CAPÍTULO 1
Me quedé sin mayonesa en la heladera la noche que Rose Marie dejó de amarme. Y no era simple coincidencia. Al poco rato me quedé sin pelos, —desde la nuca hasta las cejas y desde el tapado de alpaca hasta el cepillo de dientes— y quise poner esto entre paréntesis pero el botón del paréntesis ya no funcionaba. Tampoco el de la equis. Y yo, que roncaba tanto de noche, de pronto, me quedé sin acústica en la nariz, y si por casualidad me hubiese metido a la ducha completamente vestido, nadie me habría advertido que aquello era como bailar con el sonido de un timbre o con los violines de un mosquito. Pero como yo nunca anduve a caballo, jamás me enteré de que me hubiesen faltado las riendas; y como nunca tuve más de cien pesos en el bolsillo, jamás me enteré de que me hubiese faltado el az para una escalera real en el Bellagio; y como nunca fui astronauta en la estación espacial soviética YURI-1961, jamás me enteré de que me hubiesen dado ganas de comer garrapiñadas de la plaza de aquí a la vuelta; y como nunca fui al Bar El Cuervo a pedir “cantinero, otro whisky” porque tenía té de jengibre en casa, jamás me enteré de que allí, apoyada en la barra, con un lunar en la boca y un bla, bla, bla de dos horas y media, me estaba esperando Úrsula, el amor de mi vida, la novia de blanco, la repostera de mis tortas cuando lloviera, mi contramaestre en la Batalla de Trafalgar, mi cucharita para el frío, la dieta obligada, la novela en la tele, el regalo de aniversario, la madre de mis hijos, mi viuda junto al cajón, el clavo que sacaba a Rose Marie.
CAPÍTULO 2
El viejo dijo que cuando llegó no estaba allí. “Diez meses en alta mar, muchacho, necesitaba un trago.” Y mi definición de Rose Marie había sido precisa: “rubia como un cuadro de van Gogh con girasoles y floreros, y blanca como la pared de una farmacia, un diente torcido y la sonrisa de haber robado un banco. Cuello de cisne con tres pecas formando un triángulo isósceles con el lado desigual marcando siempre el norte. Un metro sesenta.” “Yo no pienso en metros, pienso en pies.” “Quinientos veinticuatro coma noventa y tres pies.” “No la he visto”. El viejo se había hecho marino a los nueve años, sin saber otra cosa más que hacer nudos y pelar papas. Con el tiempo aprendió a leer, a usar el astrolabio y el sextante, a subirse a la cofa, a gritar ¡tierra!, a hablar francés e inglés; se convirtió en capitán y se tatuó él mismo: un ancla en el pecho, “Mamá” en el bíceps izquierdo y el mapa de un tesoro en todo el largo de la espalda.
“Una pelea de borrachos en el baño, el aroma del limón recién cortado para los tequilas, la bossa nova saliendo por los parlantes, un tipo que invitó una ronda a todos porque había ganado la lotería… es todo lo que recuerdo.” Su barco zarpaba al anochecer.
Era la vez número veintiséis que Rose Marie me dejaba en lo que iba del año y apenas estábamos empezando febrero. Me había dejado en todos los lugares imaginables. En una cena con amigos la vez número ocho y en medio del rulo de la muerte en la montaña rusa la vez número quince, cuando se quitó el cinturón de seguridad estando patas para arriba y, cayendo como un paracaidistas, “esto se termina hoy”. Y nos reconciliábamos inmediatamente, en el postre o en el tren fantasma, y, haciendo eso de “aquí no ha pasado nada”, yo le decía “no puedo vivir sin ti” y ella “qué bajo has caído.” Entonces empezaba a hablar de sus sueños. Que le gustaría cantar como Lara Fabian en un teatro con las luces bajas y un arco iris naciendo del pie del micrófono o como las hienas, comer todo crudo y vivir sin cocina ni heladera ni cacerolas o irse a la isla de la novela de Robert Louis Stevenson a quitarse los lentes del astigmatismo y ponerse un parche y un loro en el hombro que maldijera a las tormentas del Pacífico todo el tiempo y a tirarse en la playa a tomar ese color dorado que sólo tienen los piratas y las iguanas muy muy exóticas de Terranova.
“¿Pero por qué habría de mentirme con algo así?” “Porque los piratas mienten, muchacho.” “Y, ¿a dónde se han ido?” “Sólo sé que el viejo se quitó la camisa y le mostró a la rubia…” “Rose Marie.” “…sí, Rose Marie, el mapa de un tesoro tatuado en la espalda.” “¿Y luego?” “Y luego… bueno, sé lo que mismo que tú, muchacho. El barco que estaba amarrado en el muelle ya no está.” “¿Escuchó algo sobre el rumbo, millas náuticas, desvío de compás, distancia radar a costa, enfilación, oposición y demora?” “Lo lamento…” “Veré qué hago.” “Ah, y también se fue con Úrsula, la maestra jardinera que vivía en el edificio de al lado.” “No la conozco.” “Y… la rubia, tu Rose Marie… dijo algo antes de irse…” “¿Qué? ¿Qué dijo?” “Que ha quien preguntara por ella, le dijera que tenía un retraso de dos semanas.”