Regreso en autobús desde Burgos,
rodeada de personas de muchos países después de una conferencia iberoamericana
a la que he tenido el gusto de asistir. De repente, escucho, desde los
altavoces de alguno de mis compañeros, Prendido, a tu botella vacía / esa
que antes siempre tuvo gusto a nada, las primeras frases de esa canción que
tanto me emociona.
rodeada de personas de muchos países después de una conferencia iberoamericana
a la que he tenido el gusto de asistir. De repente, escucho, desde los
altavoces de alguno de mis compañeros, Prendido, a tu botella vacía / esa
que antes siempre tuvo gusto a nada, las primeras frases de esa canción que
tanto me emociona.
Son muchos los viajes hechos hasta
el momento e innumerables las canciones que les ponen banda sonora (hasta
surrealistas las identificaciones que hago entre algunos artistas y los lugares
donde los escuché), pero creo que con pocas establezco una asociación tan
directa como de “Estadio Azteca” con el aeropuerto de Salta.
el momento e innumerables las canciones que les ponen banda sonora (hasta
surrealistas las identificaciones que hago entre algunos artistas y los lugares
donde los escuché), pero creo que con pocas establezco una asociación tan
directa como de “Estadio Azteca” con el aeropuerto de Salta.
Era 2006, acababa de recorrer
la quebrada de Humahuaca, en el norte argentino, y me preparaba
para volar hacia Uruguay. Estaba quemada por el sol tras una caminata de
más de tres horas (de ida y otras tantas de vuelta) por riscos y cerros entre Iruya
y San Isidro; agotada por el esfuerzo físico previo -tanto que cuando
llegué a esa “Salta la linda” que todo el mundo mencionaba yo solo pude
recorrerla a lomos de un taxi-; conmovida por aquel grupo de músicos que había
conocido en Humahuaca y que se convirtieron no solo en mis guías locales
sino también en amigos; indignada por aquel control policial en la carretera en
plena madrugada en busca de droga procedente de Bolivia, en el que, por
mis pintas europeas, me dejaron a un lado mientras los agentes deshacían los
bolsos de aquellas pobres gentes y volcaban sus enseres personales sobre la
tierra.
la quebrada de Humahuaca, en el norte argentino, y me preparaba
para volar hacia Uruguay. Estaba quemada por el sol tras una caminata de
más de tres horas (de ida y otras tantas de vuelta) por riscos y cerros entre Iruya
y San Isidro; agotada por el esfuerzo físico previo -tanto que cuando
llegué a esa “Salta la linda” que todo el mundo mencionaba yo solo pude
recorrerla a lomos de un taxi-; conmovida por aquel grupo de músicos que había
conocido en Humahuaca y que se convirtieron no solo en mis guías locales
sino también en amigos; indignada por aquel control policial en la carretera en
plena madrugada en busca de droga procedente de Bolivia, en el que, por
mis pintas europeas, me dejaron a un lado mientras los agentes deshacían los
bolsos de aquellas pobres gentes y volcaban sus enseres personales sobre la
tierra.
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Foto de Concepción M. Moreno |
El aeropuerto, cuya entrada me
recordó mucho a las de los clubes de golf -o al menos a lo que yo imagino como
tal- me pareció muy doméstico para ser el que sirve a una zona tan turística
del país. Las balanzas para el equipaje eran antiguas, de aquellas de aguja, no
de las digitales, y no había cinta transportadora para dejar las maletas
durante la facturación. Una vez entregada la tarjeta de embarque, un amable
funcionario se acercaba a retirar la bolsa del peso y la trasladaba a un
cuartito.
recordó mucho a las de los clubes de golf -o al menos a lo que yo imagino como
tal- me pareció muy doméstico para ser el que sirve a una zona tan turística
del país. Las balanzas para el equipaje eran antiguas, de aquellas de aguja, no
de las digitales, y no había cinta transportadora para dejar las maletas
durante la facturación. Una vez entregada la tarjeta de embarque, un amable
funcionario se acercaba a retirar la bolsa del peso y la trasladaba a un
cuartito.
Me dediqué, entonces, a dar vueltas
(pocas, por mi cansancio) por aquella terminal que me devolvía, en cierta
manera, a mi ser habitual, a mi ser urbano, a mi ser civilizado.
