“Aquello era como si un cadáver se hubiera incorporado de su ataúd: había en la casa una alegría mezclada de susto y desconcierto.”
Gabriel García Márquez
El 18 de noviembre, Honorio Álvarez cayó desmayado en la playa El Canelo, con la panza completamente hinchada de agua, la tez de un azul pálido y una barba de cinco meses sin afeitar. Eran las cinco de la mañana de un día que, de no haber sido por la aparición con vida del turista, hubiese pasado a la historia como el más frío de los últimos veinticinco años.
El maratonista Lucién Jurado, se había desayunado con un jugo de naranja natural, un vaso de té verde con miel, dos tostadas de pan integral con aceite de oliva, queso fresco y tomate fresco y algunas nueces y sésamo, antes de realizar su entrenamiento matutino de quince kilómetros por arena, desde el puerto La Balandra hasta Maromas, cuando, en medio de un revoloteo de gaviotas, alcanzó a distinguir el cuerpo de Álvarez, con la camisa hecha jirones y los orificios de la nariz cubiertos por una mucosa que resultó ser residuo de algas y porquerías marinas. Luego de realizarle las técnicas básicas de primeros auxilios y de que Álvarez volviera en sí con las extrañas palabras “cuarenta y ocho horas de fiesta”, cargó el cuerpo hasta la parada de colectivos y ordenó al chofer que cambiara su destino de Av. Combate de Chiclá y Av. España, por Av. de los Obispos hacia Hospital Santa Guadalena. Aunque Jurado ganó la maratón de Campo Sañado una semana después, no pudo superar el éxito del hallazgo playero, siendo consultado permanentemente por los medios para relatar los pormenores del rescate, mientras que su logro deportivo ocupaba apenas escasos minutos televisivos antes de una pausa publicitaria o un renglón de seis palabras en los periódicos y flanqueado por paréntesis que señalaban que aquel héroe era también un atleta consagrado.
En el aeropuerto de Tokio, Álvarez había comprado una chaqueta militar que le recordaba una foto de John Lennon. La dejó en el bolso durante toda su estadía japonesa y recién la estrenó en la segunda parte de su periplo vacacional, que incluía un paso por Corea del Norte. Fue mientras paseaba por el Monte Kŭmgang que unos soldados le destrozaron la cámara fotográfica, le confiscaron la chaqueta, y lo aprehendieron bajo cargos que hasta el momento Álvarez desconocía. Las inscripciones en el uniforme que vestía Álvarez resultaban una provocación al sistema religioso e ideológico Juche, y por lógica extensión, al presidente Kim Il-sung. Se le consultó mediante ademanes por qué llevaba aquella ropa insultante y supusieron una burla tanto o más grave que Álvarez pidiera permiso, también con ademanes, de sacar su walkman de un bolso y rebobinar un casete hasta dar con “Imagine”, mientras golpeaba el aire imitando los movimientos de un pianista. El problema con Álvarez, más allá de su encarcelamiento y maltrato físico que se prolongó durante casi cinco meses, fue que nadie se percató de su ausencia sino al momento de haberse anunciado en las noticias los números 4 8 15 16 23 42, y de que Álvarez se hiciera único acreedor del premio de U$S 10,000,000 de la lotería. Álvarez no tenía familia: sus padres lo habían abandonado cuando tenía dos años de edad, su hermano mayor había desaparecido cuando era apenas un escolar, no estaba casado ni tenía novia. Tampoco tenía trabajo. El viaje por tierras asiáticas lo había comprado con el premio de una lotería ganada dos meses atrás: el monto, U$S 5,000,000.
Álvarez tuvo desde pequeño gran facilidad con los idiomas. Al cabo de algunas semanas, pudo entender del chosŏnmal algunas palabras y hasta frases no demasiado complejas, como saludos, órdenes e insultos. Fue así que descubrió que se estaban llevando a cabo en todo el país los preparativos para el Seotdal Geumeum y el Seollal, Fin del Año y Año Nuevo coreano, respectivamente. A aquellos dos días de fiestas, que incluían los típicos rituales a los difuntos con ofrendas de arroz y frutos, las nuevas generaciones le habían añadido lo más decadente y estrepitoso de occidente y de sus vecinos de Bangkok, parrandas con enormes ingestas de alcohol y bailes ceremoniales que mutaban en movimientos convulsionados que doblegarían al más rudo bebedor siberiano, y le permitieron a Álvarez, en medio de tal pandemónium, quitarle las llaves de su celda a un guardia ebrio y escapar en un auto robado a un taxista dormido en un charco de vómito en el asiento del acompañante y conducirse hasta Wonsan, sobre la costa del Mar de Japón y allí embarcarse como polizón junto a la tripulación de un navío pesquero. Luego vendría el naufragio, y detalles que Álvarez no fue capaz de precisar sobre las coordenadas exactas donde se produjo el hundimiento y las horas que pasó en mar abierto, nadando o siendo impelido por las olas hasta costas americanas sobre la cara Pacífica. La policía cree que pudo haber sido entre doce y quince horas.
Los diarios de todo el mundo están atónitos con la noticia de su sorpresiva aparición y su fascinante historia. Al cierre de esta edición, se sabía que el atleta Lucién Jurado había reconocido detrás de la barba y tras recuperar el color habitual de su piel a su hermano menor, y una señora de unos sesenta años conocida en el Barrio de la Lupera como Doña Hortensia Quiroga, viuda y desvalida, se había presentado en el Hospital como la aparente madre de Álvarez. Se esperan los resultados de los exámenes de ADN.