FERNANDO CASTILLO
Soldados norteamericanos y rusos se saludan en junio de 1945

Este rechazo
hacia la Unión Soviética, chocaba todavía con una parte de la opinión pública
norteamericana que a poco de haber finalizado la guerra seguía considerando a
los rusos como unos esforzados y heroicos aliados y que continuaba refiriéndose
a Stalin con el apodo de “Tío Joe”, de acuerdo con los principios de la
propaganda rooselveltiana.

Todo ello se reflejaba en la Administración Truman, dividida en estos momentos entre quienes
seguían contemplando a la Unión Soviética como unos aliados en la paz como lo
habían sido durante la recién finalizada guerra, y quienes veían en el régimen
de Stalin una amenaza semejante a la de la Alemania nazi. No hace falta señalar
entre quienes se alineaba Patton, quien siempre había manifestado su rechazo
hacia el comunismo soviético.

No es de
extrañar, que tanto las medidas adoptadas por Patton como las opiniones que
expresaba hacia los rusos tuvieran una buena acogida entre los alemanes,
quienes veían con satisfacción como la visión del más popular entre los
generales aliados coincidía con la idea desarrollada por la propaganda nazi
acerca de la amenaza bolchevique sobre Europa. Un discurso que tuvo eco en la
sociedad alemana pues tanto los más recalcitrantes partidarios como los aun más
numerosos tibios admiradores del nazismo, confiaron en que se cumpliese la
última esperanza de los jerarcas que se encontraban en el bunker de la
Cancillería de Berlín, según la cual los aliados occidentales, tras firmar una
paz por separado con el Reich, se unirían a los alemanes en la cruzada frente
al enemigo común que amenazaba a Europa procedente del Este. Este argumento fue
uno de los temas estelares del discurso propagandístico del ministro Joseph Goebbels desde 1943, y supuso un
paso adelante en la presentación de la lucha que mantenía Alemania contra la
URSS como una cruzada europea contra el llamado “bolchevismo asiático”, un
planteamiento que había permitido contar con el concurso de diferentes aliados
así como con la incorporación a las fuerzas alemanas de voluntarios de los
países ocupados e integrados en el Nuevo Orden y de otros cercanos al Reich
como la propia España.
El increíble
cambio de alianzas que auguraban tanto como deseaban  los medios alemanes de forma más insistente
cuanto avanzaba la guerra, se apoyaba en una evidencia, en concreto en las
crecientes diferencias entre los soviéticos y los Aliados occidentales que iban
surgiendo de manera creciente a medida que avanzaba la guerra tanto por
cuestiones concretas  como el asunto de
las fosas de Katyn, donde yacían
asesinados miles de oficiales polacos, como por la futura organización de
Europa y el reparto de influencias en el continente, cuya primera piedra de
toque fueron los países bálticos y sobre todo Polonia.
El discurso
elaborado por la propaganda nazi se apoyaba en la realidad que representaba el
anticomunismo surgido tras la Revolución de Octubre y en el precedente de la
intervención llevada a cabo por las potencias occidentales contra el régimen
bolchevique en apoyo de los rusos blancos durante la guerra civil. No es casual
que la aparición de este planteamiento tuviera lugar en el momento en el que, a
partir de 1943, comienza a desequilibrarse la balanza militar y cuando la Unión
Soviética pasa de ser un débil adversario a convertirse en un temible y
formidable enemigo capaz de amenazar el territorio alemán.
Prisioneros alemanes  en Münich, 1945
No es difícil
ver en los argumentos de la propaganda nazi la pretensión de convertir a la
Unión soviética, el enemigo principal de Alemania, en el enemigo común no solo
de Europa, sino de todo Occidente, así como la voluntad de romper la coalición
que mantenía unidos a los aliados del Este y del Oeste aprovechando y
fomentando las diferencias existentes entre ellos. Esta cuestión se convirtió
en el asunto central de la propaganda alemana del último año de guerra, en la
que el antisovietismo que presentaba a un despiadado Stalin que manipulaba a Churchill
y Roosevelt, convertidos en tontos
útiles al  servicio de Moscú, era el
asunto central del discurso.
Aunque a
Goebbels no le faltaban argumentos en que apoyarse para ahondar las diferencias
entre rusos y aliados, en realidad no valoraba el rechazo que el nazismo y la
propia Alemania había generado en todo Occidente, especialmente tras el
descubrimiento de la realidad de los campos y del horror del Holocausto, lo que
imposibilitaba cualquier aproximación que no fuera la rendición incondicional
del Reich. Esto no impide que, de forma individual, destacables personalidades
aliadas como Churchill, Montgomery o
el propio Patton, quizás hubieran visto
con buenos ojos alguna medida encaminada a frenar el avance soviético por el
continente europeo para limitar sus conquistas e influencia. En 1945 las
diferencias de los Aliados con Moscú eran ya más que evidentes, por lo que el
fin del régimen nazi no hizo sino incrementarlas pues supuso la desaparición
del dique que había contenido el anticomunismo entre los Aliados desde 1941,
dando lugar a la aparición de síntomas evidentes de lo que de hecho ya era la
Guerra Fría.
No es de
extrañar que con este panorama Patton estuviera convencido de la aparición de