(pocas, por mi cansancio) por aquella terminal que me devolvía, en cierta
manera, a mi ser habitual, a mi ser urbano, a mi ser civilizado.
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Foto de Concepción M. Moreno |
Apenas 24 horas antes estaba en el “Hospedaje
Beto”, que no era más que una modesta casa de un piso con unas escaleras
que conducían a algo así como una segunda altura y que apenas disponía de un
par de habitaciones construidas por los dueños para alojamiento externo. Allí
no había baño, sino letrina, y mi dormitorio, a falta de luz eléctrica, estaba
alumbrado por una vela. Por supuesto, después de aquella tremenda excursión, no
pude disponer de una ducha. Y pese a que estas líneas puedan parecer decir lo
contrario, aquella fue, sin duda, una de las mejores experiencias de mi vida
como viajera. Porque en aquella velada -puede que fueran las siete de la tarde
o las diez de la noche, perdí por completo la noción del tiempo- tuve una
maravillosa charla con Viviana, una maestra que había sido trasladada
desde la capital hasta aquella increíble comunidad colgada en las montañas,
donde la radio recuperaba su labor social al convertirse en el medio por el que
se daban a conocer las noticias de importancia para la localidad, como la
llegada semanal del camión de las provisiones. No teníamos comodidades. Nuestro
asiento era el puro hormigón que hacía el suelo del establecimiento (y el techo
de nuestros anfitriones) y nuestro techo, la bóveda celeste sobre aquellas
moles misteriosas que apenas dibujaban su perfil entre las sombras y abrazaban
nuestra conversación sobre la vida.
Beto”, que no era más que una modesta casa de un piso con unas escaleras
que conducían a algo así como una segunda altura y que apenas disponía de un
par de habitaciones construidas por los dueños para alojamiento externo. Allí
no había baño, sino letrina, y mi dormitorio, a falta de luz eléctrica, estaba
alumbrado por una vela. Por supuesto, después de aquella tremenda excursión, no
pude disponer de una ducha. Y pese a que estas líneas puedan parecer decir lo
contrario, aquella fue, sin duda, una de las mejores experiencias de mi vida
como viajera. Porque en aquella velada -puede que fueran las siete de la tarde
o las diez de la noche, perdí por completo la noción del tiempo- tuve una
maravillosa charla con Viviana, una maestra que había sido trasladada
desde la capital hasta aquella increíble comunidad colgada en las montañas,
donde la radio recuperaba su labor social al convertirse en el medio por el que
se daban a conocer las noticias de importancia para la localidad, como la
llegada semanal del camión de las provisiones. No teníamos comodidades. Nuestro
asiento era el puro hormigón que hacía el suelo del establecimiento (y el techo
de nuestros anfitriones) y nuestro techo, la bóveda celeste sobre aquellas
moles misteriosas que apenas dibujaban su perfil entre las sombras y abrazaban
nuestra conversación sobre la vida.
Y, apenas 24 horas después, en el
aeropuerto de Salta mi familia me contaba por teléfono que preparaba las
compras navideñas -ni recordaba, en plena primavera, casi verano, austral, que
se acercaban las fiestas- y un amigo me enviaba un sms desde Madrid, que
decía: Cuando era niño y conocí el Estadio Azteca, me quedé duro… Qué
maravilla… Pásalo teta. Alex.
aeropuerto de Salta mi familia me contaba por teléfono que preparaba las
compras navideñas -ni recordaba, en plena primavera, casi verano, austral, que
se acercaban las fiestas- y un amigo me enviaba un sms desde Madrid, que
decía: Cuando era niño y conocí el Estadio Azteca, me quedé duro… Qué
maravilla… Pásalo teta. Alex.
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Foto de Concepción M. Moreno |
Tan lindo tu relato que estuve allí…
Tu próximo viaje pasa a buscarme !!
Un fuerte abrazo
Me alegro mucho de formar parte de esta HISTORIA y de escribir debajo de un maestro 🙂 Ah, y pásalo teta todos los días!!!!! Un abrazo. ÁLEX
Muy bueno, Conchi. Una pincelada y ya estaba metido en esta breve pero intensa historia. Un abrazo!