—Ya que lo pregunta —dijo acaso con un poco de sueño—, prefiero jugar ajedrez antes que a las cartas.

Había algo de vergüenza, también, en el tono de su voz. Las cosas más sencillas se vuelven ridículamente dificultosas en casa ajena. Lo notó primero cuando sus manos temblorosas dejaron caer el pocillo de té sobre la alfombra. No sabía si recoger los pedazos él mismo excusándose de su torpeza o esperar a que el dueño de la propiedad limpiara aquel desastre. Luego el libro. La hoja de papel le había cortado la yema del índice y no pudo evitar regar con su sangre un cuento de Borges, creía que “Odín”. No supo, otra vez, cómo reparar el daño provocado por su ineptitud. Se había quedado goteando las páginas con la mirada de huésped confundido. El amo de casa sólo le quitó el libro y lo colocó en el hueco destinado en la biblioteca. Más tarde fue la esposa del anfitrión. Pero aquella había sido una desgracia más bien dialéctica. “No sabía que era padre de una joven tan educada”, había dicho antes de que al unísono replicaran “somos marido y mujer”.

— ¿Había jugado alguna vez con un tablero de este tipo? —preguntó con el orgullo del que entiende qué cosas tienen verdadero valor— Es un tablero de ajedrez de Adelson. Por favor no lo destruya ni lo manche ni lo insulte.

En ese momento, Macedonio estuvo a punto de llorar, pero la sonrisa de Artemidoro le precisó que el comentario era una broma que buscaba complicidad.

— ¿Ganar la partida sería considerado destrucción?

— Usted, Macedonio, sí que tiene sentido del humor.

— Soy supersticioso, ¿me deja jugar con las blancas?

— Se dará cuenta, Macedonio, que en este tablero no importa el color de las piezas, así que su superstición está a salvo. Todas las piezas son de idéntica oscuridad. O claridad.

Las piezas eran extremadamente altas. No tanto pesadas como prominentes. Las sombras caían sobre el tablero y sino fuera porque Macedonio tenía una vista envidiable —a los efectos de la partida, resultaba conveniente cierta invidencia—, le hubiera costado distinguir las casillas. La puerta de la habitación a sus espaldas hizo un ruido pero alguien diría que intentó hacer un sigilo.

— ¿Su esposa sigue en la casa? Creí haberla despedido.

— Se fue hace casi una hora.

El asunto con el Adelson empezó como la mayoría de las veces, moviendo peones y algún caballo. La conversación se ajustaba a los límites que establecía el juego. Era posible entender por qué el Adelson era tan valioso. Macedonio rápidamente comprendió la cuestión. Las longuísimas piezas creaban tal sombra o más bien, evitaban con tan siniestro arte el paso de la luz, que las casillas que no eran blancas sino grises y las casillas que no eran negras sino grises, se veían blancas y negras producto de aquella ilusión. Cuando el truco se difuminaba a causa de la conciencia de la trampa, cuando premeditadamente se nublaba lo irrefutable, el juego crecía en dificultad. “Ese movimiento está prohibido”, comentó Artemidoro en alguna ocasión cuando Macedonio desplazaba el caballo en una “L” demasiado extensa o los peones retrocedían cuando él aseguraba estar avanzando, como si ignorara los conceptos básicos del ajedrez o las luminiscencias; y “este tablero distrae mis pensamientos de la táctica” se excusó Macedonio como previendo una derrota. Cuando Artemidoro se levantó a atender el teléfono, Macedonio, con sumo cuidado de no derribar las piezas, giró el tablero para observar si no había en aquel objeto, algún otro espejismo. Los bordes de las casillas eran suaves hasta la semejanza de lo invisible y cualquier ecuación lumínica variable por las matemáticas inexactas de los desplazamientos, solucionaban la ilusión con la paradoja de que un parpadeo podría desaparecer el engaño. Macedonio miró hacia la sala donde Artemidoro hablaba por teléfono. Pestañeó sobre el tablero. Pestañeó otra vez. El tablero seguía fingiendo ser una cosa que no sería si no estuviera protegido por aquellos altos reyes y torres y alfiles. Pestañeó otra vez, pero lo gris seguía siendo blanco y lo gris seguía siendo negro. Salvo que la puerta de la habitación tras de sí se entreabrió y Artemidoro estaba volviendo al juego. La puerta se cerró de un golpe indisimulable.

