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En julio 2012,
la editorial Alpha Decay publicaba El
sentido interrogativo
de Padgett Powell, una novela o, como decía por
entonces Joan Florens Constans, un artefacto construido solo y exclusivamente
de interrogantes. Si bien puede ser algo arriesgado, por lo ilusorio del hecho,
afirmar, como hizo Richard Ford en su momento, que, si Magritte o Duchamp
hubieran escrito una novela, ésta hubiera sido la de Powell, sí puede
suscribirse el uso del término “novela” para su definición.
Y no se trata
de refutar el término “artefacto”, que bien puede emplearse si consideramos
solo la parte formal como la elocución interrogativa y la estructura dialéctica
de la narración, más bien se trata se subrayar que a través de la forma
interrogativa Powell construye una novela, es decir, una serie de historias que
se condensan en la brevedad de los interrogantes, pero que se amplifican en la
medida en que el libro llega a su conclusión, conformándose como una obra
acabada.
Dejando de lado
el carácter hilarante e intencionadamente humorístico de El sentido interrogativo, el libro de Powell puede servir como
preámbulo para acercarse al primer libro de relatos de Marina Saura, Sin permiso (Editorial Elba). Saura
escribe tres relatos, dos particularmente breves y un tercero, que da título al
libro, escrito solo y exclusivamente a partir de interrogantes. Como en el caso
de Powell, Saura escribe la historia a través de los interrogantes: si bien hay
momentos en los que se tiene la sensación de que la historia a la que aluden
los interrogantes queda fuera del texto y que los interrogantes son un
paratexto a ese afuera, la trama aparece entre los interrogantes que se siguen
los unos a los otros, en constante oposición: “¿Soy la niña a quienes sus
padres no sólo no supieron proteger del abuso, sino que, ensimismados en un
silencio desahuciado y con aparente liberalidad o indiferencia, la propulsaron
fuera del nido en brazos de un adulto que la tomó, la montó en su caballo y se
la llevó a otro reino? ¿La novia nueva, tan nueva, estreno garantizado, idónea
pareja del joven machacado y endurecido, náufrago huérfano que años más tarde
prefirió abandonarla antes que correr el riesgo de ser abandonado por ella?
¿Soy la gitana del metro cansada de caminar todo el día sin conseguir una
maldita limosna (…)? ¿O la niñera de uniforme azul pálido, sentada a la sombra
en un banco del parque, que mece suavemente un cochecito de niño tapado con un
velo se muselina blanca (…)?”
Marina Saura
El yo que se
esconde entre los interrogantes sobre una identidad que no acaba de hallarse
–“¿Quién soy?”, esta es la pregunta última que plantea el texto- es el yo que
se interroga a sí mismo y, al mismo tiempo, interpela al lector, incomodándolo
tanto por el desconcierto como por el escenario de fondo al que aluden los
interrogantes. En este sentido, aquello que decía Francisco Solano en referencia
a la novela de Powell puede servir también como anotación al relato de Saura: “Un
raudal tan variopinto de demandas y dudas que el lector se ve sometido a un
impetuoso vaivén”. Y, como también apuntaba Solano, se trata de un raudal de
preguntas que no tienen respuesta, reflejo de un tiempo y de un ser marcado por
la incertidumbre. Ante la imposibilidad de definir quién soy, la única pregunta
que queda es: “¿Soy alguien?”. Solo que ese alguien, ese supuesto alguien, se
refleja a través de identidades distintas, como si se estuviera en un caótico
juego de espejos que nunca devuelven un único reflejo. Sin permiso, el título, alude a la osadía de mirarse al espejo, a
la osadía de enfrentar el propio yo con su(s) reflejo(s), pero también podría
aludir a la ausencia de permiso que tiene el yo para definirse, para
concretarse e, incluso, para agotarse en una definición. Y no se agotan tampoco
los dos primeros relatos, cuya autonomía se va difuminando a lo largo de la
lectura del tercero, entre los interrogantes que ponen en escena a tantos y
diferentes yoes: ¿Son las dos protagonistas figuras de un mismo yo en un tiempo
y en un espacio distinto? Saura no lo aclara, como tampoco aclara la historia
de las dos protagonistas, cuyos finales narrativos quedan suspendidos, ahora
sí, en un afuera del texto. Y es precisamente este permanecer afuera, sin ser
contado, aquello que permite recuperar a las dos protagonistas e insertarlas
entre los interrogantes, que, a momentos, parecen hablar de ellas sin hacerlo.
¿O puede que sí? Desde el momento en que se borra la identidad del yo
elocutivo, la única pregunta que le queda al lector es la misma que hace más de
medio siglo ya se ponía Michel Foucault: ¿Quién habla?

 

Una vez más, la
respuesta no importa o, por lo menos, no importa en el caso de Marina Saura,
porque lo que se busca es precisamente la indefinición de un yo que, al
interrogarse sobre sí mismo, descubre una vida hecha de vaivenes continuos, de
incertidumbres, de errores y reparaciones; en definitiva, un yo que, a lo largo
de su vida, pasa por ser muchos yoes distintos, por ser como ese uno y cien mil
de Pirandello. Y tras la indefinición del yo, aparece un lugar aparentemente
fuera del tiempo, pero que se va haciendo reconocible: Madrid, París, Londres…
Calles, rincones, pequeños objetos remiten todos ellos a un espacio reconocible
y a una temporalidad que no necesita fechas concretas para hacerse visible y
reconocible tanto como el propio espacio en el que se inscribe. Y son, al
final, los espacios y el tiempo los que terminan por dar una imagen borrosa de
un yo que se escapa, que se hace inaprehensible, símbolo de un desasosiego que
no es más que el desasosiego del lector que lee.
Anna María Iglesia (Granada, 1986, residente en
Barcelona) está terminado una tesis doctoral sobre las prácticas urbanas dentro
del doctorado de Teoría de la literatura y literatura comparada. Se define
principalmente como lectora. Desde hace ya algunos años ejerce el periodismo
cultural como freelance, colaborando con distintos medios. El Asombrario (Público), Nueva Revista, Letras Libres, Llanuras o El
Confidencial
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