Nunca
le puse rostro ni tuve dato alguno sobre su físico. Jamás escuché su voz. No sé
cuántos años tendría. Ni siquiera si tenía familia o no. Pero aquel policía se
convirtió en una de esas personas que pasan por tu vida dejando una huella
indeleble. Fue algo así como un ángel de la guarda en un momento de confusión y
pérdida. O, simplemente, de gran cagada. Porque es una gran cagada dejarse
olvidado el ordenador portátil de la empresa en el aparcamiento del aeropuerto
de Ezeiza
cuando te mandan desde España a Argentina a cubrir
una información por dos semanas.

No
es que pretenda justificarme, porque ya he dicho lo que me pareció aquel error
imperdonable, pero la emoción de que mis amigos vinieran a recogerme a la
terminal después de más de un año de separación hizo que las varias maletas que
yo llevaba para mis 45 días en Sudamérica (después del trabajo, sumaba
un mes de vacaciones y planeaba recorrer varios países) se acumulasen entre el
suelo y el maletero del auto. Y la pequeña bolsa de la compu
quedó, no sé de qué extraña manera ni por qué extraña razón, allí abandonada.
En
el largo camino hacia el hotel donde me alojaría en la capital fuimos
poniéndonos al día, en uno de esos diálogos interminables nuestros, cargados de
risas y de anécdotas, de besos y de intercambios de saludos de los amigos
comunes. Y al llegar a Belgrano fuimos sacando todos los bultos hasta
que comprobamos que, efectivamente, el ordenador había elegido turistear por su
cuenta. Jamás vino con nosotros.
Ante
mi nerviosismo, el personal de la recepción del hotel trató de contactar con
algún teléfono del aeropuerto, pero mis amigos consideraron, mientras yo subía
el resto del equipaje a la habitación, que lo más práctico era regresar a la
terminal y averiguar en la oficina de objetos perdidos.
Dicho
queda, sin asomo de prejuicio por mi parte, que ninguno de mis amigos daba un mango
(vamos, que no daban un duro) por que apareciese la compu. Si depende
de la cana, olvidate…
Varios amigos que telefonearon para darme la
bienvenida y supieron la noticia repetían la letanía. ¿Dejaste una compu en
Ezeiza? Bueno, chau.


Pese
a todo, mis amigos optaron por llevarme de vuelta (el trayecto dura algo así
como una hora y media, es decir, tardamos otro tanto en regresar) y, al llegar
al estacionamiento, solo vimos un pequeño coche policial, similar a los
carritos de los campos de golf, con dos agentes a quienes relaté mi caso y que,
entre miradas cómplices y gestitos de mirá esta loca lo que pretende, se
deja la compu olvidada y va a estar acá esperándola
. Nos recomendaron
acudir a la oficina policial, donde quizá podrían darnos alguna pista.

Con mi cara a medio camino entre el
estupor y la desesperación, pregunté si alguien les había entregado una bolsa
con una compu. Estaba preparada para un rotundo no o, en su defecto, para una
maliciosa carcajada. En su lugar, escuché: Un momentito, pase por acá.
Al otro lado de la puerta de la salita
acerté a ver sobre una mesa las tarjetas de mi empresa. Solo podían estar ahí
si habían hallado la bolsa. Un agente, algo más veterano y serio que el
anterior, preguntó:
-¿Es esta su bolsa?
-Sí, sí, sí.
-Hemos avisado a su empresa para que supieran que la teníamos acá.
En aquel momento di por bueno el pequeño
ridículo que suponía llamar a Madrid para avisar de que olvidaran aquel correo,
porque ¡¡¡ya tenía mi compu!!! El agente siguió relatando que había sido muy
afortunada, que habitualmente ese tipo de bolsas pasa por el procedimiento del
manguerazo de agua (por si contienen explosivos) y que quizá solo el hecho de
que fuera tan de noche lo había impedido. Y, acto seguido, me extendió una hoja
que debía firmar y en la que figuraba una relación de los objetos que había en
su interior (para confirmar que eran devueltos): la compu, los cables de
conexión, folios con información para esos días de laburo, el teléfono de la
empresa, las tarjetas de identificación. Todo estaba allí.
Y, a los pies de aquella lista, un
nombre, el de mi ángel de la guarda, que no podía tener otro apellido que el
suyo: Salvatierra.
-No, lamentablemente, ahora no está acá.
-Bueno, quisiera tener un detalle con él. Realmente hace honor a su
apellido. Me ha salvado la vida.
Por supuesto, todos los brindis de esa
noche fueron dedicados para aquellos policías honestos que, a diferencia del
estereotipo y de la imagen forjada en mis amigos por años de experiencia
cumplieron con su trabajo y jamás dudaron de su misión última: la devolución de
mi portátil. No solo diste con un cana honesto, sino con tres. No, lo tuyo es
de no creerse
. Mis amigos no daban crédito a lo sucedido aquella noche.
  

 Un mes y medio más tarde, una vez
concluido mi periplo por distintos rincones de Argentina, Chile y Uruguay,
llegó la hora de regresar a Ezeiza. En vísperas de las fechas navideñas, decidí
hacer un regalo a ese hombre que había hecho posible mi trabajo en Buenos Aires
y, sobre todo, no tener que rendir cuentas ante mi empresa por semejante
pérdida. Una caja de madera con unas cuantas botellas de rico vino mendocino,
cuidadosamente elegidas en una de esas tiendas especialistas del aeropuerto,
fue el presente elegido. Acudí a la misma oficina policial donde había
recuperado el ordenador y pregunté por el agente Salvatierra.
-No, acá no está. No labura acá.
-¿Cómo no? Pero si hace un mes estaba y gracias a él recuperé mi compu.
-Este no es su destino habitual. Estaría haciendo alguna sustitución.
¿Sería posible que la historia fuera tan
rocambolesca que el hombre que me salvó solo pasaba por allí y que aquel no era
su lugar habitual de trabajo? Pregunté a aquel joven agente si podrían hacerle
llegar el presente a su comisaría habitual y, aunque debí fiarme poco de su
cara, le dejé la caja junto a una nota dándole las gracias por lo que había
hecho por mí y le anotaba mi correo electrónico por si quería escribirme en
algún momento.
Abandoné aquella caja confiada en que la
misma buena estrella que guió a Salvatierra a mi vida haría que los vinos
terminasen en su mesa en una celebración navideña junto a sus seres queridos.
Meses después, cuando ya apenas la historia de la compu era recordada como una
anécdota de viaje, recibí este correo: No tiene usted por qué darme las
gracias. Únicamente cumplí con mi trabajo. En su nota decía algo de un
presente, pero jamás me llegó. Lástima. Un saludo desde Buenos Aires
.

Pese a todos los brindis que aquella
noche de noviembre de 2006 hice por él, Salvatierra no pudo hacerlo por mí.
(Todas las fotos están tomadas por la autora del texto)