Mi semana porteña había comenzado en el Café Tortoni, el más antiguo de todo el país. Fundado en 1858, recuerda con sus cubiertas vidriadas y las inmensas letras rojas de su portada a cualquier rincón modernista de Barcelona o París. Lo que distingue a este, situado en plena Avenida de Mayo, es que atesora los efluvios del canto de Carlos Gardel. El “morocho del Abasto” conoció en 1933 a Federico García Lorca durante una visita que este hizo a Argentina y, 70 años después, yo brindaba con Selva y Rodolfo en una de aquellas mesas de madera noble coronadas con mármol verde, justo en el apartado dedicado al granadino. Poco podía imaginar, con mi Quilmes en la mano, que, días después, bailaría un pasional tango en los brazos de un bello adolescente.
La última cita de mi agenda argentina era un asado organizado por mis amigos para la española que decía adiós: una de esas típicas reuniones en las que se engulle carne y se toma buen vino sin parar. Los choricitos y los chinchulines fueron cayendo al tiempo que las risas aumentaban entre todas aquellas gentes que me habían acogido como si ciertamente hubiese estado siempre allí, como si a la mañana siguiente no tuviese que volar a mi país de origen.
Después llegaron los panqueques con dulce de leche y el mate. Selva exhibió su condición de uruguaya que cumple orgullosa las estrictas normas de este ritual; calentó el agua a sus exactos 80 grados y apisonó la yerba para después traspasarme el honor de ir cebándolo. Aquello me hizo aún más partícipe de otra de sus ceremonias.
El fantasma de Lorca volvió a planear sobre nosotros cuando, a los sones de los cánticos del bando republicano de la Guerra Civil, los allí reunidos me interrogaban sobre la vida del poeta y sobre si en España se le admiraba tanto como en Argentina. Y en medio de aquel laberinto cultural del que no estaba convencida de salir airosa, llegaron dos radiantes destellos para desviar el centro de atención: Almendra, la mejor amiga de Selva, y su hijo Nahuel.
Ella era una mujer exuberante, de una extraña belleza aborigen, que su vástago había asumido y perfeccionado. Sus nada aparentes 15 años se dibujaron ante mí en forma de gacela salvaje metamorfoseada en hombrecito de complexión fuerte; pelo liso, largo, negro; ojos oscuros, insondables, vivos; y labios gruesos, carnosos, lujuriosamente apetecibles.
Desde el principio nos dedicamos a recorrer con la mirada la geografía ajena. Yo no podía dejar de observar al animal enjaulado en aquellos púberes rasgos y él no cesaba de acariciar con la imaginación mis prominentes curvas de treintañera. A mí me atraía su imantada boca y a él le fascinaba mi acento extranjero.
Ajeno a aquel intercambio virtual de deseos, Osvaldo, el compañero de Almendra, decidió convertir el salón en pista de baile para los más atrevidos. Se dirigió al equipo de música y, por arte de magia, transformó el silencio posterior a las canciones republicanas en las alegres notas de una chacarera mientras yo observaba pudorosamente los movimientos de todas aquellas personas.
Aquel canoso de sonrisa eterna quiso sacarme de mi cómoda burbuja y se acercó para tomar mi mano. “Ché, bailemos chamamé”, dijo y aunque me sentía poco inspirada para aquel duelo me dejé retar hasta el punto de que, segundos después, ya daba saltos en el aire al tiempo que Nahuel danzaba con su mamá y contemplaba cómo Osvaldo me asía por la cintura y los hombros.
Como si el guión de la película estuviese escrito y al director le chirriase aquella escena, una mano nada inocente cambió la banda sonora. Un bandoneón empezó a esparcir sus notas por la sala y el tango entró en acción. Nahuel entendió que aquel era el pie para su parte del diálogo y se aproximó sin rubores a mí.
“Si querés, puedo enseñarte”, dijo y, cuando me encerró entre sus brazos, un temblor instantáneo recorrió mi espalda, mezcla de la vergüenza que provoca hacer el ridículo ante gente experta en un asunto y de la excitación que la cercanía de aquel joven me producía.