un inevitable enfrentamiento con la Unión Soviética, por lo que obró en
consecuencia, una vez más al margen de las iniciativas de Eisenhower y de la más elemental prudencia política. Haciendo valer
su condición de procónsul o, mejor, de virrey bávaro,  y al contrario de lo que sucedía en otras
zonas de la Alemania ocupada, tras el fin de la guerra mantuvo operativo y en
condiciones de campaña a las tropas bajo su mando, concretamente el 3º
Ejército, una fuerza poderosa y experimentada con la que había llegado desde
Normandía al corazón de Alemania. Por si esta iniciativa personal fuera poco,
empleó a soldados prisioneros en funciones de policía e inició un discreto
entrenamiento de los soldados alemanes, incluidos los pertenecientes a las SS,
internados en los campos de prisioneros de guerra que estaban bajo su
jurisdicción. Con la excusa de conservar su dignidad y aumentar la moral de los
cautivos, procedió a preparar a unos militares cautivos que tenían una
importante experiencia bélica, en algunos casos adquirida en el frente del Este
o en la cercana Italia, para un  posible
conflicto que pudiera aparecer en el futuro.
Por su parte,
los soldados de las desaparecidas Wehrmacht
y Waffen SS internados en los campos
de prisioneros, no ocultaban su simpatía hacia Georges S. Patton, un brillante
general que había practicado también de forma exitosa la blitzkrieg, con el que compartían idénticos sentimientos
antisoviéticos. A esta inclinación de los vencidos hacia el popular y
extravagante general americano contribuyó también la tibieza en la aplicación
de las medidas desnazificadoras y la reconstrucción emprendida en Baviera por
la administración Patton, algo que los vencidos no podían dejar de ver con
agrado. Todo ello  permite pensar que la
intención que se atribuía al general de crear un ejército que estuviera
integrado por las fuerzas americanas y los prisioneros alemanes, dirigidos por
sus propios oficiales y vistiendo sus uniformes, cuyo objetivo era prevenir -según
otros, provocar- un enfrentamiento con los soviéticos, podía haberse llevado a
cabo si un accidente no hubiera acabado con la vida del general americano en el
momento en el que los roces por cuestiones como el control de Berlín o la
situación en Polonia, envenenaban las relaciones entre los antiguos aliados.
Münich, 1945
Tampoco es de
extrañar que estas medidas, de tanta incorrección política y adoptadas cuando
comenzaban los procesos de  Nüremberg,
irritasen a quienes habían combatido contra el nazismo, pues la estructura de
las fuerzas ideadas por Patton, que acogían en calidad de iguales a los
alemanes, parecía dar la razón a los argumentos de la propaganda nazi a la hora
de justificar su cruzada contra el bolchevismo. Todo ello no ha impedido que
muchos incondicionales del general americano hayan visto en esta iniciativa tan
personal como precipitada, un antecedente de las fuerzas que, desde 1948, se
agruparán en la Alianza Atlántica para disuadir a la URSS de cualquier veleidad
expansiva por Europa, olvidando que si está era una organización defensiva, las
unidades creadas por Patton tenían un carácter más agresivo que
preventivo.
La entrevista
entre Eisenhower y Patton, con Bedell Smith de convidado de piedra, fue tumultuosa, tanto que
acabó en lo que era una noticia esperada: el relevo del general Patton del
mando del 3º Ejército y por consiguiente del gobierno de Baviera, en octubre de
1945. No pudo ser más difícil para el hiperactivo y exhibicionista militar,
quien tras aspirar a participar en los combates contra Japón y gobernar una de
las principales regiones de Alemania como un moderno cónsul, se vio destinado
al frente del 15º Ejército, una unidad que tenía encomendada la muy académica
misión de escribir una historia de la guerra. Poco tiempo estuvo el general
dedicado a estas labores de cronista, pues en diciembre de 1945 muere de
resultas de las heridas sufridas en un absurdo accidente de tráfico en el
Heidelberg natal de Ernst Jünger,
otro modelo de militar contracorriente. Un hecho que aquellos que gustan de
buscar conspiraciones, en este caso de los servicios secretos soviéticos, y
estan fascinados por la figura del general americano, han puesto en tela de
juicio, obstinándose en negar un
elemento tan esencial en la historia y en la vida como es el azar.

 

Fue Patton -antes
una suerte de condottiero del siglo XX, que un militar con veleidades políticas
o un Wallestein modern– una versión modesta y anticipada del mucho más
ambicioso general Douglas MacArthur,
quien desde su virreinato en Japón, desafiaría al poco tiempo a las
instituciones políticas de los Estados Unidos, mostrando un claro desprecio
hacia el poder civil, poco habitual en las fuerzas armadas americanas, que se
tradujo en un peligroso pulso del general con el presidente Truman durante la Guerra de Corea. En
este aspecto, Patton, aunque vehemente como el que más y con evidentes tintes
autoritarios que amenazaban el inestable equilibrio de posguerra, nunca tuvo
entre sus objetivos imponerse al poder civil ni intervenir directamente en
política como hizo más tarde Eisenhower
e intentó hacer, por caminos más tortuosos y de dudosa constitucionalidad, el
iluminado MacArthur. Quizás fuera
por que no le dio tiempo.
Patrulla de soldados  aliados, 1945