovia, el imprescindible Carlos Saura, fresco y moderno al tiempo que clásico . Un recorrido agotador el propuesto  por  PHE16.
CARLOS SAURA
Fernando Castillo (1953) es licenciado en Ciencias Políticas y Ciencias de la Información. Ha comisariado exposiciones de pintura y fotografía y colabora en diversas revistas culturales. Entre otros libros ha publicado: Capital aborrecida. La aversión hacia Madrid en la literatura y la sociedad del 98 a la postguerra (Madrid, Polifemo, 2010); Madrid y el arte nuevo. Vanguardia y arquitectura 1925-1936 (La Libreria 2011); Tintín Hergé, una vida del siglo XX (Fórcola 2011); Noche y Niebla en el París ocupado. Traficantes, espías y mercado negro (Fórcola 2012); Un torneo interminable. La guerra en Castilla en el siglo XV (Sílex, 2014) y París-Modiano. De la ocupación a Mayo del 68 (Fórcola, 2015)