El voluntario holandés de las Waffen SS, Gerardus Mooyman, es entrevistado por la prensa de su país tras ganar la Cruz de Caballero en en el frente ruso (1943)
Se ha cumplido en este año el setenta y cinco aniversario del final de la Segunda Guerra Mundial que dejó arrasado al continente y remató a la vieja Europa que empezó a desaparecer en 1914. Nada mejor que acudir a películas como Alemania, año cero o El tercer hombre, las películas de Roberto Rossellini y Carol Reed que muestran el Berlín y la Viena de postguerra, o al libro en el que el británico Norman Lewis recoge su estancia en el Nápoles malapartiano de La piel, para acercarse a la realidad del continente en estos años. Y es que para la Europa de 1945, de ruinas humeantes y poblaciones y fronteras desplazadas de un extremo a otro, ciertamente el momento era límite, un verdadero año cero. La guerra finalizada en mayo de 1945 fue una consecuencia más de los años de fuego e inestabilidad que siguieron a 1914 y al cierre en falso de la Gran Guerra con un Tratado de Versalles que deshizo Europa. Tampoco el final de la segunda y más intensa carnicería trajo la estabilidad pues la Guerra Fría, cuyos antecedentes estaban en 1917 con la Revolución Rusa, condicionó a toda Europa y su reconstrucción, que quedó limitada a su parte occidental. Estos países que quedaron fuera del control soviético emprendieron en poco tiempo su recuperación gracias al Plan Marshall que, desde 1948 a 1951, repartió por varios países la ayuda americana que evitó la temida revolución en Europa, pero también la que encaminó al continente al bienestar y la estabilidad.
Ahora, en estos días de epidemia de coronavirus, Europa atraviesa quizás el momento más comprometido desde 1945. Una situación crítica a la que, al contrario que en la postguerra, los países de la Unión Europea hacen frente de manera unida, al menos aparentemente, aunque los haya parece mirar a otro lado que no sean sus propios intereses. Lamentablemente, la memoria es frágil, especialmente entre quienes muestran gesticulantes su insolidaridad hacia quienes la necesitan en momentos críticos. Un rechazo no ya poco caritativo, sino olvidadizo con lo que sucedió entre 1948 y 1951, cuando los Estados Unidos entregaron a los Países Bajos más de mil millones de dólares de los de entonces para su reconstrucción, sin preguntar acerca de las condiciones de su devolución. Gracias a esas cantidades venidas del otro lado del Atlántico, la Holanda de posguerra -arrasada, hambrienta y dividida- evitó el hambre, las enfermedades, los conflictos sociales y la inestabilidad política. Una ayuda enviada por un país rico a otro pobre y destruido, sin que los donantes analizaran lo sucedido durante la guerra, más allá de la agresión sufrida y los sufrimientos padecidos, ni se preguntaran si debía merecerlo. Y es que Holanda, tan respetable y limpia, tan burguesa y eficaz, también tiene que cargar con su leyenda negra, pues en este asunto no todo van a ser los despiadados Tercios de Flandes, ni la intolerancia de la Inquisición, que nunca existió fuera de Castilla, y la superstición de los católicos españoles, unos argumentos que gustan por tierras septentrionales que han sido parte de la Corona española y cuya mayor aportación a la cultura ha sido esa simpleza de película que es La kermesse heroica. Quizás conviene recordar que durante la ocupación alemana, Holanda no fue precisamente un país que destacase por su entrega antifascista ni su fervor resistente. Al contrario, pues si es indiscutible que la Resistencia holandesa existió, al menos de manera tan testimonial como en otros países ocupados, en cambio Holanda fue uno de los integrantes del Nuevo Orden hitleriano que más voluntarios proporcionó a las Waffen SS (el ejército de las SS) y que más Cruces de Caballero recibió tras los estonios, lo que dice mucho del entusiasmo y de la entrega de estos voluntarios a causa, digamos, tan discutible.
Ciertamente no es muy elegante señalar estos demonios familiares un tanto oscuros, como tampoco lo es aludir a la indelicada condición de Holanda como paraíso para la evasión de impuestos corporativos, pero las declaraciones del jefe de gobierno de los Países Bajos, Mark Rutte, y su ministro Wopke Hoekstra, así como la opinión de sus votantes, nos llevan donde nunca hubiéramos querido ni pensado llegar, lo cual es imperdonable. Y es que todos ellos, antes de arremeter contra ese sucio, caluroso y frívolo sur de la Eurozona que tanto les irrita, en el que todo es despilfarro y siesta, demostrando lo útil que es manosear los tópicos, deberían recordar la importancia que tuvo recibir las subvenciones de cierto plan de ayuda promovido por el presidente de los Estado Unidos llamado Harry S. Truman, en unos momentos muy críticos para el país de los tulipanes. Pero lo peor de esta actitud de la prensa y del gobierno holandés -electoralmente rentable, políticamente reveladora y estéticamente desafortunada-, proclamada además con jovialidad, es el daño que causa a una Unión Europea que no atraviesa sus mejores momentos debido a los nuevos nacionalismos y que lo último que necesita es este ejercicio de xenofobia institucional por arte de uno de sus miembros. Un miembro que no es precisamente de los imprescindibles para la estabilidad del edifico de una Europa que ha visto como uno de sus miembros fundadores -en realidad más cercano a los Estados Unidos que a un continente al que ha vivido de espaldas o contribuyendo a su división-, ha abandonado la Unión que siempre trató de boicotear vía EFTA o con condiciones caprichosas, en busca de un destino al otro lado del Atlántico sin que haya temblado ningún cimiento. Como se ve, unas iniciativas empeñadas en hacer buena la boutade la Woody Allen, que recordaba el otro día Juan Ángel Juristo, a la hora de definir Europa: «ese sitio tan pequeño en el que todo el mundo se lleva tan mal». Esperemos que la desmemoria no sea duradera.
Como algunos diplomáticos españoles tienen conocimientos de Historia, incluso de la reciente, y como también los hay que, como el duque de Baena, hasta han escrito algo sobre los Países Bajos, es seguro que en la embajada española de La Haya por delicadeza no se sirve Gran Duque de Alba, lo que es una pena pues, además de ser un brandy excelente, le vendría muy bien a estos señores del gobierno local para refrescar la memoria y brindar por la solidaridad europea. Y ahora, para finalizar, vamos con unos cuantos adverbios. Posiblemente, al duque de Baena, empeñado en establecer puentes entre los dos pueblos, no le hubiera gustado mucho este artículo, pero seguramente tampoco le habría encantado el rechazo de Holanda a la distribución de los fondos comunitarios para mitigar los efectos de la pandemia. También probablemente alguno de los abuelos de Mark Rutte, seguro beneficiario de la leche en polvo y de las sulfamidas americanas, hubieran dicho otra cosa en relación con las actuales ayudas a Italia y España, salvo que fueran de los condecorados por Alemania, que todo puede ser.
Mural del grafitero holandés Caspar Cruse