Escultura de Perseo con la cabeza de Medusa, de Benvenuto Cellini. 
Loggia dei Lanzi. De fondo, el Palacio Vecchio. Foto de Concepción M. Moreno


Había llegado a ese punto de emoción en el que se
encuentran las sensaciones celestes dadas por las Bellas Artes y los
sentimientos apasionados. Saliendo de Santa Croce, me latía el corazón, la vida
estaba agotada en mí, andaba con miedo a caerme.

(Stendhal, Nápoles y Florencia: un viaje de
Milán a Reggio
)

Era
nuestra última noche en Florencia, la ciudad cuya belleza enfermó a Stendhal
y que, de alguna manera, también había afectado a nuestras almas sensibles. Es
cierto que habíamos llegado a saturarnos de turistas -como si nosotras tres
perteneciéramos a un orden superior y no buscásemos las mismas cosas que ellos-
y que al día siguiente nos esperaban las no menos hermosas Siena y Roma,
pero queríamos despedirnos de aquel rincón de la Toscana como se merecía.

Escultura de Hércules y el Centauro, de Giambologna. Loggia dei Lanzi. 
Foto de Concepción M. Moreno

El
hostel en el que nos alojábamos, el Archi Rossi, era un lugar
chirriante en medio de aquella orgía de placer estético a la que nos lanzábamos
cada vez que pisábamos la calle. No es que fuera feo -en el sentido estricto de
la palabra-, pero la peculiaridad de sus paredes -decoradas con reproducciones,
entre otras, de pinturas de la Capilla Sixtina y, al tiempo, con textos
e imágenes de los huéspedes, que dejaban ahí la impronta de su nacionalidad o,
simplemente, de su deseo de ser recordados en la posteridad- lo hacía bastante
extraño a la vista, frente al baño de sublimidad que recibe cualquier viajero
en Florencia.
Para
nosotras fue bastante gracioso encontrar retratada en aquellos muros una “Calle
de los Suspiros”
, como la de Colonia del Sacramento, yendo -como era
nuestro caso- con Daniela, nuestra amiga uruguaya, como también lo fue
hallar un escudo del Banfield, equipo de fútbol del que nuestros colegas
argentinos Maricel y Ariel son fanáticos.
Réplica del David, de Miguel Ángel, situado a la puerta del Palacio
Vecchio.
Foto de Concepción M. Moreno.

Pero,
más allá de esas singularidades, lo que nos hizo decantarnos por el lugar
fueron su céntrico emplazamiento -dos días son muy pocos para una ciudad
repleta de edificios históricos, obras de arte y callejuelas por las que
perderse sin prisa, por lo que cualquier trayecto a pie es bienvenido-; su
precio económico -que incluía el desayuno- y su original oferta de cena gratis
si se accedía al comedor a eso de las siete de la tarde -lo cual condicionaba
un poco la agenda, pero favorecía a nuestros bolsillos “mochileros”-.
Y
como en la primera noche habíamos elegido esa opción antes de subir al Piazzale
Michelangelo
, desde donde divisamos la inconmensurable belleza de la noche
florentina -resaltada, además, por una espléndida luna llena, en nuestra última
velada decidimos darnos un buen homenaje en la ciudad en la que todo -excepción
hecha de sus precios- está diseñado para el disfrute del turista.
Escena de las Puertas del Paraíso, de Ghiberti. Baptisterio de Florencia
Foto de Concepción M. Moreno

Previamente,
el Ponte Vecchio había acogido, entre sus famosas joyerías y relojerías,
nuestros pasos tanto de día como al atardecer; ya habíamos visitado la Catedral
y el Baptisterio, dos de las más conocidas obras de los albores del Renacimiento
en Italia; nos habíamos estremecido con el David, de Miguel
Ángel
, y los Esclavos -cuatro esculturas inacabadas del
polifacético artista- en la Galería de la Academia; habíamos descubierto
su tumba, entre las de muchos otros hombres ilustres, como la de Dante,
en la Santa Croce; y nos habíamos extasiado ante las pinturas de Leonardo
da Vinci
o Botticelli en la Galería de los Uffizi
(Oficios). Solo nos restaba, después de tanta gula anímica, saciar la física…
Y
el lugar elegido para ello fue la Piazza della Signoria que, desde
nuestra llegada a Florencia, se había convertido en EL rincón de referencia,
tanto por ser paso obligado desde nuestro albergue hacia los demás puntos turísticos
como por la atracción que ejercía sobre nosotras semejante concentración de
belleza en tan pocos metros cuadrados. Las tres habíamos decidido gastar
nuestro presupuesto en una cena a la altura de tal perfección, así que…
compramos unos panini en un bar cercano y una botella de vino tinto en
una tienda abierta en una de las esquinas de la plaza -a cuya dueña pedimos que
la descorchara- y nos sentamos a los pies de la Loggia dei Lanzi
a degustar nuestros manjares. Allí, con El Rapto de las Sabinas y
Perseo con la cabeza de Medusa a nuestras espaldas y con la visión
de la réplica del David a nuestra derecha, en la puerta del Palacio
Vecchio
, mi hermana exclamó, ante el aserto de las demás: “Chicas,
sin duda, este es el mejor restaurante del mundo”.

Decoración del albergue Archi Rossi.Foto de Concepción M. Moreno.