El 17 de junio de 1949, Raymond Maufrais, de 23 años, se dirigió solo y a pie en la selva amazónica hacia las míticas montañas Tumuc-Humac en la frontera entre Brasil y la Guayana Francesa, entonces desconocidas. Un desafío asombroso en ese momento. Nunca se lo volvió a ver. Un indio descubrió, en los restos de su último vivac, su cuaderno de bitácora. Un impresionante relato de coraje y dignidad.
El entusiasmo de Maufrais por la selva empezó después de un viaje de exploración que realizó en África central. Maufrais nunca había estado en América, pero se reunió en París con un buen amigo, el etnólogo y arqueólogo Francis Mazière que preparaba una expedición al macizo montañoso del Tumuc-Humac, situado entre la Guayana francesa meridional cerca de la frontera brasileña.
-Es un viaje muy arriesgado -le explicó Mazière- apenas hay mapas de ese sector. Llegar allí es muy difícil y costoso.
Mazière siguió contando a Maufrais su proyecto, las posibilidades de conseguir dinero. Y, sobre todo, en caso de ascender hasta la cima del Tumuc-Humac los importantes hallazgos arqueológicos y descubrimientos etnográficos que se podían realizar.
A Maufrais aquello le entusiasmó. Ni siquiera prestó atención al relato que, sobre las dificultades del viaje, le había hecho Mazière. Le debió parecer que llegar al Tumuc-Humac era tan fácil como visitar una aldea de pigmeos en el Africa negra.
Llevado por las prisas, Raymond Maufrais cometió una grave imprudencia. No esperó a la expedición de Franzis Mazière y partió solo hacia la selva. Llegó a la Guayana y se adentró en las junglas pantanosas. Consiguió llegar hasta el Monte de la Soledad, una zona prohibida para los índígenas ya que creían que estaba infestada de malos espíritus.
Raymond hizo caso omiso a lo que pensó que eran supersticiones y siguió hasta el ansiado Tumuc-Humac. Pero los indios que portaban su equipaje se negaron a seguirle, atemorizados por la leyenda de este monte que significa el monte de la Soledad.
Creyendo que su brújula, la quinina y sus armas serían suficientes, Raymond prosiguió solo su temerario viaje. Cuando llegó a las laderas del monte de la Soledad no se volvió a saber de él.
Su desaparición alarmó a Mazière. Apresuró lo que mas pudo la organización de un viaje de auxilio. En cuanto llegó a la Guayana, Mazière siguió los pasos de Maufrais. Pasado Camopi, último puesto de la Guayana francesa, Mazière interrogó a los jefes de las tribus indias. Uno de los primeros en informarle fue un jefe llamado Huluc.
Huluc había encontrado su diario de bitácora, una parte del equipo de Maufrais y le había buscado por la región sin encontrarle. Mazière prosiguió sus averiguaciones hasta llegar a las fuentes de Tampock. Quería seguir hacia donde se suponía que se había internado Maufrais, pero el jefe de la tribu le disuadió.
-De allí nadie vuelve -le dijo.
Mazière no quiso desistir tan pronto y prosiguió la búsqueda de su amigo durante mas de tres meses, desafiando incluso la estación de las lluvias, que se le había echado encima. Pero su esfuerzo no sirvió de nada y regresó a Francia.
Dos años después del descubrimiento de los últimos vestigios de su hijo, Edgard Maufrais zarpó hacia Sudamérica para emprender su propia búsqueda. Durante 12 años y 22 expediciones sucesivas, recorrió 12.000 kilómetros por los ríos amazónicos sin éxito. En junio de 1964, tuvo que ser rescatado por una misión de la gendarmería y se rindió definitivamente, tras demostrar un gran testimonio de amor paterno.
Cayena, el antiguo presidio de la Guayana francesa, no precisaba apenas de guardianes para vigilar a los condenados a trabajos forzados que enviaba la Justicia francesa. Los vigila y guarda la selva, decían los funcionarios. Sólo Papillon logró escapar de allí y contarlo en lo que fue un gran éxito en los años sesenta.
Se decía que en esas selvas había oro y esmeraldas. Un comandante inglés llamado Brennon se adentró en octubre de 1952 en la selva. Quería buscar un viejo yacimiento de oro, del que tenía noticia por un antiguo ingeniero de minas que había trabajado en él. Pero sufrió la misma suerte que Maufrais. De Brenon se pudo certificar su muerte porque se encontró su diario en el que había escrito su agonía e incluso sus terribles alucinaciones de hombre sediento. También él, como una larga lista de exploradores fue devorado por la selva.