El regreso de Mazarío a Siboney se hace bajo el balboniano título de “Una arquitectura de la soledad”, y supone una nueva entrega de obras recientes –mayoritariamente de 2021- en lo que podíamos considerar una nueva entrega de unos cuadros que hablan de la vida lenta, de cómo el tiempo que se desliza casi imperceptible sobre las cosas, como diría Guillermo Solana.  Ciertamente es un placer compartir con los aficionados al arte en general y seguidores del artista en particular, esta nueva serie de pinturas; todas óleo sobre tabla y que con la que damos continuidad a su anterior exposición, y nos quitamos el agridulce sabor que nos dejó, ya que bajo el genérico título de “Pequeñas rarezas” se celebró en un contexto difícil de olvidar para todos y que restó de una forma drástica las visitas.

 

 

Anteriormente, en 2017 tuvo una doble cita expositiva; La realizada en el Centro del Faro Cabo Mayor, que bajo el título de “Caer en la cuenta”, cuya característica consistió en que todas las obras estaban pintadas al natural y en los alrededores del mismo Faro, en las que se contemplaban distintas vistas dominadas por las distintas luces del día y de la noche, mientras que en paralelo, en la galería Siboney, presentaba “Ornato y tierra” -una exposición en muchos aspectos complementaria- en la que nos mostraba un repertorio de registros artísticos en tan sólo 28 metros cuadrados, aunando escultura, dibujos y terracotas que convivían y nos ayudaban a conocer el trabajo de un artista, en cuya pintura, el color toma el mando absoluto y se independiza.

 Mazarío expuso por primera vez en el lejano 1988, y pese a que muchos años, y muchas cosas han pasado desde entonces, -muchas exposiciones, muchas ferias y muchas muestras de grupo-, continúa siendo un artista que transita al margen de las corrientes dominantes y que permanece fiel a su ideario artístico.

 

 

En el año 1999, con motivo de su primera muestra en la Galería Estampa de Madrid, Guillermo Solana escribió que la pintura de Mazarío “reflejaba una personal poética de la intimidad, sus cuadros hablan de la vida lenta, del tiempo que se desliza casi imperceptible sobre las cosas”. Casi 20 años más tarde se podría mantener este párrafo en cualquier texto que hable de la pintura de Mazarío, porque es un artista con unas inquietudes y una creatividad que permanecen ligadas a una materia muy concreta, a una “argamasa pictórica” selecta, y que continúa desgranado con el paso del tiempo.

 

 

Como citaba Lorenzo Olivan en el texto para su exposición “Caos y memoria” de 2008, Mazarío hace buena, una famosa frase del Morandi: “nada es más abstracto que el mundo visible”. Continúa Olivan “Es ése un elemento, creo yo, indispensable para entender esta obra y que está, de muy diversas maneras y en muy distintos grados, en los ejemplos de arte que más admiro: en los bisontes de Altamira, en Las meninas o Lashilanderas de Velázquez, en el Padre Carrión de Zurbarán que hay en el Monasterio de Guadalupe, en La mujer con una balanza de Vermeer, en el Perro enterrado en la arena de Goya, en Lluvia, vapor y velocidad de Turner, pero también en lo más poderoso de Mark Rothko, de Edward Hopper o de Sean Scully”.

 

 

 

UNA ARQUITECTURA DE LA SOLEDAD

Tiene algo de centinela y farero de la pintura. Atisba las dimensiones de la idea, desnuda los límites del formato y desentraña la velocidad que requiere la mirada de cada obra. José Luis Mazarío siempre está dentro y fuera del cuadro. En el canon que pide transgresión y en la duda de lo inacabado. En la fuga sostenida de una escena/escenario, reconocible o no, y en lo que lucha contra la impostura o se torna definitivamente huidizo.

Ahora, fruto de ese vínculo de pintura carnal que mantiene, desde lo fundacional de su ser artista, con la galería Siboney y su galerista Juan Riancho, Mazarío regresa con una treintena de obras sin desprenderse de su pasado, que se adentran en ese no lugar donde el artista vuelve a restituir su pintura. Reconocemos a Mazarío y, sin embargo, tras la complicidad, tras los viejos nuevos temas, en el fuego del hallazgo y en las cenizas tras la búsqueda, arde ese constante combate del pintor en estado de gracia.

 

 

Lo suyo son deslumbramientos opacos y sombras que ciegan. En Mazarío lo que no es clásico, se lo hace; lo que es arqueología de la vanguardia, construye templos en honor de sus mayores. Hopper y Friedrich se acarician entre las estancias onduladas de nuestro pintor; y Morandi se abraza a Giorgio de Chirico, entrelazados por esa luz esquinada que Mazarío rapta para encadenar sus propias obras, sin tiempo, pero engarzadas por esa depredación visual del cazador herido por la sangre del cuadro. Uno imagina que, en su estudio, custodia pasadizos secretos, vigila cuevas del paleolítico y tiene acceso a oquedades y miradores desde donde la naturaleza muerta es un objeto con aliento y el paisaje una melancólica perspectiva necesitada de silencio. El nuevo Mazarío huye de la reinvención acomodaticia. Muestra las llagas de las geometrías imposibles, la úlcera de la arquitectura de la soledad, la radiografía de los cuerpos en fuga, la contemplación embarazada por el hecho de ver y quedar a la espera de un asidero.

Pintor y pintura siempre al borde de ese abismo familiar que atrae y repele, que cautiva y distancia. Finalista e iniciático, Mazarío asoma por igual en el vacío que en la plenitud. Todo es pintura en la posibilidad y en la decisión. Quédense (parece decirnos) en la tristeza primitiva y en la celebración fugaz de habitar la vida a través de la pintura. Al fin, en lo accidental de su figuración, sus criaturas y nosotros compartimos la condición fantasmal de la levedad.

Guillermo Balbona.
Noviembre 2022