Sra. E. L. Doyen (1910)

 

Giovanni Boldini,  solterón empedernido y pintor de humor cambiante, habla con la modelo de uno de sus retratos en su estudio, que fue ante del pintor Sergent. Ella pregunta por el precio del cuadro y él, sesenta años cumplidos hace poco, la explica amablemente que cobra 25.000 francos por retrato. Boldini, entre un trazo y otro a  la tela, con la partitura de Otelo dedicada por Giuseppe Verdi a un lado, le explica que se pueden conseguir sustanciales descuentos siempre y cuando se hagan ciertos favores.

En París es sabido que Boldini tiene por norma el acoso y derribo de sus retratadas, salvo que se encuentre en una de sus fases de enamoramiento que le duran mas bien poco. ¿Dónde están los maridos de estas mujeres? Por lo general ausentes,  dedicados a sus negocios, diversiones o queridas. Los días de estas señoras transcurren dando la impresión de no tener necesidad de nadie mientras se dedican con entusiasmo a la destrucción de su patrimonio en aras de su megalomanía. Y es ahí donde Boldini desempeña su papel, pues a estas mujeres les gusta coleccionar retratos de sí mismas que enseñen sus poderes: belleza, elegancia,  lujo…

El pintor no defrauda. Su pintura es una selfi de calidad. Su trazo mejora cualquier realidad y convierte al sujeto de su pincel en mucho más de lo que es. Basta comprobar las fotos de los elegidos y los retratos.  Los detalles que acompañan el cuadro son mínimos. Tal vez un piano, un galgo, una alfombra oriental, un mueble oscuro que nos advierte que no se  trata de un mortal cualquiera. Todo ello confiere al conjunto de esa sensación de seguridad que proporciona el dinero y que a los menos afortunados parece un universo extraño y superprotegido.

Un círculo mágico de gente educada, hermosa, capaz de aguantar los ataques del mundo externo, ya sean climáticos o materiales, gracias a unos interiores de cortinas pesadas y luces calientes. Las heroínas de Boldini están cerca y lejos a la vez, y eso les proporciona cierto aire triste, casi como si presintieran el final que les espera una vez  llegada la vejez. (Si la marquesa Casati encontró en Boldini el fiel aliado destinado a perpetuarla, Cecil Beaton la fotografió en Londres sus últimos días de mujer pobre y morfinómana).

No todo eran mujeres alrededor de Boldini. También había una serie de personajes masculinos, empezando por el barón Robert de Montesquiou. Él era la cabeza visible de una legión de hombres y mujeres a los que implicaba en sus costumbres mundanas, cotilleos y competiciones de vanidad. Montesquiou fue modelo literario para Huysmans en el Des Esseints y es el Charlus de Proust. Conoció a todos y protegió  a Debussy,  Goncourt, Verlaine, Mallarmé…

Genio de si mismo, homosexual, frecuentador de artistas y con el único vicio de la belleza,  fue uno de los grandes “modernos” de comienzos de siglo por su pensamiento veloz y esa inteligencia que años mas tarde Ezra Pound bautizaría como “vorticista”. Su mundo era el teatro, el olor del terciopelo de los palcos y el maquillaje  de los artistas. Se enamoró platónicamente de Ida Rubinstein cuando la vio actuar en un  ballet ruso de Diaghilev. Aquella judía representaba un ideal andrógino, el nervio de un estilo que años mas tarde se trasladaría a las pantallas del cine mudo. A él le gustaba llevarla a Maxim para invitarla a bizcochos y champagne. Podemos imaginarlo, delgado, con el mismo traje gris con que su amigo Boldini retrató su cuerpo enjuto y frágil, inclinado hacia atrás como si todo su equilibrio se debiese a su bastón de caña.

Con el paso de los años el color gris de aquel traje se tiñó de negro. La guerra estalló y de aquel mundo quedó la búsqueda de un tiempo perdido. El final del conflicto trajo una nueva aceleración visual, artística y social como correspondía a una nueva sociedad. Otros testigos tomaron  el relevo. La Marquesa Casati compró el palacio de Montesquiou, sede de muchas fiestas y garden-party de la época dorada. En el santuario de las manías del barón, colocó una pantera mecánica y el esqueleto de su boa mientras provocaba las últimas sorpresas.

Mas maniático que nunca, Boldini seguía pintando en su estudio parisino. Recibía peticiones de encargos a los que tardaba meses en responder si los aceptaba. Y, sorpresa total, contestaba al teléfono de su casa una voz femenina, de claro acento italiano, y que ejercía de secretaria. Se llamaba Emilia Cardona  y era una periodista que había conocida a Boldini a raíz de  una entrevista que le hizo en 1926. Entonces ella tenía 27 años. Se casaron tres años después.

El pintor, además de tener dificultades para vivir solo debido a su edad, no veía de buen ojo el propio declive físico y se enfadaba cuando le comunicaban la muerte de algún conocido. Afirmaba que lo hacían a propósito para hacerle enfadar.

Como escribió su amigo Montesquiou en últimas las páginas de sus memorias: “Cuando de repente, sin ninguna señal clamorosa,  nos damos cuenta de que la vida ha terminado,  nos sentimos fuera de lugar, extraños a nuestra propia civilización, aunque alguna vez también nosotros la hemos atravesado”.