“Quizá haya un castigo, o una recompensa. Quizá haya dolor, nada más que dolor, un dolor tan blanco que me deje ciego. Me da igual. La vida es maravillosa, pero vivir es insoportable. Yo quisiera acotar la existencia. Pronunciar durante un siglo una larga y única palabra, y que ella fuera mi verdadero testamento”, dice desde la extraña lucidez del delirio, el Pequeño, uno de los dos protagonistas de la segunda novela de Iván Repila, El niño que robó el caballo a Atila. El Pequeño habla desde el pozo en el permanece encerrado junto con su hermano mayor, El Grande, desde un encierro que Repila narra en apenas 138 páginas, convirtiendo la novela en una fábula que, como dijo en su día Ricardo Senabre, remite alegóricamente a una “multitud de caminos interpretativos diferentes”.

La novela comienza in media res, no sabemos cómo y en qué circunstancia los dos hermanos cayeron en el pozo; tampoco sabemos en qué lugar geográfico se encuentra el pozo –solo se hace mención a un bosque, por el cual solían pasar los protagonistas de regreso a su casa- ni en qué momento histórico se inscribe la narración. El exterior se vuelve algo huidizo, como una referencia imposible de concretar: los dos personajes apenas aluden a ese exterior que dejaron atrás al caer en el pozo, la afasia que, tras unas elevadas fiebres, padecerá el Pequeño define también la relación de los dos personajes con ese mundo externo, convertido por momentos más que en una realidad dada y conocida, en una realidad por conocer: “Este pozo es un útero, tú y yo estamos por nacer, nuestros gritos son los dolores de parto del mundo”, afirma precisamente el Pequeño.

IVÁN REPILA

Publicada en 2003 por Libros del Silencio, la segunda novela y, seguramente, su mejor trabajo, de Repila es ahora afortunadamente recuperada por Seix Barral, que hace apenas un año publicara el tercer trabajo del autor bilbaíno, Prólogo para una guerra. Como en su último trabajo narrativo, en El niño que robó el caballo de Átila Repila plantea una escritura parcialmente afásica, una escritura que no llega nunca a nombrar del todo, una escritura no sólo que apela metafórica y/o alegóricamente, sino una escritura que huye de la determinación y, en primer lugar, de la determinación de los personajes. Ellos no tienen nombre: si en Prólogo para una guerra encontramos El Mudo, en El niño que robó el caballo de Átila los dos protagonistas carecen de nombre propio y el autor prefiere identificarlos a través de la relación de hermano mayor y hermano menor que mantienen el uno con el otro. Los personajes son arquetipos: el Grande es el hermano mayor, aquel que protege y gestiona “realísticamente” la situación, aquel que se ejercita diariamente para sobrevivir, aquel que todavía cree que es posible sobrevivir. El Pequeño es el idealista y, al mismo tiempo, el derrotado, aquel que proyecta unos ideales al mismo tiempo que parece ser consciente de su irrealizabilidad. ¿Dejarse caer o celebrar la insurrección?, Termina preguntándose el Pequeño, pero ¿de qué insurrección se trata?

La venganza contra su madre –responsable del secuestro de sus hijos- es, a priori, la insurrección que terminará llevando a cabo el Pequeño, sin embargo, el carácter alegórico de la narración obliga a pensar más allá de lo narrado. La pregunta acerca de la naturaleza del pozo es, al mismo tiempo, la pregunta acerca de la naturaleza de la madre. ¿Qué representa la madre si el pozo es el útero? Y, sobre todo, si vivir es insoportable, ¿la madre es responsable –acaso verdugo- de condenar a esta vida insoportable a los dos personajes? En este sentido, el pozo pasa de ser el útero, lugar de protección, a ser imagen de esa vida de dolor o, más en general, de esa sociedad de violencia en lo que lo único que queda es la supervivencia. El pozo, por tanto, adquiere un doble y contrastado sentido: por un lado, es el útero, es el nido de protección ante el exterior y, por el otro lado, es metáfora de ese exterior, de esa vida de dolor. El pozo puede leerse así freudianamente como lo siniestro, que, en palabras de Freud, “no sería realmente nada nuevo, sino más bien algo que siempre fue familiar a la vida psíquica y que sólo se tornó extraño mediante el proceso de represión”. En efecto, en alemán, la palabra “siniestro” –Unheimlich– se construye a partir de la palabra “Heimlich” que, en su primera acepción, se define como “propio de la casa, no extraño, familiar, dócil, íntimo, confidencial”. El pozo, retomando las palabras del Pequeño, parece compartir esta doble naturaleza, es lo Heimlich y, a la vez, lo Unheimlich y, desde allí, desde la oscuridad subterránea los ideales del Pequeño se reflejan platónicamente en el exterior, sin embargo, la pregunta del personaje pone en duda su realización. ¿Hay que dejarse caer o celebrar la insurrección? Y, consecuentemente, ¿hay insurrección qué celebrar?

“No tengo miedo a morir, no vivo en función de que todo termine”, le dice el Grande al Pequeño, “hay veces en que la vida te propone condiciones tales que el único recurso es un movimiento radical, un sacrificio extraordinario, y yo puedo asumirlo. Lo que no podría soportar, sin embargo, sería verte crecer en una tierra yerma, como este pozo”. La insurrección se esconde en estas palabras, en la voluntad por parte del Grande de transformar la tierra yerma, sacrificándose, realizando un movimiento radical que libere al Pequeño, aunque esto implica condenarse a sí mismo. La insurrección, por tanto, es un gesto que terminará reflejándose en el Pequeño, cuyo interrogante final no es otra cosa que una asunción de responsabilidad. ¿Dejarse caer, es decir, aceptar de forma previa la derrota o celebrar el gesto insurrecto, ese gesto que permite al Pequeño interrogarse qué hacer?