— ¿Acaso su esposa regresó en algún momento?

— Claro que no. Ya lleva fuera casi dos horas. Discúlpeme pero debo atender el teléfono.

— Pero Artemidoro…, el teléfono no está sonando.

Inmediatamente el teléfono sonó.

Macedonio aún no había movido su reina y sólo había perdido un peón, con un caballo notoriamente lanzado al ataque. En cambio, Artemidoro, aún no había movido su reina y sólo había perdido un peón, con un caballo notoriamente lanzado al ataque. Macedonio intuyó que haber movido el tablero en ausencia de Artemidoro, primero hacia la derecha, luego hacia la izquierda, luego hacia la derecha dos veces más, pudo haber equivocado los lados. Pero creía que el truco había estado en el pestañeó sobre el tablero. Había pestañado igual cantidad de veces en cada flanco. Observó a Artemidoro hablando por teléfono en la sala. Entonces pestañeó dos veces sobre el lado que creía era el de Artemidoro y sobre su lado, una vez. Las torres seguían altas y tan claras como oscuras; y todo lo gris era tan blanco y tan negro como un bosque o como un mar. Pestañeó otra vez, pero aquella realidad que era una ilusión seguía tan fidedigna que no podía concebirse. Pensó que sería muy embarazoso que Artemidoro lo encontrara girando de aquí para allá el tablero: podría pensar que estaba urdiendo una treta. Pero Macedonio sólo sostenía el tablero y lo giraba esmeradamente. A la derecha dos veces, a la izquierda tres. El gris seguía blanco. Los bordes invisibles continuaban visibles. Pestañeaba sobre él como intentando un embeleso, una magia, una ciencia. Sólo pestañeaba. Y la puerta se abrió. Y Artemidoro dejó el teléfono y volvió al juego. Y la puerta se cerró. Y Macedonio pestañeó sobre un lado, no importaba cuál. Y Artemidoro se sentó. Y la puerta se abrió otra vez.

— Su esposa ya regresó, ¿verdad?

— Mi esposa es la que llama por teléfono.

— Pero no puede ser indiferente al movimiento de la puerta.

— A veces sucede cuando juego con el Adelson.

Cuando movió el caballo, Artemidoro sabía que el sacrificio era necesario. Sin embargo, para Macedonio, el caballo sólo saltaba inocentemente entre resquicios de luz. Pestañeó otra vez sobre el tablero. Artemidoro advirtió el gesto y dio vuelta el tablero.

— ¿Quién va a sacrificar ese caballo, eh Macedonio?

La puerta tras Macedonio se abrió suavemente, aunque con constancia. Macedonio pestañeó y el teléfono volvió a sonar.

— Atienda Macedonio, le prometo no estudiar mi próxima jugada.

Mientras Macedonio atendía la llamada, Artemidoro fue hasta la cocina a preparar un té. Le costó encontrar los saquitos, guardados en el fondo de una alacena encastrada en la pared y aunque nunca había sufrido problemas digestivos, no pudo elegir sino entre dos variedades de té de cedrón, uno americano y el otro en una caja amarilla que decía, con llamativas letras, Hierba Luisa. Mientras esperaba que Macedonio concluyera la llamada, Artemidoro examinaba la biblioteca. Tomó un libro, seducido por el título del lomo, en latín, Age quod agis. En la sala, Macedonio aún estaba al teléfono. Con cuidado, ya en la cocina, Artemidoro sirvió dos tazas de té, que no sin poca indagación halló en una despensa más pequeña, detrás de una botella de whisky vacía, y colocándolos en una bandeja, se dirigió a la mesa donde se desarrollaba la partida de Adelson. Tomó un sorbo, pero creyó descortés seguir bebiendo sin la compañía de Macedonio. Entonces abrió el libro y leyó hasta que Macedonio concluyó la llamada y volvió a jugar.

— Intentemos que este juego no sea eterno —dijo Artemidoro.

Minutos más tarde, la esposa de Macedonio entró a la casa. Tan joven que parecía su hija. Artemidoro no hizo ningún comentario al respecto. Por el contrario, dejó el libro en la biblioteca, lavó las tazas y se despidió de la casa de Macedonio, prometiendo devolver la gentileza. Artemidoro siempre fue más cuidadoso de las formas y de no estorbar por mucho tiempo con su visita.