Tras su primera explicación, en la que traté de no desconcentrarme –pese a su penetrante mirada -, me dejé llevar por aquellos brazos que de novicios nada tenían. Me embriagaba estar abrazada a aquel cuerpo que desprendía el aroma de quien elige no contaminar su piel con colonias artificiales; de quien, horas después de la ducha diaria, rezuma el olor del hombre que aún no es. Su perfume animal, mezclado con el del vino de mi copa cercana, me empujó a aquel ritual sin límites ni ambages.
En el siguiente paso, de ardiente dificultad, nuestras piernas debían entrelazarse y aquellas equis que dibujamos en el aire, más que plantear incógnitas, resolvieron nuestras dudas: los dos sentíamos aquel calor febril en pleno invierno argentino. Nuestras pieles, pese a no rozarse más que a través de las manos, estaban entusiasmadas. Yo sentía desarrollarse toda su masculinidad a través del tejano y él, en vez de temerlo, estrechaba mi cuerpo cada vez más contra el suyo.
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Pareja bailando. Foto de Concepción M. Moreno |
Me emborraché de aquellos ojos infinitos y de esos labios que, inflamados, se movían de vez en cuando para susurrarme: “Perfecto. No sabés cuánto tiempo tardé en aprender este paso”, mientras yo me disculpaba por un nuevo pisotón o el enésimo despiste.
Ambos sabíamos que aquel baile era la excusa perfecta para restregarnos sin sospecha ante la estricta mirada de su mamá. Ambos sabíamos que cuando me equivocaba, lo único que pretendía era repetir de nuevo el paso más estrecho y ver cómo su sensual sonrisa se perfilaba en aquellos labios generosamente cargados de malicia.
Una pieza, dos, tres… ni recuerdo. Solo sé que nuestro resuello iba acelerándose más y más, y no precisamente por culpa del ritmo del baile. Y en medio de ese insufrible espectáculo pasional, Osvaldo cambió aquel disco que corría el riesgo de explotar y arrastrarnos con su onda expansiva.
Nuestras manos, que llevaban más de media hora comulgando sudor ajeno, eligieron la separación como la fórmula más lógica ante todos aquellos ojos que nos escrutaban. Nahuel fue rápidamente al baño tratando de que su largo jersey ocultase la turgente consecuencia del erótico baile. Afuera llovía violentamente como si de verdad Buenos Aires lamentara mi marcha, así que mi impulso inicial de salir al patio a tomar un poco de aire fresco o para que él me persiguiese quedó anulado.
Ya no hubo más tangos en el resto de la velada, así que, según se marchaban los invitados, nosotros veíamos la inminente clausura de nuestro romance. Ante la imposibilidad de hallar una vía de escape para nuestra pasión y, como si su primera gran despedida le asustase en exceso, Nahuel adelantó el momento del adiós:
– Buenó María… Nos vamos. Vos tenés que descansar… Yo debo estudiar… Fue lindo, ¿no?
La tensión se apoderó de aquel momento en que nos miramos ardientemente mientras los demás se despedían con efusividad hasta la siguiente semana. Tratamos de rematar con los ojos lo que la presencia de los otros no nos dejó hacer con las manos y una orgásmica sensación nos invadió.
Dos besos vecinos a la comisura de los labios sellaron aquel instante.
– Tenés que volver algún día, ¿lo prometés?
– Sí, por supuesto, ya sabes que tenemos un tango pendiente…
Me ha gustado tu relato. E
Mi enhorabuena, Concha.
Y… no sé si te lo has propuesto, pero consigues que pasee por Ítaca…
Muy bienvenida Concepción, gracias por escribir de mi país!!!
Muchas gracias, Sandra. Como ves, tu tierra tiene mucho para contar y compartir jejeje… Un beso enorme desde Madrid
Concepción M. Moreno
Hermoso texto,me encanto.
Un abrazo grande